sábado, 4 de junio de 2016



    

Et in Balcania ego
 
Alejandro el Magno en Oltenia
 
Compensando la escasez de documentos con barruntos y suposiciones, algunos historiadores rumanos sobreestiman las hazañas de nuestros ancestros. Darío no llegaba para conquistar más tierras, sino para castigar a los escitas que amenazaban las provincias norteñas de su dilatado imperio. 

En camino, había doblegado todas las poblaciones, menos a los traco-getas que, como buenos vecinos, se han retirado dejándole el paso libre. A sabiendas que sin la impresionante flota – más de 600 navíos de guerra – los persas no podrán vencer la vastedad de las estepas caucáseas.
Ni Alejandro Magno quería añadir más territorios a los que le dejaba su padre en las costas del mar Negro. Pero en su caso, nuestros historiadores se descalifican a sí mismos, considerando su incursión en las tierras de la futura Dacia casi como un honor, cuando de lo que se trata es de un saqueo cruel y desmesurado, el primero cometido por el más despierto y aplicado alumno de Aristóteles.
De hecho, apenas proclamado rey, Alejandro había salido para estrenarse como tal, y lo había hecho con toda la parafernalia, persiguiendo a los tracios de Tribalia. Siempre desobedientes, más aún después de la muerte de Filipo, se habían sublevado, junto con los ilirios y los celtas, amenazando su dominio en una de las más ricas provincia del reino. Una expedición triunfal, puesto que frente al despliegue de tantas tropas, se han rendido todos, sin resistencia. Menos los tracios tribales, refugiados en los muchos islotes que había en el Danubio.
Ha sido entonces cuando, al llegar a las orillas del “más grande río de todos los ríos”, había renunciado a la persecución, optando por un saqueo, provechoso para las vituallas de sus muchas tropas. Una incursión relámpago. Demostración de fuerza militar y ensayo para batallas en otras tierras. Ha cruzado el río durante la noche, aprovechando hasta las embarcaciones de los lugareños, hechas de troncos de árboles. Luego, en las albas, con los soldados por los trigales, y la caballería por los lindes, sembrando muerte, ha entrado en a la ciudad, donde los traco-getas, sopesando el desastre, le han dejado la presa, salvando lo que se podía salvar, sobre todo sus familias.

No se conoce el lugar de la localidad, pero sabemos de un testigo presencial que se hallaba a una parasanga (unos 6 km.) del Danubio, en las riberas fértiles de un río caudaloso y que era muy rica, bien construida y bien poblada. Una ciudad-municipio importante, puesto que estaban preparados para defenderla 4000 jinetes y más de 10.000 soldados. Cómo se habían movilizado y quién estaba al mando, no lo sabremos jamás.
Según los mapas de la época y más fuentes (Estrabón y Arriano), el río no podría ser otro más que el Aluta (Olt), que baja desde Transilvania y recorre 600 km. hasta desembocar en el Danubio. Y, en este caso, la extinta localidad se situaría entre Corabia y Turnul Mǎgurele, grandes productoras de trigo hasta hoy, como en aquellos tiempos.
  
Incursión cumplida en el lapso de 24 horas, recordada a lo largo de los siglos.
  Insistimos en ello porque es allí donde Alejandro, a sus 21 años, demuestra los dotes de guerrero y político, heredados de su padre. Y la crueldad extrema, inculcada por una madre despiadada. Así, después de saquear los hogares, uno por uno, y enviar el botín a casa, ha dispuesto incendiar y arrasar la ciudad hasta los cimientos, infundiendo pavor en todas las poblaciones danubianas e incluso más lejos.
 


Meses después, al enterarse que los griegos preparaban un ataque contra la guarnición macedonia de Tebas, no vacilará en disponer la demolición de la ciudad de Eteocles y Edipo. Respetuosos con la cuna de tantas leyendas, sus biógrafos cuentan el encuentro con Diógenes, quien le desafía con su cinismo – “¡Apártate, que me quitas el sol!” -, ganándose el elogio de este: “Si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes.”
Oltul întâlneşte Dunărea

