viernes, 18 de abril de 2014




GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ ESTÁ MIRANDO LLOVER EN MACONDO





No sé si en este instante está lloviendo en Macondo. Pero si no está lloviendo, significa que hace sol, y el aire húmedo y abrasador cuelga cual velas por encima de las ramas de los árboles viejos enfrente de la catedral. Y es lunes. Porque en Macondo siempre es lunes. Desde su fundación, cuando no tenía más que veinte casas de adobe y caña, y el mundo era tan joven que muchas cosas aún no tenían nombre y había que señalarlas con el dedo, en Macondo siem­pre ha sido lunes, ha llovido o si no, ha hecho sol, y el aire ha colgado cual velas por encima de las ramas de los árboles viejos, primero acacias, luego almendros eternos, húmedo y abrasador, tan húmedo que los peces hubieran podido flotar en él, tal como flotan en alta mar.
Es que otra posibilidad no hay. En Macondo nada importante ha ocurrido ni ocurrirá que no fuera por la voluntad de Gabriel García Márquez, fundador legítimo de ese pueblo, cuyo nombre, según algunos, proviene de un árbol que no sirve para nada o, según otros, de una planta dotada de la milagrosa virtud de cerrar y curar muy pronto toda herida, visible o no.
Si es que ha habido veces cuando en Macondo el tiempo haya sido distinto, que haya soplado el viento, como cuando la bella Remedios ha subido a los cielos, bajo las verdes miradas confusas de Fernan­da, sin haber sido lunes, sino jueves, como cuando ha nacido Amaranta o ha muerto, también un jueves, Ursula Iguarán, todo esto se ha de­bido a la misma voluntad del propio Gabriel García Márquez, quien necesitaba tal cambio a medida de los eventos también por él mismo ideados.
Claro, no cualesquieras eventos. Porque, al fundar Macondo, precisamente allá donde estaba hace mucho tiempo, cerca de Aracataca, junto al río de su infancia, Gabriel García Márquez cuidó de que los nuevos habitantes del pueblo fuesen portadores de hábitos y dones particulares, de los que no se encuentran por todas partes, en otros sitios, pero que sí son posibles cuando quiera y donde­quiera.
Así me explico el que los macondianos hayan llegado a ser conocidos tan pronto y hayan logrado, igualmente pronto, su univer­sal reconocimiento. Sólo así entiendo por qué, tan pronto como los hemos conocido, todos nos sentimos, de cierto modo, macondianos. Y, finalmente, también de la misma forma puedo comprender a quienes, siempre que hayan tenido la impresión de que Gabriel García Márquez intentaba partir de Macondo, se lo han reprochado sin vacilar, en cuanto menos palabras posibles. Sin notar que, una vez llegado a Macondo, éste nunca lo ha abandonado. Sin notar que, al fundarlo tal como lo había deseado, él ha sido el primero en darse cuenta de que ya no podría partir de acá más que aparentemente y que, para ello, la única posibilidad que le quedaba era siempre ensanchar el perímetro fundamental del pueblo, describiendo cada vez mayores círculos concéntricos en derredor suyo.

