sábado, 12 de abril de 2014




La Guerra Fría calienta cabezas


3.El llanto de Jeremías sobre las ruinas




Puerta de Brandemburgo, 1945
Noviembre de 1989. Después de 28 años, 2 meses y 3 semanas, con sus 1393 kilómetros – 217 menos que la distancia entre Moscú y Potsdam -, el Muro de Berlin se habia venido abajo, derribado por el soplo de dos palabras: glasnost y perestroika. Transparencia y reestructuración. 



Puerta de Brandemburgo - El Muro
Y conviene recordar que, aunque deseándolo, las potencias occidentales no estaban preparadas para este suceso. Desprevenidas, iban tan confusas que parecían dispuestas a ofrecer andamios nuevos para recuperar el símbolo de sus nunca confesadas debilidades. Esto explica por qué frente a un acontecimiento que cambiará el mundo, dan un paso atrás y ponen en la primera fila a segundos o terceros.

Avanzadilla errática en un campo de batalla insólito, donde el tiempo y el espacio se habían reconciliado, privando a los dos bloques de razones y motivos adversos para estar con el dedo sobre el gatillo.

Así, desde la mayoría demócrata del Senado americano, George Mitchel consideraba la caída del Muro como un gesto desesperado de supervivencia, dejando que el portavoz presidencial, Martín Fitzwater, sea más sincero: La decisión alemana oriental había tomado la Casa Blanca por sorpresa, mientras el Secretario de Defensa – que no era otra persona que Dick Cheney – daba un paso más, convencido que ahora las posibilidades de un conflicto bélico entre el Este y el Oeste son menores que durante cualquier periodo de la posguerra y encargaba al general Peter Williams para asegurar a las autoridades de Bonn que SUA ponía a disposición por seis meses, 980 camas existentes en sus hospitales militares, en Baden-Wurtenberg y Renania, para la riada de refugiados procedentes de la Alemania del Este. Riada que no se ha producido: de las 55.500 personas que pasarán al Oeste en el primer día, solamente 3.250 tardarán en volver a casa, sabiendo que podrán salir tantas veces como lo hubieran querido.



El Muro de Berlin
Tal vez, por este inesperado regreso, un día después, el presidente George Bush consideraba dramática la situación, añadiendo que no sabía cuál sería el siguiente paso del  gobierno de la RDA, por desconocer qué relación establecerá con sus hermanos federales, puesto que era muy pronto para saber si una eventual reunificación alemana estaba más cerca. Por esto, a la pregunta sobre la caída del Muro, su respuesta ha sido tan ambigua: Me alegro, pero no soy un hombre demasiado emocional.

Diez años más tarde, durante el coloquio conmemorativo organizado por la revista Welt am Sonntang, corregía la frase por soy un hombre prudente, pero nada temeroso y añadía: Reconozco que quedamos conmocionados por la velocidad con que se producían los cambios..

Desde Londres, también con demora, la autoritaria dama de hierro reconocía de paso, la visión y el valor de Gorbachov, para acompañar muy de cerca al poco emocionado Bush: El derrumbamiento del Muro – resaltaba- no debe implicar el del sistema defensivo occidental. Si EEUU se hubiese quedado en Europa tras la Primera Guerra Mundial y hubiese existido la OTAN, no creo que hubiésemos tenido la Segunda Guerra Mundial. No lo olvidemos. A continuación rehúsa hablar de una hipotética Alemania reunificada. Porque  sería ir demasiado de prisa. En su opinión estas cosas hay que hacerlas poco a poco, con mucha precaución.

La Thatcher, reconozcámoslo, es la única voz que más opiniones suelta. Pero pecaríamos de inocentes su creyésemos que son fruto de un estado emocional. Siempre  muy sensible al caminar de la historia, no desandaba a ojos cerrados los setenta años, para volver a Versalles (1919), sino que trataba de llevar el futuro hacia un pasado inexistente, imaginado según sus deseos. La “hipotética Alemania reunificada”  estaba a la esquina que amanecía, y esto suponía un cambio radical en la política internacional, donde Londres tenía muchos motivos para ver disminuyéndose su poderío.



Gorbachov, Bush, Kohl
Hasta el mejor sabedor de los mismos caminos, pensando en llevarlos hacia otros derroteros,  François Mitterrand, andando aquellos días por Dinamarca, se retiraba vacilante detrás del burladero hamletiano – La decisión de la RDA abre vías mejores para Europa, pero más difíciles -, encargando a Michel Rocard y Roland Dumas con la interpretación del críptico mensaje.

Descifrado desde Bruselas, por Manfred Wörner, secretario general de la Alianza Atlántica, ex ministro alemán de Defensa, no vacilaba en puntuar la incógnita: si los cambios políticos en Europa del Este tomarán un giro violento, podrían tener consecuencias desastrosas.

