miércoles, 8 de junio de 2016

Et in Balcania ego


  

El invierno en el país de los getas




Aunque presume, es poco probable que Herodoto haya tocado alguna vez las orillas europeas del Mar Negro. Menciona sí, las colonias de Salmideso, Apolonia y Mesambria, rememorando el paso de la expedición de Darío hacia Escitia. Pero ninguna otra más al norte. Sin embargo, al hablar del Istro (Danubio), que vierte su caudal “por cinco bocas” (los brazos del Delta, que ahora son tres), dice que es “el más grande de las aguas que he visto”, sin ignorar el Nilo. No las había visto, pero consolida lo dicho, apuntando los nombres de muchos ríos que desembocan en el mismo cauce: Tyras (Nistru o Dniéster), que va directo al mar, Piretos-Porata (Prut), Tyarantos (Siret), Araros (¿Buzǎu?), Araris (Cǎlmǎţui), Naparis (Yalomiţa), Ordessos (Argeş), Atlas (Aluta, hoy Olt), Rabón (Jiu), Tibisis (Tibiscum, hoy Timiş), Maris (Mureş), Tysa (Tisa) etc. Así tenemos una toponimia que cubre toda la geografía rumana, desde Dobrudja hasta Maramureş. Y también el primer mapa hidrológico del país. Ríos que, siglos después, Ptolomeo, como gran astrónomo, los situará bien y en orden, puesto que en algunos casos Heródoto estaba equivocado: Araros, Naparis y Ordessos, no fluyen hacia el Danubio por entre Piretos y Tyarantos.
Se equivocaba mucho más respecto a los Atlas y Tibisis, cuyas fuentes las coloca en Haemus, en la orilla opuesta, mientras que a los Drave y Sava, les pone nombres de montes: Alpis (de los Alpes, que es correcto si no se trata de Drina) y Carpis (de los Cárpatos que es inexacto, pero explicable puesto que Sava, como hemos visto, ha sido el mejor camino recorrido por los italiotas y veneto-ilirios para llegar a Transilvania.)
No sabemos cómo se hacía Heródoto con la verdad, pero está claro que no se quedaba con la primera, confrontándola con todas las fuentes a su alcance. Exactamente lo que se les exige siempre a los que la buscan pero casi nunca lo hacen.
En cuanto a los mapas de los ríos, aparte los pocos documentos que hubiera podido consultar, cabe suponer que se apoyaba en las informaciones de los griegos-escitas de Olbia, que no son siempre de fiar. Sobre todo cuando hablan del valle del Danubio, que conocían muy poco, e incluso en el caso de las tierras bajas del Ponto, menos visitadas por ellos en aquel tiempo, puesto que sus caminos, según veremos, iban hacía las tierras del este y, sobre todo hacia el noreste.
Los historiadores rumanos se sienten frustrados por no tener referencias directas de Heródoto sobre Dobrudja. También sobre el Delta, este milagro de la naturaleza surgido después del cataclismo geológico sucedido en el mar Negro. Una otra Venecia. Rústica, fascinante y fabulosa en sus riquezas mal aprovechadas hasta nuestros días.
Cuando la invasión de Átila, en el año 452 d.C., los venetos se han refugiado en los pantanos del Adriático, el Delta no conocía asentamientos humanos. A no ser la presencia de los visigodos, cuando Atanarico, por los años 396, se reunía con Valente durante la noche, en la mitad de las aguas, cerca de Noviodunum (la Isaccea de hoy), prometiendo que dejará de invadir las provincias romanas de los Balcanes.
Frente a la Venecia única, al Delta del Danubio le faltan unos doce siglos de desarrollo, que no podrá recuperar jamás. Pero con una diferencia fundamental: mientras el mar Adriático seguirá inundándola, con el peligro de sumergirla, el Delta avanza cada año algunos metros hacia el mar.
Que Heródoto no había visto el Delta, es porque no tenía nada para ver. Pero que no había visto ni tan siquiera la ciudad de Histria, esto sí que podría ser un reproche. Fundada por los años 657, unos diez años antes que Olbia, por los mismos milesios, Histria era una verdadera metrópoli, famosa e influyente en todas las demás colonias pónticas. Con un nivel económico y de civilización muy por encima de estas, debido a un gran desarrollo comercial y cultural bien organizado.
Vasile Pârvan, quien, después del año 1914, ha hecho repetidas excavaciones en Histria, es el primero en observar no las pocas inexactitudes – que no errores -  de Heródoto, sino la ausencia de referencias propias y los pocos datos que ofrece sobre el mundo gético: Desde luego que Heródoto, si no se hubiese ahorrado el cansancio de viajar hasta allí, hubiera recabado en Histria muchas más informaciones y más exactas de los pescadores y navegantes que habían llegado muy lejos por el Danubio arriba.
El sabio rumano echa en falta los datos de índole cultural y artístico que le hubieran aportado los negociantes y los artesanos griegos, quienes desde Danubio, por los valles de los ríos mencionados, habían llegado hasta el corazón de Transilvania.
Así hubiera podido confrontarlos con lo que descubría el mismo, sin tener siempre la certeza sobre el origen de algunas piezas, muchas traídas por los cimerios y escitas por otros caminos. De allí su insatisfacción. Y, tal vez, de la muy poca consideración del padre de la historia hacía los pueblos del Ponto, cuando, desde Oblia, sentencia: En efecto, por su nivel intelectual no podemos citar a ningún pueblo de los aledaños del Ponto, ni tenemos conocimiento de que haya existido algún hombre de talento, con la salvedad del pueblo escita y de Anacarsis.