La casa natal de Aracataca
No sé si en este instante está lloviendo en Macondo. Pero sí me doy cuenta de que estos círculos concéntricos son los únicos que deberían interesarnos, puesto que se relacionan con la creación futura del escritor. Y para comprenderlos, pienso que debemos saber cómo ha llegado a hacerlo, por qué ha sentido la necesidad de hacerlo,   y cómo son, en definitiva, los macondianos.
Las respuestas parecen sencillas - muchos sostienen que sobre Gabriel García Márquez ya se ha dicho todo, y yo pienso que incluso se ha añadido algo más - y para ahorrar espacio, las vamos a consi­derar en orden inverso a su mención.
Seres nacidos bajo el signo de la soledad, los macondianos son antes que nada gentes capaces de ir hasta las últimas consecuen­cias para ver cumplido o no un sueño o un pensamiento, rechazando todo consejo que no encaje en su poder de comprensión. Cautos y curiosos en extremo, han descubierto por ellos mismos, tras las no­ches de insomnio de José Arcadio Buendía, que la tierra es redonda cual una naranja y se han inventado toda clase de aparatos contra el dolor, inclusive una máquina capaz de coser cualquier cosa, hasta flores, sólo con aplicarla con ayuda de unas ventosas a las partes doloridas del cuerpo humano.
Por ser dotados de una sutileza especial, pudiendo ver las imágenes soñadas por otros y pensar en sus amores hasta muertos, tal como Arcadio en Amaranta, para los macondianos lo sobrenatural es la cosa más real posible. Apenas caída la noche, por sus casas los muertos andan a sus anchas, calentándose a la lumbre de la cocina, desembarazadamente y sin importunar a los vivos. A los vivos que, algunas veces, no se les ve. Isabel, una de las primeras macondianas, tiene un amante a quien no ve, pero que le enturbia el agua en la palangana, le empaña el espejo, le echa terrones a la comida e incluso le pega hasta dejarla verde.

La misma casa de Aracataca, hoy museo
 
Un poco nostálgicos, los macondianos logran salvarse de las insidiosas trampas de la tristeza, errando interminablemente por los laberintos de las desilusiones o tardando impasibles en los pasos de niebla y tiempos reservados al olvido. Y, por encima de todo, ellos son capaces de desafiar la biología, viviendo siglos enteros, dejando de contar los años. Por fin, si los conocemos más de cer­ca, descubrimos que al principio los macondianos no supieron qué era la violencia y que ni siquiera ahora la llevan en sí mismos, de modo que sus gestos y hechos, cuando han sido duros, eran provocados desde fuera.
Por supuesto, los macondianos no son sólo esto, pero los da­tos anteriores bastan para que todos los quieran y, como personajes, para que sean codiciados por todo escritor. En los trópicos y no sólo ahí, sino por doquiera en el mundo, tales seres humanos llenos de candor e inocencia, deseosos de conocer y comprender, son infre­cuentes. Así las cosas, era natural que Gabriel García Márquez, él mismo macondiano, los tomara cariño e hiciera de ellos sus permanentes interlocutores literarios. Incluso si el llegar a ellos haya sido obra más complicada, el mecanismo no ha podido ser otro.                
La duración en llegar sólo se puede calcular aproximadamente y se relaciona con toda la biografía del autor. Su infancia en Aracataca, al lado del abuelo materno, don Nicolás Márquez, quien lo abandonó a los ocho años de edad ("Desde aquel entonces -dice el escritor- en mi vida nada interesante ha sucedido"), los años pasados como alumno en Sucre y Zapaquira y como estudiante en Bogotá, los años vividos en Cartagena y Barranquilla parecen piedras kilométricas en un camino largo que, antes de llegar a Macondo, ha pasado por dos continentes.
A lo largo de este camino se encuentran sus mejores amigos, Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda Samudio, Plinio Apuleyo Mendoza, Germán Vargas, Álvaro Mutis, y el trabajo que cumplió ejemplarmente como reportero en muchas redacciones de dia­rios y revistas.

