miércoles, 30 de abril de 2014



La Guerra Fría calienta cabezas
5. Desde los manantiales de Potsdam a la orillas de Malta

Todos los caminos pasan por Roma
- Pax vobiscum.
- Et cum spirito tuo. 
 
Coliseo, hoy

Acaso, un cierto amago frío, de soledad y abandono, cual cierzo que arranca las hojas amarillas de los árboles solitarios, había invadido, en el otoño de 1989, la dacha de Mijail Gorbachov. Se había aislado del bullicio del Kremlin, entre los chopos y los abedules del poblado de Zhukovka, revisando de uno solo los documentos para la cita  con Bush, en las aguas Malta. Determinante para su destino político, y decisivo en cuanto al futuro del socialismo y de la Unión Soviética.
Tenía que dominar con firmeza y conocimiento todos los temas previstos por debatir. Sobre todo, el acuciante y el más difícil asunto del desarme, para poner fin a la cruel carrera armamentística que agotaba los recursos económicos del país y la capacidad creativa de los intelectuales. De los científicos, concentrados en producir instrumentos bélicos y no herramientas para la vida domestica del pueblo. En vez de hoces para segar el trigo, guadañas electrónicas para extinguir la humanidad. Misiles de largo alcance y no frigoríficos como los de Minsk, donde había descubierto lo que estaba conocido por todos: la gente hacía colas para comprarlos, la fábrica podría producir más, pero la cuota se lo impedía. Porque los recursos venían establecidos, clavados según el Plan Quinquenal (Gosplan) y el control de las materias primas (Gossnab). Calculado, visto y previsto, por El Comité Estatal para la Ciencia y la Técnica. La burocracia lo dominaba todo y el secretismo y el fisgoneo cundían a todos los niveles. Y como si no hubiera sido bastante, no se podía cambiar nada sin la voluntad del Partido. Razón por la cual no había abandonado el cargo de Secretario General del PCUS, más importante que el del jefe de Estado.
 
Gorbachov, en su dacha
Aún así, de todo este panorama, algunas repúblicas unionales sacaban provecho, ganando lo que las otras iban perdiendo. Y situaciones concretas, no tenía muchos seguidores de la perestroika. Más bien, se estaba enfrentando con adversarios inesperados. Caso de Nina Andréyeva, cuyo artículo – No puedo renegar de los principios - publicado por el diario Sovétskaia Rossia (marzo de 1988), ha provocado una reunión urgente del Politburó del Comité Central para debatir sobre las opiniones de la muy poco conocida activista del partido, “comisaría de cazadora”, como la habían tildado algunos de los presentes en el cónclave, sugiriendo  así que partencia a grupúsculos conservadores militares, incapaz por sí sola para sostener semejantes tesis, manejando información que no podía estar a su alcance. Había pues gente detrás, tal vez el director del periódico, quien había aprobado la publicación de semejante libelo.
Casi nadie había defendido a Andréyeva, considerando su artículo como una de las primeras plataformas publicas contra la perestroika. Pero casi ninguno – Andrei Gromyko, Alexander Yakovlev, Victor Chebriko, Vadim Medvedev, Nikolai Ryzhkov, Dimitri Yazov, Vladimir Sherbitsky, etc. – había pasado más allá de la condena de la autora y de reiterar sus adhesiones a las reformas promovidas por Gorbachov.
Sólo Edvard Shevarnadze, al considerar como pernicioso el artículo, no ha vacilado en su credo político. “El artículo – ha observado Shevarnadze -  es pernicioso. Pero lo importante no es su aparición, sino el hecho de que refleje las opiniones de un cierto círculo de personas. (...) Es ingenuo que todos confían ahora en la perestroika (...) Debemos reconocer, además, que el prestigio del socialismo ha sufrido un serio quebranto en el país y no sólo en el nuestro.”
Shevarnadze será uno de los que le acompañarán en el viaje a las aguas de Malta. Pero ¿en quién más apoyarse? Entre chopos y abedules, Gorbachov estaba barajando nombres y virtudes de sus colaboradores más cercanos. Y pensaba en el apoyo moral de los líderes europeos, entre los cuales, solamente Helmut Khol había valorado su labor, y se ha declarado más que abierto para una  cooperación económica mutua.
Una amistad verdadera se había consolidado entre los dos, sobre todo después de que el canciller alemán le había invitado (junio de 1989) a su casa privada, en la aldea de Ludwigshafen, “cuando hemos llegado a conocernos a nivel humano y confiar el uno en el otro” – como apuntará luego en sus memorias.
Una amistad de las pocas que se conocen en la historia, entre dos jefes de Estado que han pasado por encima de las adversidades políticas, apagando la mecha preparada para incendiar el planeta. Justo en la noche de la caída del Muro.