Al lado de estas circunspecciones, reflexiones, y advertencias, el pensamiento  claro y la voz pausada del papa Carol Woityla: será el pueblo alemán el que deberá decidir en el futuro la forma que tomarán las relaciones entre los dos Estados, añadiendo luego el matiz necesario: no se puede echar atrás el reloj de la historia.


Juan Pablo II
Obviamente, detrás de todas estas declaraciones – la hemeroteca da para más -, se encuentra la materia prima, los borrones, los cables de los servicios de información y las conversaciones telefónicas, a varios niveles, de los gobernantes de los dos bloques que por lo pronto, quedaban sin línea divisoria. Archivos irrelevantes todos, si es que no habían traspasado el desconcierto evidente, determinando otras actitudes. Como la presencia inmediata de Bush, en Berlín, al lado de los escombros del Muro.

Sugerida aquella misma noche por sus colaboradores, Bush ha tenido el buen cuidado de desoírla, según confesará durante el mencionado coloquio, ofreciendo una explicación más que razonable, pero incompleta: No sabíamos qué fuerzas se podían desatar – cuenta -  y aclara: No queríamos complicar aún más la vida de Gorbachov, puesto que era inmoral ponerle el dedo en el ojo.  Motivación estupenda, conservando para sí el motivo fundamental: el encuentro a solas, lejos de las miradas del mundo, en las aguas de Malta, estaba ya establecido (2-3 de diciembre), con los materiales previos de trabajo bien elaborados.


Puerta de Brandemburgo, hoy
Además, una foto de Bush, junto al Muro caído, como 
 las tan ridículas apariciones de Jon F Kennedy (Yo soy un berlinés. - 23 de junio de 1963) y Ronald Regan (¡Señor Gorbachov, derribe usted este Muro! -12 de junio de 1987) no habría adquirido mejor significación. Lo más que hubiese podido traer a la memoria este nuevo retrato hubiera sido algo así como un segundo llanto de Jeremías sobre las ruinas, tras la toma de Jericó y la caída de sus muros: Y cuando el pueblo oyó el sonido de la trompeta, comenzó a gritar con grande algazara, y se derrumbo la muralla y el pueblo subió, cada uno por la parte que tenía frente a sí y tomaron la ciudad. (Josué. VI, 20)

Ninguno de los tres era Nabucodonosor.

Madrid, 2001- 2014

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© Darie Novăceanu – 2014. Reservados todos los derechos


viernes, 11 de abril de 2014




La Guerra Fría calienta cabezas
2. Desde Londres a Kremlin





Nadie hasta Gorbachov, decíamos,  había ideado un instrumento político semejante a la perestroika. Ni era concebible más que por un marxista que había aguantado los avatares de la doctrina, confiado en las virtudes de su pueblo, en los valores de su permanencia en la historia, en sus hábitos, costumbres y creencias. 


Una herramienta así, para la democracia práctica, aplicada con transparencia, necesitaba cuadros adecuadamente preparados para usarla. Dar en el blanco sin bala y vencer, insistíamos, es difícil, para muchos inimaginable. Y es justo en este punto onde Gorbachov ha errado sin equivocarse. Ha errado por...certero: la cúpula del poder soviético estaba edificada encima de los cimientos ideológicos pensados por Lenin y ejecutados por Stalin, empezando con la liquidación física de los opositores, camaradas de muchos caminos.

Lenin había construido el sistema, el sistema había construido a Stalin que, a su vez lo había perfeccionado, consolidándole con el miedo de todos los temores, del terror y de la muerte. Más claro aún: Lenin había levantado las cárceles y Stalin las había colmado de inocentes.


Experimentado, conociendo la causa de los fracasos, Gorbachov no había vacilado en ir contra los cimientos mismos. Y es así que, desde Moscú, la Meca del comunismo, más exactamente desde Kremlin, la Kaaba de los creyentes rojos, el 26 de abril de 1989,  había apuntado hacia la cúpula misma, rebanando de una tajada ciento y diez altos dirigentes del partido. Ciento y diez cargos históricos, algunos más antiguos que las sillas que ocupaban. Salvo el más lucido, Andrei Gromiko, que después de sesenta años de vida política, siempre ileso, ha dejado la silla por voluntad propia.

Al percatarse del riesgo que supone la aparente longevidad de los políticos y el envejecimiento de la política, Gorbachov ha tenido la osadía de combatir los dos fenómenos que perjudican por igual el progreso de la sociedad. Una verdad que la ley de la naturaleza en sí la ensaya y demuestra cada vez, pero la naturaleza humana la desoye y desafía. Y es que, cuando se hace de noche en el cuerpo, también se hace tarde en el espíritu y las ideas son semilla estéril y el alma barbecho. Enquistada en principios inamovibles, la política envejece también. Siempre caminando, la vida no se detiene nunca. Para ella, el paso marcado significa tiempo sin espacio. Y sin espacio, no hay futuro, ni horizontes para alcanzarlo.