No sé si en este instante está lloviendo en Macondo. Pero siempre ha llovido en Macondo, incluso cuando sólo existía como punto vago y movedizo en una geografía igualmente vaga. Esto pasó por 1947, cuando Gabriel García Márquez había cumplido 19 años y escribió, bastante furioso, su primer cuento -"La tercera resigna­ción"-,  donde  el personaje, muerto por la tercera vez, siente que la madera verde del ataúd quiere ser árbol y comprende que no está muerto del todo, ya que por la ventana abierta oye el murmullo del agua en el jardín.
Los cuentos posteriores (en total diez, editados en libro ape­nas en 1974 -, bajo el título "Los ojos del perro azul") son una clase de prehistoria - la expresión no me pertenece - del mundo macondiano. En Barranquilla, con la fama literaria que le habían proporcionado, Gabriel García Márquez se encerró en una pensión de los más desampara­dos y escribió su primera novela, "La hojarasca". Era por 1950 y el título inicial de la novela fue "La casa", tal vez bajo la influencia de Álvaro Cepeda Samudio, quien había escrito una novela con título parecido: "La casa grande".
Durante la redacción de la misma, en con­tra de la voluntad del autor, Isabel se desprendió del contexto para ver por ella misma caer la lluvia sobre Macondo.
Tal vez esto haya sido el momento único en que el escritor ha intuido que Macondo comenzaba ser su tierra, su mundo y su des­tino; el universo en el cual estaba llamado a construirlo todo, in­clusive el tiempo. Y ha continuado escribiendo la novela, haciendo de Macondo "la tierra prometida, la paz y el carnero de vellocino de oro" de sus padres.
Por esto, igual que en su primer cuento, la tra­ma de la novela comienza con un velorio. Al lado del féretro, se encuentra también un niño (era el autor mismo, el detalle siendo autobiográfico.) Junto a él, los personajes, los primeros personajes macondianos: el padre Cachorro, Meme, Aureliano Buendía, Rebeca, Tobías, Abraham etc., muchos de los cuales han llegado a ser -¡y no fortuitamente!- personajes permanentes de su obra.

La Catedral de Aracataca

La exclusión de Isabel del contexto se ha convertido en cuento aparte - "Isabel está mirando llover en Macondo" - y se ha publicado en 1955, en la revista "Mito", después de lo cual el autor se he negado a que sea reproducido.
Aquel año, después de haber sido reportero en "El Espectador", Gabriel García Márquez llegaba a Euro­pa. Su reportaje - "Cuento de un náufrago que navegó diez días sobre las aguas, sin comer y sin beber, siendo proclamado héroe de la pa­tria, besado por las reinas de la belleza, enriquecido por la publi­cidad y luego odiado por el gobierno y olvidado para siempre"- le obligaba salir del país. El dictador colombiano, Rojas Pinilla, mandó cerrar incluso la redacción del diario a causa del mismo reportaje.
En París, donde el autor iba a instalarse por tres años, el apenas esbozado Macondo no podía ser olvidado, pero para mi­rarlo mejor, en la novela que iba a escribir ahora "La mala hora"- el autor se vale de cierta distancia, fijando la acción en un "pue­blo", localidad sin nombre, pero cerca de Macondo, ya que en un mo­mento dado, el padre Angel habla de Antonio Isabel, quien le había precedido en la diócesis de Macondo, de donde había informado al obispo haber visto caer sobre la parroquia una lluvia de pájaros muertos.
Por consiguiente, sobre Macondo seguía lloviendo y en su recuerdo, García Márquez oía caer la lluvia. Al igual que en aquel entonces, cuando estaba redactando su primera novela, ahora, al elaborar "La mala hora", uno de los personajes ha comenzado hacer gestos fuera de la voluntad de su forjador: ha llegado a ser el coronel, de la tercera novela, escrita también en París, "El coronel no tiene quien le escriba", en cuyas páginas aparecen nombres - Rebeca, Arcadio Angel, etc - ya conocidos.
Todo el universo de estos escritos es macondiano y todos sus elementos serán transferidos también a las si­guientes obras. Excepto un solo pormenor: en Macondo, el que iba a transfigurarlo definitivamente en "Cien años de soledad", faltarán las peleas de gallos, pasión última del coronel. No será una ausen­cia accidental: José Arcadio Buendía se irá a fundar Macondo, porque no podía aguantar más las discusiones con Prudencio Aguilar, al que había matado a raíz de una pelea de gallos.
Apenas mucho más tarde, en "El otoño del patriarca", un per­sonaje, no casualmente llamado Dionisio Iguarán, volverá a casa llevan­do seis gallos de raza, que le había regalado el dictador decrépito a cambio del que él había tenido antes, pero a quien, naturalmente, le hará ahorcarse.
Desde ahora, el universo macondiano estaba ya bastante claro, mas no tan luminoso cuanto lo deseaba el escritor, tal como nos lo demuestran los cuentos de "Los funerales de la Mama Grande"(en total 8, editados en 1962, en México).
Tres de ellos ("La tarde de martes", "Un día des­pués del sábado" y "Los funerales...") transcurren en Macondo, y la acción de los demás cinco en un pueblo sin nombre, evidentemente macondiano, puesto que muchos de los sucesos y los personajes, como Ursula, Aureliano Buendía, Rebeca, Argenida,   pasarán a "Cien años de soledad", conservando su nombre, mientras otros - Baltazar, José Montiel, Dámaso, Ana etc.- perderán su identidad onomástica, convirtiéndo sus rasgos de carácter en algunos personajes nuevos.
Conque, antes de establecerse definitivamente en Macondo, antes de comenzar  hacer los retratos definitivos de sus personajes, Gabriel García Márquez ha sentido la necesidad de reiteradas aclara­ciones y búsquedas que han durado más de veinte años. Siempre reu­niendo, dentro del mismo círculo, todo lo que por lo menos le dejaba la sensación de que iba a convertirse en materia para su fu­turo, su gran libro. Casi indiferente a la cronología de los sucesos literarios, quebrantando la unidad de tiempo al ordenarlos y confi­riendo a la realidad literaria una nueva dimensión temporal.
         El milagro parece haberse producido en enero de 1965, cuando, según su propio testimonio, al hallarse en una carretera de México, donde se había establecido llamado por sus amigos, tuvo la impresión de que la novela "Cien años de soledad" estaba ya escrita y lo único que le faltaba era dictarla. Pero no fue del todo así: desde enero de 1965 hasta junio de 1966, Gabriel García Márquez no fue visto siquiera por sus ami­gos.
  