Vencida la inextricable selva del miedo, el Muro había perdido su vigencia psíquica y ahora quedaba la voluntad de los alemanes para poner la fecha del desplome físico y el regreso a su historia: jueves, 9 de noviembre de 1989, a las 18 y 57 minutos. Conocida por todo el planeta, la película del evento arranca en la sala de prensa del gobierno, donde el reloj marca la fecha, y sale a la calle, donde el Muro y la diosa de la Victoria, en su cuadriga de bronce, coronando la Puerta de Brandenburgo.
Pero las secuencias inmediatas – martillos y azadones, júbilos y abrazos – no son las que sorprenden mejor la realidad. Faltan las imágenes del Palacio del príncipe Rodzwill, de Varsovia, donde Helmut Kohl se levanta de la cena de gala y se despide de sus anfitriones con un estampido – Es lo que esperábamos durante los últimos 40 años.- para aparecer horas después en la balaustrada del Ayuntamiento de Schoenberg, a dos pasos del Muro. Faltan, pasada la medianoche, las ventanas iluminadas de la dacha donde Gorbachov, después de hablar por teléfono con Kohl, sigue muy preocupado por las informaciones llegadas por otros conductos y no puede conciliar el sueño.

Falta la soledad apacible de los jardines y la grava blanca del Elíseo, mientras Mitterrand se pasea por los del Palacio de Rosenberg, en Copenhague. Faltan las puertas  de la residencia de Downing Street, donde, contrariada, Margaret Thatcher está bajando las persianas para irse a dormir. Falta el césped recién cortado, tejido con  micrófonos y micro cámaras, de la Casa Blanca, donde George. W. Bush está pensando en una partida de pesca.
Y por fin, faltan los tanques soviéticos consignados por Gorbachov en los barracones de Berlín, mientras los carros norteamericanos, listos para el combate, se acercaban por la autopista Hof-Nürenberg, muy pegados a las fronteras con la RDA.
Si les hubiese hecho caso a los servicios de información, dando órdenes para sacar sus blindados a la calle, y poniendo en pie de guerra a los 370.000 militares soviéticos cantonados en el territorio redegista, hubiera desatado, con toda certeza, un enfrentamiento bélico continental difícil de controlar, con un desenlace imprevisible.
 Los muertos que los agentes de la KGB  ya los estaban viendo, hubieran muerto de verdad, multiplicados en más muertos, en todas las calles y en más sitios.
 
Gorbachov y Reagan
En estado de alarma, recurriendo a los planes secretos de emergencia, ninguna unidad militar hubiera podido contrarrestar los planes de emergencia, igual de secretos, de la fuerzas enemigas. Los tan elogiados acuerdos de desarme y convenios de paz y de no intervención, se hubieran ido al traste, con todos sus anexos y sus letras pequeñas.    Y no eran pocos, algunos firmados con Ronald Reagan, el 2 de junio de1988, en Moscú, cuando han cenando juntos, con él y Nancy, en esta misma dacha, o sellados en Washington, cuando se ha visto con Bush y todo parecía despejado.