Con la destitución de los dirigentes del partido único, Gorbachov no tenía de vista tanto a los políticos petrificados en sus poltronas, como y sobre todo, al sistema mismo que, cantonado en un pasado de leyendas más que dudosas, hacía que los jóvenes cuadros directivos envejezcan temprano. Con los destituidos, desaparecían miles de activistas del centro y con ellos, al nivel de las repúblicas socialistas soviéticas, muchos miles más de activistas locales; los pequeños czares de provincia que, al dejar sus funciones, perdían asimismo las relaciones imprescindibles con el poder unional.  Huérfanos  de un futuro que tardaba en llegar y herederos de un pasado que se negaba irse, pero no habrá de servirles para nada.

Mucho antes de ser elegido secretario general del Partido, Gorbachov ha sido partidario de la reforma del sistema político y económico y la democratización del país dentro de un proceso gradual, siempre en el ámbito de una opción socialista. Con más aplicación cuando, ya en el Kremlin, llegará a conocer a fondo los medios ocultos del poder. Menos importantes, al fin de cuenta, que los entresijos de la burocracia político-administrativa, el mecanismo más eficaz del sistema, que cumplía esmeradamente con sus deberes, suplantado las iniciativas y la actuación de los factores directos de decisión.

La planificación de la economía y los planes de producción, los medios y las fuerzas de trabajo, las materias primas y la energía, los productos y las cuotas, la valía y la plus valía, los precios y la venta, los salarios y los beneficios, etc., todo bien medido en las manos de la burocracia, que podría convertir cada casilla en agua de cerrajas.

El centralismo democrático, un desatino inventado por Lenin para la sumisión ciega de la voluntad humana, hacía estragos a todos los niveles, desde abajo hacia arriba, escalón tras escalón, hasta la cúpula. La bóveda celeste donde anida el Poder cual Espíritu Santo. Guarida para engendrar totalitarismos y dictadores.



Nada casual que Gorbachov, tratando de contrarrestar el disparate leninista, recordando, tal vez, a Hegel y su pirámide invertida por Marx, subraya: la perestroika es una pirámide que desde la altura penetra en el fondo de la sociedad, de la clase obrera, de la intelectualidad, de las escuelas, de los institutos científicos.

Lo dice en el seno del Politburó (marzo-abril de1987), cuando se debatía el Gosplan y el Gossban, donde Gorbachov acababa de llegar después de haber contado los tractores K-700, las maquinarias, las viviendas urbanas y las isbas, el pan, la carne, los sueldos y el descontento general del pueblo.

“He aquí, un ejemplo – intervenía en el debate. Los compradores se quitan de las manos los frigoríficos de Minsk...la fábrica puede aumentar su producción, pero la cuota lo impide, porque los recursos vienen determinados por ella.”



Frente al aluvión de desgracias e injusticias, en menos de cuatro años Gorbachov había logrado reanimar la economía y, sobre todo, despertar la conciencia individual y colectiva del pueblo. El despertar del alma eslava, hecha a la medida del Volga.         
Una otra sociedad, al margen de las asentadas en la historia, tomaba cuerpo cada vez más claro. La glasnost ponía luz y abría caminos, mientras la perestroika desataba energías y dinamismo. Hacía falta tiempo para pensar bien las cosas y voluntad para hacerlas bien. Para no destruir sin poner algo mejor en lugar. He aquí algunas consideraciones suyas:

La propia lógica de la perestroika, además de las dificultades económicas y sociales de nuestro país, nos obliga a plantearnos la necesidad de acometer cambios fundamentales en nuestro sistema económico. Se trata de elaborar un nuevo modelo de economía: pluralista, con diferentes formas de propiedad y de gestión, dotada de una infraestructura moderna.// La lentitud de la perestroika es fatal.// Aquí, lo que falta es tiempo.// Nuestro talón de Aquiles son los cuadros.// No consentiremos que los que hacen mal el trabajo se mantengan en sus puestos.// Hay un apego muy fuerte al conservadurismo. Si no lo superamos, la perestroika morirá.// La perestroika es nuestra última oportunidad. Si fallamos ahora, las pérdidas del país serán enormes. No debemos permitirlo y no lo permitiremos, estoy seguro.// La reestructuración está en el ánimo del pueblo. El destino del país y del pueblo está en juego. Si nos paramos, será nuestra muerte.