Con Álvaro Mutis
Siempre encerrado en su casa del barrio de San Ángel, salió al cabo de dieciocho meses, con el manuscrito listo para imprimirlo.
Como de costumbre, pequeños sucesos, actitudes o ciertos pormenores narrativos de la novela que había convertido a Macondo en universo literario universal, han inquietando a continuación a Gabriel García Márquez, quien ha intuido en ellos el posible núcleo de nue­vos trabajos literarios.
Este es el momento en que el autor comienza trazar cada vez mayores círculos concéntricos alrededor del eje fundamental. Su extraordinaria capacidad de partir de datos sin su­gestión, para convertirlos en eventos épicos de profundo significado, le iba a ayudar, incluso asaltado por un continuo flujo de reporte­ros, a escribir, en sólo un par de meses (enero-julio de 1968) cuatro cuentos estupendos: "Un señor muy viejo, con unas alas enormes", "El ahogado más bello del mundo", "Blacamán, el buen vendedor de milagros" y "El último viaje del buque fantasma".
Macondo no aparece en ninguno de ellos. No aparece como toponimia, pero todos cuatro están, en fase embrionaria, en "Cien años de soledad", por lo tan­to en Macondo. Siguiendo el orden de su nombramiento, el primero de ellos, por ejemplo, se desarrolla a partir del suceso que acaece a las dos semanas después de muerta Ursula Iguarán, cuando a Petra Cotes y Aureliano Segundo los despierta el mugido de un ternero insólito, que no era nada más que un ángel enfermizo, cuyos muñones cicatrizados de sus viejas alas aún eran evidentes.
Del mismo suceso surge tam­bién el segundo cuento, cuya arquitectura tiene elementos parecidos: el cuerpo viajero de un ahogado insólito rompe el equilibrio psíqui­co de los habitantes de un pueblo costero lleno de apatía. En otras palabras, la ficción fuerza la realidad, y la imaginación, respondien­do a lo fantástico, irrumpe en esta realidad redimensionándola. Este cuento presenta empero, algunos puntos de contacto con tra­bajos anteriores a la tan célebre novela. Al igual que en "La hojarasca”    o en "Los funerales de la Mama Grande". Incluso en su primer cuento, "La tercera resignación", la narración se desenvuelve en tor­no a un cadáver.
Tengo la impresión de que apenas ahora el autor está contento con la manera de tratar tal tema y le da la definitiva re­dondez.En lo que concierne al tercer cuento, por el momento le des­cubro tres núcleos anteriores: desde el punto de vista de su actitud, Blacamán aparece primero en "Los funerales de la Mama Grande", sobre todo en aquellos hombres que van y vienen por el hormigueo de la calle llevando alrededor del cuello como sogas, unas víboras con veneno mortal y procuran convencer a la gente que son dueños del bálsamo que cura la erisipela y confiere vida eterna.
Los otros dos núcleos se encuentran, naturalmente, en la siempre citada novela; en los ademanes de los diecisiete hijos del coronel Aureliano Buendía y en "los milagros" hechos por la farándula de Melquíades, la que acudía cada marzo a Macondo.
 
