miércoles, 8 de junio de 2016

Et in Blacania ego


    
Olvidos escitas y recuerdos griegos

Tierra de Hamangia, la antigua Arganum, en las orillas occidentales del Mar Negro, otrora Pontus Euxinios. Que no es un simple topónimo, sino una de las pocas metáforas bilingües. Porque pons viene del latín y significa puente; luego pontus es el mar, “puente de agua”. Y euxinios no es antónimo del griego axeinos (inhóspito) puesto que viene del escita axshène, y no significa acogedor, tampoco negro, sino azul; azul marino o, más exactamente, azul religioso. Que es el color del cielo y de los dioses.
Porque también los escitas tenían dioses y palabras para nombrarlos. Y sus dioses, cuando no son espíritus de las montañas, nacen del mar, como los dioses griegos. A veces del mismo mar. Lo que prueba que vivían al lado, en orillas diferentes. 
Hecho ignorado por los antropólogos que recorren los territorios físicos o de la mitología sin la ayuda de la lingüística y de la topografía, sin observar que la diferencia entre Elbrús caucáseo (5642 m.) y Elburz iraní (5670 m.) consta en un rotacismo explicable y unos veintiocho metros más del segundo hacia el Cielo.
Pormenor que no nos aleja del tema, sino nos abre un camino nuevo, con sus dos sentidos como deben ser todos los caminos: mientras los cimerios, los escitas y los sármatas, bajaban de las estepas de Crimea o de más lejos hacia el Mar Negro, los griegos subían hacia el Mar de Azov y el Cáspio.
Los primeros venían desde Elburz y Nínive, desde el Tigres y Mosul - por donde se pasean hoy las orugas de los tanques norteamericanos…-, mientras los otros llegaban desde el Mediterráneo, desde Mileto y desde Hisarlik. Hisarlik, no como lugar geográfico donde se halla Troya, sino como unidad conceptual que mide distancias imaginarias entre sitios concretos o ficticios. Encrucijadas entre leyendas e historia.
Sin estos encuentros, no tendríamos explicación razonable ninguna para hechos y acontecimientos reconocidos por la historia, pero no convalidados por la antropología y la etnología que siguen tratando por separado las orillas de muchos mares, a veces de uno y el mismo, como si pertenecieran a otro planeta.
 Han sido las estirpes de las estepas que, en su bajada, se han encontrado con las poblaciones autóctonas, y con los griegos, llegados un poco antes; y así, juntos, han sembrado la vida en las orillas occidentales del Mar Negro, tomando después camino, Danubio arriba. Demorándose unos cuantos siglos en sus llanuras y en las vertientes de los Cárpatos, para desvanecerse como nubes fértiles, definitivamente.
  Los griegos, siempre remando. Así, mientras que los megarenses iban por el Mediterráneo, fundando colonias en el sur de Italia y Sicilia, los milesios subían hacia el mar Negro y Azov, haciendo lo mismo: Apollonia, Dionysópolis, Tirzis, Callatis – obra de los dorios -, Sardes, Tomis, Histria, Halmiryas, Harpis, Tyras y luego, en el Azov, Olbia, Tanais, Giorgippia, Queroseno, Niconia, Heraclea, Cremnos y Panticapea, la más importante, como capital del reino del Bósforo. Todo un rosario de ciudades – más de 90 dice Plinio el Viejo -, algunas desaparecidas, por carecer de importancia económica y comercial, o sumergidas bajo las olas del mar. Pero que dicen mucho sobre la capacidad de expansión de los griegos, incluso en condiciones adversas del clima y, más de las veces, a pesar de las hostilidades de los escitas.