Todas y cada una de estas proposiciones, algunas recogidas de sus  Memorias de los anos decisivos.1985-1992 - Globus Comunicación, Madrid, 1994 – de sus discursos   a puertas cerradas o intervenciones públicas, son exhortaciones. Un centón de gritos, ruegos y conjuras, para sacar de inercia secular un imperio, en cuya extensión se encienden y apagan diez horas legales. Un imperio arruinado, sumergido en la indigencia y toda clase de privaciones y menesteres. Exhortaciones para despertar del letargo social un estado – tal como mencionábamos -  con 154 nacionalidades, entre ellas 57 con territorio propio, 125 lenguas censadas, más muchas otras etnias, aún desconocidas, fragmentos de pueblos perdidos en los más inhóspitos lugares de la tierra.



Exhortaciones  para renovar y hacer funcionar las máquinas ejecutivas de la       burocracia de un territorio administrado por un centenar de ministerios federales y unos ochocientos ministerios y departamentos de las republicas que deambulaban bajo la bandera roja del partido único. Un país, al fin de cuentas, desgastado por una carrera armamentística extenuante.

¿Cómo y con quién hacer caminar a este gigante encadenado, cuando lo primero que se tenía que hacer era saber cómo desatarlo? Una dificultad mayor que todas, con la que se había topado, según lo reconocerá - más sinceridad no cabe en un político -, cuando ya no era secretario general del partido único, ni presidente del imperio arruinado y del estado aletargado: La amarga experiencia me ha convencido decididamente del antihumanismo y de la ausencia de futuro del “socialismo” impuesto por Stalin y que, en realidad  no tenía nada de socialismo.

Esto era también el convencimiento de los pueblos de Europa del Este. Los que habían padecido esta amarga experiencia, al ser los únicos en la historia que en la Segunda Guerra Mundial, habían librado dos guerras: una contra el comunismo, al lado de los alemanes y otra contra el nazismo, al lado de los rusos.

Y todo esto para que al final sean esclavizados por Stalin, con la benevolencia irresponsable de las potencias occidentales vencedoras. Así, con una inocencia épica, en la que se juntan mucha comodidad y una cierta infamia, el Occidente ha permitido la expansión del comunismo, con tal de detenerse en los mojones de sus fronteras, garantizadas luego por el Muro de Berlín.



Por estremecedores que sean, los testimonios de los que han padecido las desgracias de aquel periodo, recogidos en libros de memorias, no logran transmitir todo el dolor. Hace falta su transfiguración literaria, privilegio de los bendecidos con este don, que en Rusia, después de Dostoievski, nunca han sido pocos. Pienso en Bulgakov, Pasternak, Solzhenitsin, Brodski, Mandelstam, Ajmátova, Tsevtáeva, Babel, Pilniak, etc., mártires rusos del siglo XX, por sacrificar su vida para salvar a la de otros. Sosteniendo una batalla permanente contra la degradación moral y social de la cultura y de las artes enroladas al realismo socialista. Paranoia estaliniana llevada al paroxismo por nulidades o falsos rapsodas como Djambu Djabaev o Demian Biedny que, por orden de Stalin, vivía en el mismo Kremlin, disfrutando de todos los honores.

Pocos se acuerdan hoy de esta mitología torcedora del espíritu, la cual ha hecho que generaciones tras generaciones se amolden a sus cánones. Jóvenes que se habían olvidado por completo de estos mártires del espíritu y de otros más como han sido  Blok, Briúsov, Bunin, Esenin, Maiakovski, para aprender las odas de Djabaev.

Jóvenes que recitaban  Stalin pasa por el campo //  y la hierba crece bajo sus pies...-, hasta la saciedad que veían salir los brotes verdes. Y no creían que detrás de sus pasos los campos quedaban sembrados por millones de muertos.  



Mas como era de esperar,  entonces como ahora, acorde con sus convicciones políticas, lo que más le interesaba al Occidente en conocer, no era el nuevo modelo económico que se proponía y buscaba desesperadamente Gorbachov, sino averiguar y reforzar la vigencia de las dificultades que le salían al paso.

A la expectativa, los líderes occidentales no tienen prisa en ir a la Kaaba roja. Esperan a que la perestroika se resquebraje. Que es como habrá de suceder. Se ha hecho trizas dentro del imperio que seguía soñando, su llegada siendo algo así como el aterrisaje de una nave cósmica en un mundo de somnámbulos.


Pero la misma perestroika - y esto no lo esperaban ni lo pensaban – se ha hecho fuerte  más allá de las fronteras de la URSS. Se ha extendido por sorpresa, cubriendo paso a paso la geografía este-europea. La había resucitado. Y ésta se había puesto de pie, justo a los pies del Muro que se venía abajo, y se ha puesto a caminar, dejando al Occidente indefenso frente a males mayores. 

Sin el desplome repentino de esta paradoja de la inmune insensatez política, supuestamente capaz de cerrar el paso del tiempo, de las estrellas y del hombre, los eventos históricos conocidos por el Este europeo no se hubieran producido. Ni el dictador rumano hubiera sido destronado. Ni su muy bien escenificada defenestración, cumplida por una Trinidad pasajera – Bush, Gorbachov y Mitterrand -, hubiera podido desprestigiar el comunismo, mostrándoselo como el mal de todos los males del mundo.