La última foto
 
Por fin, "El último viaje del buque fantasma" parece que ya no parte de un detalle narrativo, sino de uno estético. Es difícil de suponer que en ese buque misterioso, llevado y anclado al lado de las torres de la catedral, donde ocupa nada más que toda la plaza, el autor hubiera visto por un instante al descubierto por José Arcadio Buendía, aquel galeón español arribado desde el mar, a los bosques de entre Macondo y Ríohacha.
Pero es fácil de aceptar que la frase con la cual se abre el cuento -"Ahora van a ver quién soy yo"- es la misma que pronunció Ursula Iguarán - exactamente las mis­mas palabras - en el momento en que el coronel Aureliano Buendía se negaba a pensar en las guerras, y ella decidía renovar la casa.
Otro cuento, "El mar del tiempo perdido", fue escrito en 1961, pero no hace excepción del universo macondiano ya que Herbert y Catarino aparecen en él con los atributos que los conoce­remos precisamente en Macondo.
Por consiguiente, dicho cuento no se­ría un círculo concéntrico, sino un episodio recogido por el autor en el anillo fundamental, antes de escribir  "Cien años de soledad".
En las páginas de esta novela hay otro episodio al cual es difícil de suponer que otro novelista hubiera tenido la temeridad de volver: un martes, al salón de Catarino es llevada a brazos, por cuatro indios, una venerable anciana, la cruel dueña de una adoles­cente mulata, que en el transcurso de una sola noche había sido vi­sitada por sesenta y tres hombres, uno de los cuales era un Buendía.
No se trata de otras que de Eréndira y su abuela, los personajes de "La fantástica y triste historia de la cándida Eréndira y su desal­mada abuela", cuento escrito en 1972, primero como guión cinemato­gráfico, luego en su actual forma, la definitiva, que para mí ya no es un cuento, sino una micronovela, tal vez la más lograda micronovela de la literatura universal.

Por fin, la intriga de otro cuento - "Muerte constante más allá del amor"- transcurre en un pueblo con nombre nuevo: Rosal del Virrey. Basta este detalle para que los enamorados de Macondo re­prochen al autor haber partido de Macondo. Pero la prueba no puede ser admitida: cuando Eréndira esté enclaustrada entre los inexpug­nables muros de un convento, la abuela se dirigirá a todas las autoridades para obtener su puesta en libertad, inclusive al senador Onésimo Sánchez, protagonista derrotado del mencionado cuento. En otras palabras, por doquier uno y el mismo mundo macondiano. En círculos cada vez más alejados de Macondo. Nunca jamás - y parece que uno comienza a tenerle ojeriza - fortuitamente.
Gabriel García Márquez iba preparando así su nueva novela, "El otoño del patriarca" donde, aparentemente, Macondo ya no existe. Pero esta afirmación es más que arriesgada, puesto que casi todos los intérpretes de la obra Márquez, después de haber leído la novela, concluyeron que Macondo había desaparecido. Aunque precisamente ahora, estoy absolutamente convencido, cuando ya no existe con su nombre - paradó­jicamente, primero fue nombre y luego pueblo-, es cuando Macondo está más presente que nunca.