Por cierto, Anacarsis era un escita helenizado que había sido incluido por los griegos entre los Siete Sabios, ya que se le atribuían muchas invenciones, y había estado en Atenas, por los años 590, como huésped de Solón.
De hecho, la mala fama y la desfavorable imagen de los pueblos pónticos nos llegan de Ovidio, cuyas Tristias escritas durante el exilio en Tomis han conocido una circulación infinitamente mayor. Basta leer la décima ElegíaEl invierno en el país de los getas – para estremecerse delante del cuadro con bárbaros - carámbanos en los cabellos y el cuchillo en la cintura -, cruzando el Danubio helado para saquear y matar.
Madrid, 2005
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© Darie Novăceanu – Et in Balcania ego -2016

Et in Blacania ego


    
Olvidos escitas y recuerdos griegos

Tierra de Hamangia, la antigua Arganum, en las orillas occidentales del Mar Negro, otrora Pontus Euxinios. Que no es un simple topónimo, sino una de las pocas metáforas bilingües. Porque pons viene del latín y significa puente; luego pontus es el mar, “puente de agua”. Y euxinios no es antónimo del griego axeinos (inhóspito) puesto que viene del escita axshène, y no significa acogedor, tampoco negro, sino azul; azul marino o, más exactamente, azul religioso. Que es el color del cielo y de los dioses.
Porque también los escitas tenían dioses y palabras para nombrarlos. Y sus dioses, cuando no son espíritus de las montañas, nacen del mar, como los dioses griegos. A veces del mismo mar. Lo que prueba que vivían al lado, en orillas diferentes. 
Hecho ignorado por los antropólogos que recorren los territorios físicos o de la mitología sin la ayuda de la lingüística y de la topografía, sin observar que la diferencia entre Elbrús caucáseo (5642 m.) y Elburz iraní (5670 m.) consta en un rotacismo explicable y unos veintiocho metros más del segundo hacia el Cielo.
Pormenor que no nos aleja del tema, sino nos abre un camino nuevo, con sus dos sentidos como deben ser todos los caminos: mientras los cimerios, los escitas y los sármatas, bajaban de las estepas de Crimea o de más lejos hacia el Mar Negro, los griegos subían hacia el Mar de Azov y el Cáspio.
Los primeros venían desde Elburz y Nínive, desde el Tigres y Mosul - por donde se pasean hoy las orugas de los tanques norteamericanos…-, mientras los otros llegaban desde el Mediterráneo, desde Mileto y desde Hisarlik. Hisarlik, no como lugar geográfico donde se halla Troya, sino como unidad conceptual que mide distancias imaginarias entre sitios concretos o ficticios. Encrucijadas entre leyendas e historia.
Sin estos encuentros, no tendríamos explicación razonable ninguna para hechos y acontecimientos reconocidos por la historia, pero no convalidados por la antropología y la etnología que siguen tratando por separado las orillas de muchos mares, a veces de uno y el mismo, como si pertenecieran a otro planeta.
 Han sido las estirpes de las estepas que, en su bajada, se han encontrado con las poblaciones autóctonas, y con los griegos, llegados un poco antes; y así, juntos, han sembrado la vida en las orillas occidentales del Mar Negro, tomando después camino, Danubio arriba. Demorándose unos cuantos siglos en sus llanuras y en las vertientes de los Cárpatos, para desvanecerse como nubes fértiles, definitivamente.
  Los griegos, siempre remando. Así, mientras que los megarenses iban por el Mediterráneo, fundando colonias en el sur de Italia y Sicilia, los milesios subían hacia el mar Negro y Azov, haciendo lo mismo: Apollonia, Dionysópolis, Tirzis, Callatis – obra de los dorios -, Sardes, Tomis, Histria, Halmiryas, Harpis, Tyras y luego, en el Azov, Olbia, Tanais, Giorgippia, Queroseno, Niconia, Heraclea, Cremnos y Panticapea, la más importante, como capital del reino del Bósforo. Todo un rosario de ciudades – más de 90 dice Plinio el Viejo -, algunas desaparecidas, por carecer de importancia económica y comercial, o sumergidas bajo las olas del mar. Pero que dicen mucho sobre la capacidad de expansión de los griegos, incluso en condiciones adversas del clima y, más de las veces, a pesar de las hostilidades de los escitas.