La participación del líder soviético en esta “Trinidad” no ha sido nada casual, ni tampoco por voluntad propia. Tema que bien merecería un trato a su medida, al antojo de los mejor preparados. En cuanto a mi me atañe, considero útil refrescar la memoria que a veces recuerda minucias antiguas e ignora hechos recientes, trascendentales. Entendiendo que la perestroika no cuajaba dentro de su imperio sin el apoyo de los países socialistas, Gorbachov ha encontrado este apoyo en todas partes, menos en Rumanía, donde Ceauşescu se ha mostrado siempre insumiso y prepotente. Durante su visita e Bucarest (mayo de 1985) todo lo que Gorbachov le presentaba como novedad, el líder rumano lo consideraba agua pasada. Nada de autogestión administrativa (“La hemos probado y no funciona.”), nada de perestroika, su fundamental herramienta ideológica y económica  (“Nosotros ya lo habíamos hecho hace mucho, con la reestructuración.”). Luego le ha ofrecido un almuerzo en el Comedor de los trabajadores del Combinado 23 de August, donde, muy caliente, toda la comida había sido traída del Hotel Intercontinetal, incluso la cubertería y los camareros... 


Gorbachov y Raisa, Bucarest, mayo de 1987

Es así, que en tan sólo tres meses, los tres de aquel otoño, todos los jefes de estado de Europa del Este habían dejado el poder, sin muchos aspavientos, y habían despejado el paisaje, echando la broza seca bajo los escombros del Muro de Berlín. Menos Ceauşescu, que seguía en sus trece, para la desesperación del Occidente.

Tanto que después de Malta – la veremos a su tiempo – Mitterrand ha tomado el toro por los cuernos, haciendo de lanzadera entre Gorbachov (Kiev, 6 de diciembre de 1989) y George W Bush  (Isla de Saint-Martin, Antillas, 17 del mismo mes.)

Y, volviendo al principio, sin los cambios políticos que se sucedían en la Unión Soviética, la paradoja de hormigón armado hubiera resistido, tal como sostenía Erich Honecker, arrendatario del óbice: El Muro seguirá de pie en cincuenta o cien años más.

 Predicción infirmada  en muy pocos días.


Madrid, 2001-2014

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© Darie Novăceanu, 2014. Reservados todos los derechos.

miércoles, 9 de abril de 2014



La Guerra Fría calienta cabezas


1. Desde Kremlin a Londres




Durante toda la Guerra Fría, cuando se han fabricado armas capaces de destruir el planeta, nadie había construido con dos palabras una herramienta idónea para cambiar el mundo sin atentar a la vida. Una arma... inocua, para decirlo de algún modo. Como la democracia, que es de donde nace. Sin la cual no hubiera podido funcionar, ni soñaba prescindir de ella. Tan sólo querría devolverle la luz primigenia, quitándole el bruñido  ateniense, el cesarismo de por doquier y la presuntuosidad parlamentaria, donde la cantidad aniquila la calidad y hace que el idiota [voto en mano] se sienta al lado del genio y le pregunta ¿cómo te va, hermano?... Palabras de Sócrates rumano.

Nadie, hasta Mijaíl Serguévich Gorbachov, había concebido semejante apero político. Ni era concebible más que por un marxista que había vivido los avatares de la doctrina, confiado en las virtudes de los pueblos y la necesaria moralidad de la política.

            Cuento aparte, el hecho de que la perestroika no haya cuajado, no querrá decir que haya fracasado, sino tan sólo que no ha vencido. Dar en el blanco sin bala y vencer, es muy difícil, para muchos inimaginable. Para triunfar, la perestroika necesitaba tiempo, mucho tiempo; a la medida del mucho espacio que se proponía reformar. Tiempo sin pausa pero sin prisa, para hacer las cosas bien. Para democratizar un estado inmenso dentro de un proceso gradual, siempre en el ámbito de una opción socialista.


Estancado en la vastedad euro-asiática, el tiempo de los zares languidecía bajo el espejismo leninista de una prosperidad aplazada cada quinquenio para el siguiente, en  un futuro lleno de promesas, donde reinaba una única ley que, nunca escrita, se cumplía a rajatabla: ahí todo está prohibido y lo que no está prohibido, es obligatorio.

            Despertar del letargo un imperio con 154 nacionalidades – 57 con territorio propio –, 125 lenguas censadas, más otras etnias perdidas en los lugares más inhóspitos de la tierra, exigía un esfuerzo sobrehumano y, sobre todo, tiempo. Mucho tiempo para tanto estado que, por encima, iba desgastado por una carrera armamentística extenuante.