            Con ocho meses de invierno, cuando la tierra y el aire se estaban llenando de “plumas” que impedían la vista, podemos imaginarnos las muchas nevadas con copos cual plumas de grandes, que nos cuenta Heródoto, y el frío que tenían que sufrir los escitas y sus animales. Nómadas, moviéndose por las estepas como las olas dentro del mismo mar. Gentes que no habían construido ciudades, ni recintos amurallados, sino que tenían sus viviendas en carros – con su casa a cuesta, dice el texto – y no vivían de la labranza, sino del ganado. Y evitaban a toda costa adoptar costumbres extranjeras, sean del pueblo que sean, pero principalmente griegas…
Existe, evidentemente, una cierta exageración en lo que cuenta Heródoto. Ni el invierno era tan largo, ni el clima era tan cruel. Ni los escitas vivían tan aislados. Si es que desde Targitao, su primer rey, hasta el año 514, cuando la campaña de Darío, habían transcurrido mil años – no más, sino esa cifra exacta-, tenemos que reconocer, por un lado, su gran resistencia física (y psíquica) y, por otro lado, no podemos ignorar la normal y continua entrada de otras estirpe en las estepas caucáseas. Basta escrutar la inmensidad del espacio, dejar que la mirada se pierda en la infinidad de los ríos que vierten sus aguas en los caudalosos Kuban, Volga, Don, Dniéper y Dniéster, para tener así, con obligada aproximación, la imagen de la segunda más importante plataforma del planeta – después de la del Tíbet -, donde se ha fraguado la vida humana y habían empezado las migraciones indoeuropeas.
Una de las geografías más fértiles en cunas y tumbas, donde la naturaleza en sí ha sido la forja, condicionando la existencia, según recursos y clima, siempre en el mismo orden: primero, la flora; luego la fauna y detrás, el hombre.
            Es verdad que los escitas han tardado en aceptar entre ellos a los griegos, sin renunciar a su vida nómada. Siendo los que les imponían donde asentar sus colonias y centros de comercio. Dentro de unas reglas estrictas, donde los pónticos eran transportistas, artesanos, orfebres y gobernadores civiles, mientras los gobernantes, los agricultores y los soldados eran ellos mismos, los tracios y más tarde, los sármatas.
Como enviado de Pericles, Heródoto había hecho una estancia bien larga, en el año 450, en Olbia. Fundada dos siglos antes por los milesios, en el estuario del Dniéper, la ciudad había llegado a 40 mil habitantes y se hallaba en pleno desarrollo y esplendor, en rivalidad directa con Panticapea (Kerch). 
Procesando con mucha erudición las informaciones que le daban los olbienses, incluso sobre lugares muy lejanos, Heródoto le ha proporcionado a Pericles tantos datos y pormenores, que en su expedición hasta el Azov (445), no se ha detenido más que en los sitios de interés especial, negociando con los lugareños para enviar a Atenas mucho más trigo, miel, pescado, vino, pieles, lana, etc. Y el cáñamo, que los griegos no lo conocían hasta entonces. Aparte el hiero, el oro, la plata y las piedras preciosas.
Un ritmo de abastecimiento sostenido y riguroso, asegurado por los griegos que vivían hace tiempo, en sus ciudades, en buena relación con los pueblos bárbaros.   
Nada tiene que extrañarnos en esta convivencia, más que la asombrosa memoria mítica de aquellos pueblos que, al ponerse en el camino, se llevaban a los dioses con ellos para venerarlos en otras tierras. Y la costumbre de los griegos, quienes trataban de introducir en estas tierras su propia mitología. Así, Heródoto apunta los nombres de los dioses escitas y pone al lado a sus homólogos mediterráneos – Tabiti (Hestia), Papeo (Zeus), Api (Gea), Getósiro (Apollo), Argímpasa (Urania), etc. Luego, en otro lugar, recuerda: un día, buscando Hércules unas yeguas perdidas en los bosques de Hilea, al entrar en una cueva, se ha encontrado con una criatura de pesadilla – mitad mujer, mitad serpiente – que le obligará a un trato difícil de eludir: le devolverá las yeguas, pero no antes de que se uniera a ella. A este precio, pues, se unió Hércules a ese ser.

De los tres hijos que alumbrará Mixopárzenos – como llamaban a esta criatura - solamente el benjamín, Escita, será capaz de tensar el arco que le había dejado Hércules.Los otros dos, Agatirso y Gelono, serán expulsados por su madre, teniendo que abandonar la región. Mientras Escita será el rey, gobernando bajo este nombre sobre las tres principales tribus de las estepas caucáseas, llamadas genéricamente escólotas. Que es cuando, apunta Heródoto, los griegos les han impuesto el nombre de escitas.
Lo que si no es exagerado, es bastante improbable, puesto que en los documentos asirios a los escitas ya se les denominaban Ashkuzai
            Cuento breve para mucha tela, narrando el origen de los escitas en una versión helenizada. Espléndida contaminación mitológica, donde Hércules reitera en otro espacio proezas de otros tiempos y, dentro de estas, corrige la leyenda, resarciendo al héroe con una descendencia que Deyanira no le había dado. Todo bien medido y astutamente bien colocado. El encuentro con Mixopárzenos recuerda muy de cerca a Hércules-niño, hijo de Zeus y Alcmena, que estrangulará a las dos serpientes metidas en su cama por Hera para vengar así el adulterio de su esposo y la infidelidad de la esposa de Anfitrión, el rey de Argólida. Luego, las yeguas son las que Diomede, rey de los tracios, las alimentaba con carne humana. A la vez, la mujer-serpiente es memoria de Hipólita (y su cinturón), reina de las amazonas que, por este camino de la imaginación vuelven a la real Cólquida para encontrarse con los argonautas…
De las dos estatuas de Mixopárzenos, que flanqueaban la entrada en Panticapea, ha quedado una sola, hoy en el museo de Kerch, pero son muy pocos los estudiosos que han leído a Homero y al mismo tiempo a Heródoto, para hacer de dos verdades una sola. 
Leyendas tejidas con olvidos escitas y recuerdos griegos. Una otra lectura de Homero, cuya obra, con los diez siglos de historia griega que lleva en sus páginas, cubre más geografía de la que podríamos imaginar. Reverberación cósmica de la herencia prehelénica cretense que, después de los diez años de asedio de Troya, con todos sus dioses, héroes y reyes, abre sus horizontes hacia los cuatro vientos. Tanto es así, que, estudiando la vida de los indígenas del vasto espacio cárpato-danubiano, la arqueología y la etnología han observado con sorpresa fenómenos sociales y políticos muy parecidos a los del “medioevo” aqueo-minoico. A raíz de de las experiencias que he vivido sobre el terreno, en el medio arqueológico de la respectiva época – confiesa Vasile Pârvan - tengo el convencimiento de que Iliada y Odisea podrían servir en el futuro para ilustrar algunos capítulos importantes de la protohistoria de los aborígenes de los Cárpatos.
Madrid, 2005
………………………………………
© Darie Novăceanu – Et in Balcania ego - 2016