Los mismos, para enaltecer la figura del personaje, olvidan que la ciudad de siete puertas ha sido construida por Anfión, piedra por piedra, según tocaba las cuerdas de su lira y mencionan que Tebas ha sido destruida, piedra tras piedra, menos la casa de Píndaro. Que bien podría ser verdad, aunque el autor de las Odas triunfales había muerto cuatro años antes y es improbable que su casa se hubiera convertido en museo.
El segundo motivo de nuestra insistencia tiene que ver con la persona del testigo, partícipe en el saqueo: Tolomeo de Lagos. El lugarteniente de Alejandro, del cual ya hemos hablado, futuro sátrapa de Egipto, y artífice de Alejandría, dibujada por Alejandro con el dedo sobre un mantel de harina. También, como hemos visto, el fundador de la famosa biblioteca, del museo y de la fastuosa residencia imperial.
Desde cuando acudían juntos a la escuela de Aristóteles, en Mieza, Tolomeo era su mejor amigo. Así, mientras Alejandro incendiaba y demolía ciudades de mucha historia y cultura, como Tebas o Persépolis, Tolomeo edificaba la más grande metrópoli del helenismo y se dedicaba a la búsqueda de manuscritos y obras de arte. Así, mientras Alejandro, en sus expediciones hasta el Ganges, se dormía con la Iliada, anotada por El Estagirita, bajo la almohada, Tolomeo compraba libros, los transcribía y vendía las copias para tener dinero y seguir comprando, hasta llegar a más de 400.000 volúmenes.
Idea suya también, será su hijo, Filadelfo, el que levantará en la isla de Faros, frente a la ciudad, el célebre faro, una de las siete maravillas del antiguo mundo. Luz para los barcos extraviados y luces para el helenismo. Que es lo único que ha hecho perdurar el recuerdo de Alejandro, cuyo destino es igual a la eternidad de las mariposas.
No intentamos minimizar su figura, pero sus méritos no son los que se invocan sino los que se admiran sin confesar. Su gloria es mucha, pero a la inversa. Se asienta sobre ruinas. Es grande por lo que ha destruido y no por lo que ha construido. Es él el que introduce el desorden en el vida de muchos pueblos, empezando con los griegos, abriendo las puertas a los romanos, quienes, después de la segunda guerra púnica, se instalan en Grecia, en todas sus colonias (205) y en los Balcanes, convirtiendo Macedonia en provincia romana (148) y luego en los Cárpatos, venciendo a los dacios.
Sin las tropas de su padre y sus mejores generales, Alejandro no hubiera podido construir, en menos de doce años, el más grande y efímero imperio. Contra su propia voluntad, Filipo le dejaba una herencia fabulosa. Un legado sin par, en el cual iba incluido, por anticipado, hasta el imperio que llevará su nombre. Que los sabios intérpretes de la historia, al no tenerlo en las manos, no lo han considerado así, es que no han sabido donde buscarlo. Pero estaba y sigue allí hasta hoy, bellamente escrito, sin nunca leerse como debiera. Filipo no hubiera podido escribirlo mejor, después de haberlo hecho Demóstenes: ¡Qué hombre hemos tenido que combatir en Filipo! Para escalar el poder, perdió un ojo y se rompió las costillas y en otras ocasiones, un brazo y una pierna resultaron lastimados. Cualquier miembro que la necesidad le pidiese, estaba pronto a sacrificarlo para conseguir gloria y honor. (Filípicas)
 
Statuia lui Alexandru - Skopie, Macedonia

Así, afligido, se despedía Demóstenes del rey macedonio, como de uno de la familia, como de hecho lo era, pensando, tal vez, que al dejar el escenario por muerte violenta, las rivalidades saldrán de entre bastidores, en actuaciones impredecibles. Malos presagios incrementados con el fallecimiento (3 de junio de 323) de Alejandro, cuyo desmesurado imperio se desmembraba detrás del cortejo fúnebre que le llevaba desde Babilonia, en féretro de oro tirado por 74 mulas, hasta Alejandría.
Le acompañaban Tolomeo, su lugarteniente en Dacia, quien el había construido el mausoleo, y el soberbio y desafiante regente Predicas; el primer aspirante al sitio del héroe. Nadie, ni Predicas, ni Lisímaco, ni Seleuco Nicátor, conseguirán rehacer el imperio fundado al margen de la vida, contra la lógica de la historia, sobre ruinas.

Bucarest, mayo 2005
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© Darie Novăceanu – Et in Balcania ego.