Gorbachov, Reagan y Bus
Pero en aquella noche de noviembre, todo se había nublado, puesto que según las noticias que seguía recibiendo, la tormenta iba acercándose. Únicamente la voz de Helmut Kohl había amainado el paisaje de turbulencias falsas, tal vez interesadas. No, no había peligro, le había dicho, la gente estaba  en las calles llenándoles de júbilo, festejando el acontecimiento pacíficamente, sin violencia alguna.
Y esta voz, como la del mismo arcángel de la Anunciacion, le había tranquilizado; la paz se estaba asentando sobre la arboleda que rodeaba la dacha.   
La confianza en las palabras de Kohl, y no en el alerta desastroso de sus servicios de inteligencia, ha sido determinante y definitiva en su decisión.
Y ahora, cuando lo estaba recordando, conciente que, juntos, habían aniquilado una catástrofe sin decirlo a nadie – habían convenido guardar el secreto para no poner en dificultad el prestigio de muchos líderes europeos -, se sentía reconfortado. Muchos de los barruntos negros sobre el encuentro de Malta se estaban disipando.  
Pero no había tiempo para más cavilaciones. Durante el último mayo, en Kremlin, le había dicho a James Baker: “...Creo que la primera realidad que ha sido estudiada por la administración americana en el proceso de elaboración de su política con respecto a la URSS  es nuestra perestroika.” Y sin dejarle margen para cumplidos protocolarios, había puntuado: “Hoy, la perestroika es una realidad. Ayer era sólo política, nuestro deseo, nuestra filosofía. Hoy es una realidad... y estamos más que seguros de que la perestroika es lo que necesitábamos y ella se implantará verdaderamente...”
A lo que James Baker, en visita preparatoria para la Cumbre, le había contestado aparentemente igual de sincero: “Hay en Estados Unidos, es verdad, un pequeño número de personas que consideran que si fracasará la perestroika, la Unión Soviética se debilitará y Estados Unidos saldrá ganando. Pero en la administración nadie comparte esta opinión. Pensamos, muy al contrario, que el éxito de la perestroika hará de la Unión Soviética un país mas fuerte, mas estable, mas abierto y menos peligroso. Tal vez entre nosotros hay algunas diferencias en las opiniones sobre sus posibilidades de éxito. Pero, repito, todos lo desean. (Mijail Gorbachov – Memoria de los años decisivos 1985-1992 - Globos Comunicación – Madrid 1994. Pág. 58).
Cuántos y cuánto deseaban el éxito de la perestroika, no lo podía sopesar. Algo le hacía desconfiar; detrás de las palabras tan sinceras, había otras sin expresar. Lo había descubierto, paso a paso, de otras, muchas visitas. La única confianza estaba en sí mismo. En su credo político, en su fe que – también lo había descubierto – no era lo suficiente. Tenía que apoyarse en la de los demás, la del pueblo; donde había imperado el poder nunca visto, pero siempre presente, el poder de la fe cristiana. La religión, que el marxismo la había negado y prohibido, pero que la perestroika, sin proponérselo,  la había resucitado, cada vez más a la vista.

Catedral de San Pedro y San Pablo
 
Tenía que regresar, por ende, al principio. A sus abuelos y, sobre todo, a su madre que había sido mujer pravoslávnica, o sea ortodoxa creyente, defendiendo su religiosidad con cuidado, como a los iconos escondidos detrás de los retratos de los corifeos del comunismo, detrás de las barbas de Marx y hasta detrás de los bigotes de Stalin, tal como lo hacia la mayoría de los ciudadanos soviéticos de la Gran Patria.
Todos los pueblos de la URSS habían sido pravoslávnicos. Antes de Pedro I el Grande, y después todavía más; el Gran Tzar de Rusia siendo el que se ha dedicado a resucitar el esplendor de Bizancio. El nuevo Bizancio o la tercera Roma; el Kremlin como Segundo Constantinopla. No un baluarte militar e ideológico, sino una fortaleza del espíritu. Muchas de las iglesias y de las catedrales habían sido construidas bajo su mandato. Como la Catedral de San Pedro y San Pablo de San Petersburgo, con la famosa aguja que sostiene en su punta, a 123 metros de altura, la figura de un ángel. Uno de los símbolos más importantes de la ciudad. Cuando los restauradores estaban trabajando para limpiar la figura en 1997, habían encontrado, en una botella camuflada entre los pliegues de la toga del ángel, una nota, en la que los restauradores de 1953, después de la muerte de Stalin, se disculpaban por lo que ellos consideraban un trabajo mediocre y de mala calidad. Se dice que asimismo, los renovadores de 1997 habían dejado otra nota para las futuras generaciones, aunque su contenido se desconoce.