            Con ocho meses de invierno, cuando la tierra y el aire se estaban llenando de “plumas” que impedían la vista, podemos imaginarnos las muchas nevadas con copos cual plumas de grandes, que nos cuenta Heródoto, y el frío que tenían que sufrir los escitas y sus animales. Nómadas, moviéndose por las estepas como las olas dentro del mismo mar. Gentes que no habían construido ciudades, ni recintos amurallados, sino que tenían sus viviendas en carros – con su casa a cuesta, dice el texto – y no vivían de la labranza, sino del ganado. Y evitaban a toda costa adoptar costumbres extranjeras, sean del pueblo que sean, pero principalmente griegas…
Existe, evidentemente, una cierta exageración en lo que cuenta Heródoto. Ni el invierno era tan largo, ni el clima era tan cruel. Ni los escitas vivían tan aislados. Si es que desde Targitao, su primer rey, hasta el año 514, cuando la campaña de Darío, habían transcurrido mil años – no más, sino esa cifra exacta-, tenemos que reconocer, por un lado, su gran resistencia física (y psíquica) y, por otro lado, no podemos ignorar la normal y continua entrada de otras estirpe en las estepas caucáseas. Basta escrutar la inmensidad del espacio, dejar que la mirada se pierda en la infinidad de los ríos que vierten sus aguas en los caudalosos Kuban, Volga, Don, Dniéper y Dniéster, para tener así, con obligada aproximación, la imagen de la segunda más importante plataforma del planeta – después de la del Tíbet -, donde se ha fraguado la vida humana y habían empezado las migraciones indoeuropeas.
Una de las geografías más fértiles en cunas y tumbas, donde la naturaleza en sí ha sido la forja, condicionando la existencia, según recursos y clima, siempre en el mismo orden: primero, la flora; luego la fauna y detrás, el hombre.
            Es verdad que los escitas han tardado en aceptar entre ellos a los griegos, sin renunciar a su vida nómada. Siendo los que les imponían donde asentar sus colonias y centros de comercio. Dentro de unas reglas estrictas, donde los pónticos eran transportistas, artesanos, orfebres y gobernadores civiles, mientras los gobernantes, los agricultores y los soldados eran ellos mismos, los tracios y más tarde, los sármatas.
Como enviado de Pericles, Heródoto había hecho una estancia bien larga, en el año 450, en Olbia. Fundada dos siglos antes por los milesios, en el estuario del Dniéper, la ciudad había llegado a 40 mil habitantes y se hallaba en pleno desarrollo y esplendor, en rivalidad directa con Panticapea (Kerch). 
Procesando con mucha erudición las informaciones que le daban los olbienses, incluso sobre lugares muy lejanos, Heródoto le ha proporcionado a Pericles tantos datos y pormenores, que en su expedición hasta el Azov (445), no se ha detenido más que en los sitios de interés especial, negociando con los lugareños para enviar a Atenas mucho más trigo, miel, pescado, vino, pieles, lana, etc. Y el cáñamo, que los griegos no lo conocían hasta entonces. Aparte el hiero, el oro, la plata y las piedras preciosas.
Un ritmo de abastecimiento sostenido y riguroso, asegurado por los griegos que vivían hace tiempo, en sus ciudades, en buena relación con los pueblos bárbaros.   
Nada tiene que extrañarnos en esta convivencia, más que la asombrosa memoria mítica de aquellos pueblos que, al ponerse en el camino, se llevaban a los dioses con ellos para venerarlos en otras tierras. Y la costumbre de los griegos, quienes trataban de introducir en estas tierras su propia mitología. Así, Heródoto apunta los nombres de los dioses escitas y pone al lado a sus homólogos mediterráneos – Tabiti (Hestia), Papeo (Zeus), Api (Gea), Getósiro (Apollo), Argímpasa (Urania), etc. Luego, en otro lugar, recuerda: un día, buscando Hércules unas yeguas perdidas en los bosques de Hilea, al entrar en una cueva, se ha encontrado con una criatura de pesadilla – mitad mujer, mitad serpiente – que le obligará a un trato difícil de eludir: le devolverá las yeguas, pero no antes de que se uniera a ella. A este precio, pues, se unió Hércules a ese ser.