Y como si no fuera bastante, su dominio político y económico se extendía más allá de los pagos propios, en todo el Este y Sureste europeo. La geografía más castigada del continente, desde las invasiones de los bárbaros hasta la actual barbarie de la globalización. Territorio sojuzgado por Stalin con la benevolencia irresponsable del Occidente que, por mucha comodidad y no poca infamia, ha permitido la expansión del comunismo, con tal de detenerse en los mojones de sus fronteras. Aseguradas luego por el Muro que, al contrario de lo que se ha dicho y se sigue diciendo, no ha sido construido para impedir el paso del capitalismo al mundo socialista, sino más bien para que el fantasma del comunismo no recorra más Europa.

            Nada de protección contra el capitalismo. Simplemente, un dique de contención para posibles crecidas humanas. Que no han sido posibles hasta que la perestroika haya socavado sus cimientos, empezando desde los márgenes – es decir, los países del Este –, las que mantenían su estabilidad. Con ello, la doctrina de Breznev, de soberanía limitada, daba paso a la doctrina Sinatra, como, con humor, explicará Ghenadi Gherasimov, portavoz de Gorbachov, recordando una canción de éste, donde cada uno hace las cosas a su manera (to do things their way).

           

Con la llegada de la perestroika, una intervención militar soviética en los asuntos internos de los países del Este, como la de Budapest (1956) o Praga (1968), era impensable. Y es así como, para pasar al Oeste, los alemanes del Este, los redegistas, han descubierto caminos nuevos, eludiendo las alambradas cargadas con voltios para freír elefantes. Es así como, desde mediados de septiembre de 1989, hasta la caída del Muro, por Hungría, Checoslovaquia y Polonia, habían pasado al “infierno capitalista”, exactamente, 185.693 personas. Lo que, en relación con los 4000 “huidos” en toda la existencia del Muro, no necesita comentario: desde el ridículo 0,39 por ciento se había pasado a 3094,88 por ciento personas por día. Sin arriesgarse la vida, donde las estadísticas son exactas pero equivocadas: a los 79 muertos, junto a la valla, hay que sumar los millones de perecidos en las colonias de trabajo, en todo el bloque socialista, más los millones de desaparecidos en los archipiélagos de cárceles, prisiones y campos de concentración de la Gran Patria Soviética.

           

La verdad última: no se trata de infiernos ni de paraísos, sino de libertad. O sea, de “la condición del hombre no sujeto a esclavitud”. Sin interés para los que la han tenido desde siempre. Añorada por los que han nacido sin ella. Desear tenerla sin saltar alambradas y sin caer en las almadrabas de la policía y demás órganos de vigilancia, ha sido el sufrido sueño de los pueblos avasallados por las dictaduras comunistas del Este. Ganar la libertad y vivirla en tu propia tierra, y no en otra parte, sin el miedo que podrías perderla. Esta ha sido la indiscutible contribución de la perestroika en el desarrollo de los valores fundamentales de la democracia a fines del siglo pasado. También de la libertad, puesto que los dos conceptos van siempre juntos. Ni el uno ni el otro puede actuar por sí solo. Que es desde donde, según contenidos e intereses políticos, empiezan las diferencias que la perestroika trataba de apaciguar, dejando al lado el decálogo del Manifiesto Comunista para buscar caminos nuevos.  

            Y es de justicia reconocer que los redegistas han sido los primeros en superar el miedo a tantos muros que los rodeaban la vida, día y noche. Con más mérito si no nos olvidemos que estaban cuidados por la Stasi, la policía política famosa por su rigor y disciplina, mejor organizada y dotada que las de los demás países del Este. Aparte la plantilla que, en el año 1989, tenía 174.000 oficiales y colaboradores, especialistas en el cultivo intensivo de angustias, desconfianzas, dudas, recelos, torturas y muertes. De insomnios y desesperación. Árboles invisibles, devoradores de almas y cuerpos. 

        Con la perestroika, vencida la selva del miedo, El Muro perdía su vigencia psíquica y quedaba la voluntad de los alemanes para poner la fecha del desplome físico y el regreso a su historia: jueves, 9 de noviembre de 1989, a las 18 y 57 minutos.

             
           Conocida por todo el planeta, la película del evento arranca en la sala de prensa del gobierno, donde el reloj marca la fecha, y sale a la calle donde El Muro  y la diosa de la Victoria, en su cuadriga de bronce, coronando La Puerta de Brandenburgo.

Pero las secuencias inmediatas – martillos y azadones, júbilos y abrazos – no son las que sorprenden mejor la realidad. Faltan las imágenes del Palacio del príncipe Rodzwill, de Varsovia, donde Helmut Kohl se levanta de la cena de gala y se despide de sus anfitriones con un estampido – Es lo que esperábamos durante los últimos 40 años.- para aparecer horas después en la balaustrada del Ayuntamiento de Schoenberg, a dos pasos del Muro. Faltan, pasada la medianoche, las ventanas iluminadas de la dacha donde Gorbachov, después de hablar por teléfono con Kohl, sigue preocupado por las informaciones llegadas por otros conductos y no puede conciliar el sueño.