Catedral de Sab Salvador
También es San Petersburgo está la Iglesia de Santa Catalina, de rito católico, el mismo Pedro el Grande siendo el que había permitido el catolicismo en su imperio.
Sin olvidar la Catedral de Cristo Salvador, de Moscú, cuya primera piedra había sido colocada por Alejandro I, en l812, “para expresar nuestra gratitud a la providencia divina por salvar a Rusia del desastre que se cernía sobre ella.”
Sin olvidar, también en Moscú, la Catedral de San Basilio, símbolo y orgullo de los moscovitas, donde la misa se sigue oficiando en le idioma eslavo eclesiástico.
Sin olvidar, sobre todo, que la Catedral de San Salvador ha necesitado 44 años de construcción y ha sido destruida con explosivos, en pocas horas, en 1931, por orden de Stalin. Planeaba levantar sobre sus cimientos El Palacio de los Soviéts. El más grande edificio del mundo, con una estatua de Lenin encima, cuya estatura de 100 metros, suponía 6000 toneladas de bronce. Sus hombros tenían unos 32 metros y el dedo índice, que apuntaba hacia el futuro de la humanidad, medía 6 metros de longitud.
La falta de recursos económicos, luego la Gran Guerra por la Patria, ha salvado el lugar, los pravoslávnicos rusos logrando reconstruir el templo tal como había sido desde al principio, recordando de cerca la Catedral de Santa Sofía, de Constantinopla (hoy Estambulo), obra de un arquitecto griego y uno sirio.
Catedral de San Basilio
 
Cosas así había conocido Gorbachov, ortodoxa no practicante, como todos los políticos de su generación, durante una Reunión de Metropolitas,  el 29 de abril de 1988, en el Palacio de Kremlin, cuando se le ha presentado el Programa del Milenario de la Cristianización de Rusia.
Cosas así recordaba Gorbachov, en su dacha, pensando en las conversaciones con James Baker, en mayo de 1989, puesto que después de este encuentro, no había sostenido otros más, los siguientes meses siendo los más duros para él. También, los de más satisfacción personal. La caída del Muro y la retirada del poder de los dirigentes comunistas en los países del Este (menos Ceauşescu) era la primera cosecha real de la perestroika. Y esto le daba mucha confianza en sí mismo.
En Rumanía, el único país donde se había quemado la estatua de Lenin, la mala hierba se resistía, era difícil de arrancar y así tenemos que entender el telegrama que le envía a Ceauşescu, el 24 de noviembre, felicitándole por su reelección (¡la sexta!) como Secretario General del Partido.
Era justo el día en que dimitía Gustav Husak y Gorbachov daba órdenes para que el crucero Slava levante el ancla de Sebastopol, poniendo rumbo hacia Malta.
           
Dos altos, muy significativos los dos, marcan el camino de Gorbachov hacia el encuentro de Malta. Plataformas bien elegidas para lanzar los misiles de la perestroika, cargados con la esperanza de un cambio fundamental en la vida política del mundo.
Plaza de San Pedro
Así, el viernes, primer día de diciembre, será recibido por Juan Pablo II en la Sala del Trono (donde hasta entonces había recibido solamente a Sandro Pertini).
Un encuentro a solas, “entre dos eslavos”, como ha subrayado Carol Woityla, al estrecharle las manos. Tras deshacerse en cumplidos diplomáticos, el Sumo Pontífice se ha resumido únicamente a asuntos concretos. “Quisiera referirme a las connotaciones relacionadas con la palabra “perestroika”, que ha afectado profundamente a todos los aspectos de la vida de los pueblos de la Unión Soviética y no sólo de ellos.(...) Los esfuerzos que usted realiza no sólo tienen una gran interés para nosotros. También los compartimos.
Mayor elogio no esperaba Gorbachov. Y el diálogo ha seguido dentro de este marco optimista, pasando revista a lo que estaba ocurriendo, sobre todo, en el Este europeo, los dos opinando sobre ello sin rodeos.