No sé si en este instante está lloviendo en Macondo. Al correr siempre de forma cíclica y siempre bajo el signo de la fata­lidad, el tiempo no ha destruido en Macondo sólo las veinte primeras casas de adobe y caña, sino también el paisaje de su entorno,  en el que ya no podían caber todos los sucesos posteriores a su fundación.
Se han apagado también los primeros destinos, personajes que perte­necían a la primera generación de macondianos. La lluvia, la eterna lluvia lo ha llevado todo y, bajo su presión, han desaparecido las casas, los ferrocarriles, el velocípedo, el teléfono de manivela, el gramó­fono portátil, el primer aeroplano, los aparatos contra el dolor, los que funcionaban accionados por la electricidad del sufrimiento.
Ya no se oye la sosegada canción del acordeón de Aureliano Segundo camino de Petra Cotes, tampoco los pájaros - han muerto al chocar con­tra la malla de alambre de las ventanas - o los relojes que en otros tiempos daban la misma hora en todas las casas.
También se han pul­verizado las mariposas amarillas, las que siempre anunciaban la cercanía de Mauricio Babilonia, el atolondrado enamorado de Meme. Se ha derrumbado el castaño debajo del cual José Arcadio Buendía pasaba sus innumerables mañanas lúgubres. Tampoco existe la planta eléc­trica de Aureliano el triste, ni tampoco los almendros eter­nos, los que sustituyeron las acacias enfrente de la catedral eri­gida por el padre Nicanor, en aquellos tiempos en que se le habían llenado los huesos de ruidos y flotaba un metro encima del suelo. Ha partido también Amaranta, la que quería tener dos hijos y llamar­los Rodrigo y Gonzalo.

Tal vez por eso, mientras los que piensan que Macondo ya no existe, Gabriel García Márquez está arreglando la máquina del tiempo para demostrarles que no es verdad. Al construirlo al lado del mundo real, él ha querido mostrar al mundo que pueden existir territorios mejores, donde también los sufrimientos son mayores.
La última vez cuando le encontré, en México, en verano de 1978, se me pareció que incluso había logrado desbaratar la leyenda en que muchos le habían envuelto, amenazando su existencia real. Es verdad que después de 1968, cuando nos hemos visto por vez primera, ha aprendido toda clase de trucos para desembarazarse de visitan­tes.         Al llamarlo por el teléfono, me contestó muy hábilmente, tras una breve pausa: "¿Cuál Darie? Que hoy me han llamado dos con este nombre". "El tercero", le dije yo, contabilizándome por orden des­pués de los demás. "Esto significa que tenemos que vernos". Y nos encontramos la misma tarde.

Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez y Darie Novaceanu, Mexico-1986
Vino acompañado por su inseparable amigo Álvaro Mutis, posesor del único cuadro macondiano, una pintura extraordinaria, en la cual el artista recogió en la misma superfi­cie de lienzo, respetando pausas, perspectivas y tonos, el frag­mento de un arco de triunfo, la cúpula de San Pedro, las torres de la cate­dral Nuestra Señora de París, el boceto de un mihrab sacado no se sabe de que geografía.
Gabriel García Márquez, cuyos hijos se llaman Rodrigo y Gon­zalo, era feliz, porque acababa de escribir un nuevo cuento - para él, el cuento sigue siendo la piedra de toque de cualquier gran pro­sista -, el primero de un nuevo ciclo, el cuarto, antes de una nueva novela. La sexta, declarando que no iba a escribirla más.
Pero nadie debe creerle: mientras aguanta el asalto de las nuevas generaciones de reporteros, él sabe que en Macondo sigue siendo lunes y está mi­rando caer la lluvia, fertilizando futuro sucesos.
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Prólogo a la versión rumana de Fantástica y triste historia de la cándida Eréndira y su desalmada abuela – Editura Univers - Bucarest, 1978
© Darie Novaceanu, 2014. Reservados todos los derechos