Falta la soledad apacible de los jardines y la grava blanca del Elíseo, mientras Mitterrand se pasea por los del Palacio de Rosenberg, en Copenhague. Faltan las puertas  de La Residencia de Downing Street donde, contrariada, Margaret Thatcher está bajando las persianas. Falta el césped cortado, tejido con  micrófonos y microcámaras, de La Casa Blanca, donde George.W. Bush  piensa en una partida de pesca.

Y, por fin, pero en lo primero, faltan los tanques soviéticos consignados por Gorbachov en los barracones de Berlín, mientras los carros norteamericanos, listos para el combate, se acercan por la autopista Hof-Nürenberg a las fronteras con la RDA.

            No faltan los aparatosos relojes empotrados en las torres de las catedrales y o en las fachadas de los palacios – Todas [las horas] hieren, la última mata -, ni, en las plazas públicas, los caballos a trote parado y los jinetes de la historia que, esta vez por puro milagro, con millones de soldados listos por luchar, evita el estallido de la guerra.

            Faltan, en cambio, los documentos que prueban el desconcierto de las potencias occidentales frente al repentino derrumbe de la metáfora de piedra. Desprevenidas y tan confusas, que parecen dispuestas a ofrecer andamios nuevos para recuperar el símbolo de sus fértiles debilidades, siempre sin confesar. En apuros, frente al desenlace, las confiesan a medias. Así, desde Copenhague, la voz de Mitterrand: La decisión de la RDA abre vías mejores para Europa, pero más difíciles. Y, desde Londres, la Thathcer insiste en que el derrumbamiento del Muro no debe implicar el del sistema defensivo occidental y rehúsa hablar de una Alemania reunificada. Porque sería demasiado de prisa. Estas cosas hay que hacerlas poco a poco, con mucha precaución. Mientras que, desde la Casa Blanca, Bush celebra el evento con una admirable ambigüedad: Me alegro, pero no soy un hombre demasiado emocional.

           

Diez años más tarde, durante un coloquio conmemorativo, en Berlín, Bush se enorgullecía por haber desoído, aquella noche, la sugerencia de sus colaboradores de presentarse inmediatamente al lado de los escombros del Muro, ofreciendo una explicación más que razonable, pero incompleta: No queríamos complicar más la vida de Gorbachov, puesto que era inmoral ponerle el dedo en el ojo. Motivación estupenda, guardando para sí el motivo fundamental: faltaban menos de tres semanas para la Cumbre que se preparaba, entre él y Gorbachov, en las aguas de Malta, lejos de las miradas del mundo. Los documentos previos estaban elaborados y la presencia física de Bush, en Berlín imponía revisar textos, corregir párrafos y añadir otros para que encajaran con las nuevas circunstancias, sobre todo con el futuro que estas suponían.

            Nada sorprendente por ello, que apenas en el 2010, de los documentos desclasificados por Foriegn Office nos hemos enterado que en sus conversaciones con Gorbachov, en el Kremlin, en septiembre de 1989, cuando la muralla empezaba a resquebrarse, la Thatcher la apuntalaba por todas partes: A Gran Bretaña y a Europa Occidental no les interesan la unificación de Alemania. [...] le puedo asegurar que esta es también la postura del presidente de Estados Unidos. Más claro, agua. Y nada más arriesgado para un político que, sin mandato alguno, se auto delega, hablando en el nombre de todo el Occidente, a sabiendas que no todo pensaba lo mismo. Por ello, cautelosa, antes de  transmitirle esta decisión, la Thathcer había pedido que no fuera transcrita ni registrada. Petición cumplida por los asistentes de Gorbachov, pero luego, como buenos celadores de las palabras, las habían añadido, mencionando: la siguiente parte de las conversaciones se transcribe de memoria.

            No es un pormenor insignificante: en este caso, el Occidente actuaba a espaldas de las dos Alemania, sobre todo la Federal. No quería la unificación, pero tampoco quería que esto se sepa y trataba de impedirla a expensas de Gorbachov, pasándole una responsabilidad que éste ya no estaba dispuesto  asumirla.

Después del efecto perestroika en los países del Este, y, sobre todo, tras sus conversaciones con Kohl (Ludwigshafen, junio de 1989), cuando hemos llegado a conocernos a nivel humano y a confiar el uno en el otro, como se acordará algún día el canciller alemán, Gorbachov sabía que el futuro no habrá de ser el que había sido, ni para el Este ni para el Oeste. Sus oportunas visitas en varias capitales del mundo y, de manera especial, las conversaciones mantenidas, en Kremlin, con altos dignatarios occidentales, le habían brindado una otra visión sobre este otro porvenir. Los principios que, mal que bien, habían gobernado las relaciones internacionales debían integrar conceptos nuevos. La coexistencia pacífica, después de Helsinki (1975), ya no era suficiente para la seguridad del continente, y los primeros pasos hacia la cooperación y colaboración traían más exigencias.