De los tres hijos que alumbrará Mixopárzenos – como llamaban a esta criatura - solamente el benjamín, Escita, será capaz de tensar el arco que le había dejado Hércules.Los otros dos, Agatirso y Gelono, serán expulsados por su madre, teniendo que abandonar la región. Mientras Escita será el rey, gobernando bajo este nombre sobre las tres principales tribus de las estepas caucáseas, llamadas genéricamente escólotas. Que es cuando, apunta Heródoto, los griegos les han impuesto el nombre de escitas.
Lo que si no es exagerado, es bastante improbable, puesto que en los documentos asirios a los escitas ya se les denominaban Ashkuzai
            Cuento breve para mucha tela, narrando el origen de los escitas en una versión helenizada. Espléndida contaminación mitológica, donde Hércules reitera en otro espacio proezas de otros tiempos y, dentro de estas, corrige la leyenda, resarciendo al héroe con una descendencia que Deyanira no le había dado. Todo bien medido y astutamente bien colocado. El encuentro con Mixopárzenos recuerda muy de cerca a Hércules-niño, hijo de Zeus y Alcmena, que estrangulará a las dos serpientes metidas en su cama por Hera para vengar así el adulterio de su esposo y la infidelidad de la esposa de Anfitrión, el rey de Argólida. Luego, las yeguas son las que Diomede, rey de los tracios, las alimentaba con carne humana. A la vez, la mujer-serpiente es memoria de Hipólita (y su cinturón), reina de las amazonas que, por este camino de la imaginación vuelven a la real Cólquida para encontrarse con los argonautas…
De las dos estatuas de Mixopárzenos, que flanqueaban la entrada en Panticapea, ha quedado una sola, hoy en el museo de Kerch, pero son muy pocos los estudiosos que han leído a Homero y al mismo tiempo a Heródoto, para hacer de dos verdades una sola. 
Leyendas tejidas con olvidos escitas y recuerdos griegos. Una otra lectura de Homero, cuya obra, con los diez siglos de historia griega que lleva en sus páginas, cubre más geografía de la que podríamos imaginar. Reverberación cósmica de la herencia prehelénica cretense que, después de los diez años de asedio de Troya, con todos sus dioses, héroes y reyes, abre sus horizontes hacia los cuatro vientos. Tanto es así, que, estudiando la vida de los indígenas del vasto espacio cárpato-danubiano, la arqueología y la etnología han observado con sorpresa fenómenos sociales y políticos muy parecidos a los del “medioevo” aqueo-minoico. A raíz de de las experiencias que he vivido sobre el terreno, en el medio arqueológico de la respectiva época – confiesa Vasile Pârvan - tengo el convencimiento de que Iliada y Odisea podrían servir en el futuro para ilustrar algunos capítulos importantes de la protohistoria de los aborígenes de los Cárpatos.
Madrid, 2005
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© Darie Novăceanu – Et in Balcania ego - 2016