Obviamente, los líderes occidentales tenían también sus visiones propias del futuro. Retratos sobre la tela de otros retratos. Así, en una galería imaginaria, Bush, Thathcer y Mitterrand eran legatarios de predecesores famosos. Al menos dos para cada uno: Woodrow Wilson y Roosevelt; Disraeli y Churchill; Napoleón y De Gaulle. Y a continuación, con más espacio por medio, Helmut Kohl, heredero directo, entre otros, de Bismarck y Adenauer.

         Entre el emocionado y prudente Bush y el taciturno y enigmático Mitterrand, la soltura y la firmeza de la dama de hierro. Voz inalterable en sus discursos. Introvertida, inteligente, no exenta de una oportuna franqueza. Sensible al caminar de la historia, no desandaba a ojos cerrados los setenta años para volver a Versalles, sino para llevar hacia el futuro un pasado imaginado según sus deseos.  Desafiaba casi siempre la voluntad de los demás para imponer la suya, indiferente a los costos que esto supone.

En este sentido, sus conversaciones con Gorbachov la definen a fondo y valen más que las mejores páginas de las mejores novelas históricas del siglo XX, alcanzando a veces una tensión casi shakesperiana. Halagüeña - Usted y yo tenemos caracteres parecidos. Cada uno quiere que diga la última palabra -, cumple con los imperativos de Helsinki, invocando la libre circulación de los hombres y de las ideas, e intenta, pedagógicamente, inculcarle los valores al día de la democracia, obligando al interlocutor a defenderse con sus estudios: – Sepa usted que soy jurista. Que estudié a fondo la democracia, desde la de la Roma antigua hasta la democracia burguesa inglesa, y mi tesina de fin de carrera en la universidad tenía por tema la democracia.

Tan empeñada en defender pasados inexistentes y futuros hipotéticos,  la Tathcer se olvidaba que tenía delante a Gorbachov y un imperio con más historia que el colonial británico. Y no al general Leopoldo Galtieri que, por acercarse a las orillas de las Malvinas (abril del 1982), ha sucumbido frente a una fuerza expedicionaria inusual después de la Segunda Guerra Mundial. A sus órdenes, con el apoyo de los satélites de Estados Unidos, las cimitarras empuñadas por los mercenarios nepaleses y el frío austral, la contienda había hundido a Argentina en la peor crisis económica. Mientras en el archipiélago, los pastores que no sabían ingles, cuidarán, sosegados, sus ovejas.

Conservadas, la mayoría, bajo siete sigilos, estas conversaciones son solamente la punta de un iceberg difícil de apreciar,  que no deja lugar a dudas sobre la prepotencia victoriana de la primera ministra de Gran Bretaña de aquellos años.    Para ella, Europa del Este era un poco más grande que las Malvinas. Y le importaba un rábano sus pueblos-rebaños. Tratamiento que para el futuro del mundo traerá sus ineludibles consecuencias.



Madrid, 2001-2014



Posdata, abril de 2014. Consecuencias que apenas ahora se asoman por las esquinas resquebradas de una historia mal-escrita. Urge reescribirla; reescribirla transparentemente, con sensatez y responsabilidad moral y política e incluso lingüística. Respetando el [buen]sentido y la etimología de las palabras: ¡maidan no significa revolución! Herencia turco-otomana, maidan representa un “terreno abierto, baldío, dentro o al borde de una localidad.” Sitio vacío por donde pasa pero no vive nadie. Ni siquiera los rebaños. Tal como lo recoge mi diccionario rumano. También los vocabularios de los pueblos vecinos, países recorridos por las cimitarras de antaño. 

Esta vez, el apego de los occidentales a  las rarezas orientales les ha traído por el callejón de la amargura. Porque ni las expresiones lingüísticas guardan matices cercanas a los deseos o sueños de los intrusos ajenos. En rumano, a bate maidanul significa perder el tiempo, vagabundear; máximo, merodear. Hasta el británico George Orwell lo sabía: en su gloriosa novela la rebelión se da en una granja. O sea, “finca rústica con vivienda y dependencias para el ganado.” Que él confundía la granja con el Kremlin, es asunto de otro costal. Y éste no estaba colgado de la Torre de Londres.

Nota explicativa. Archivado en mis Carpetas para nunca jamás, este texto viene a continuación de Parábola de las Murallas - véase este Blog, lunes 31 de Marzo de 2014. Seguirán otros más, puesto que hablando se entiende la gente.

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