Juan Pablo II conocía bien los “dolores” de la Unión Soviética y, entre los nombrados, le ha expresado su esperanza en la pronta aprobación de una ley sobre la libertad de la conciencia, que ampliaría las posibilidades de la vida religiosa para todos los ciudadanos soviéticos. Fuera la que fuera la religión que practicaban libremente. Por supuesto, resaltaba, la libertad de conciencia deberá favorecer también a los baptistas, a los protestantes y a los judíos. Lo mismo que a los musulmanes.

Una parte importante del encuentro ha sido reservada para los problemas de carácter internacional, haciendo hincapié en las dificultades que se daban en algunas zonas del mundo, donde Carol Woityla, invitando al huésped a una actuación conjunta, puntuaba: En estas cuestiones, la Iglesia y el Papa únicamente pueden representar su especto moral. Añadiendo a renglón seguido: Sería bueno intentar, también en el plano político, ayudar a estos pueblos a salir de la trágica situación en que se hallan.
Agotado el tiempo, el Papa ponía su conclusión: Creo que hemos entendido bien que la fuerza de la perestroika está en su alma. Tiene usted razón cuando dice que los cambios no deben hacerse demasiado aprisa. Estamos de acuerdo en que hay que cambiar no sólo las estructuras, sino también la mentalidad. No se puede pretender que los cambios en Europa y en el mundo se produzcan según el modelo occidental. Esto contradice mis más profundas convicciones. Europa como protagonista de la historia mundial deberá respirar con los dos pulmones. (Lo subrayado es mío)
Más contento que nunca, Gorbachov salía del encuentro, convencido que se hallaba en buen camino y andaba bien acompañado. El amago frío de soledad se había disipado. Las palabras del Papa, sus deseos y opiniones, habían sido como un bálsamo.
 Sobra recordar que en las vísperas de Navidad de aquel año, sobre los diez husos horarios del imperio soviético, habrán de cernirse los cantos de la Misa del gallo, retransmitida en directo desde El Vaticano.

Catedral de Milan
Dejando La Ciudad Eterna, el mismo día Gorbachov llegaba Milán para presentar la perestroika como El segundo Renacimiento, un nuevo stradivarius, proponiendo una cooperación real y verdadera entre socialismo y capitalismo a escala planetaria. Es insensato - insistía - que los dos sistemas económicos no puedan ser compatibles, en principio, en un cierto tipo de mecanismo de integración de la economía mundial.
No lo decía solamente para los presentes en la sala del Palazzo Sforzesco, sino también como mensaje anticipatorio para los interesados directamente en recibirlo.
            
San Petersburgo - Palacio de Invierno
 Las malas condiciones atmosféricas (cito a Pilar Bonet), niebla, viento y nevisca,  le han obligado abreviar su discurso, renunciando a la conferencia de prensa para salir a toda prisa hacia Malta, donde el presidente Bush (casi sin hablar con el anfitrión, el primer ministro maltes, Fenech Adami), descansaba sobre el gigantesco portaaviones USS Forestal, mientras a su lado descansaba Belknap. El palacio flotante, donde tenían que desarrollarse las conversaciones entre las dos únicas potencias mundiales.
Después de muchos esfuerzos y maniobras para vencer un viento de tan sólo 60 kilómetros por hora, con olas que llegaban hasta ocho metros, Belknap había fondeado,  impotente e inservible. La subida al bordo de las delegaciones era imposible en estas condiciones y se ha optado por la hospitalidad del trasatlántico soviético Maxim Gorki, que había llegado a las orillas con más tiempo y mejor suerte.
Tal vez, dirán luego las malas lenguas, Belknap no había logrado acercarse al dique por la mucha rémora de los más que sofisticados artilugios de espionaje, pegados como lapas al casco del navío.
Desde Potsdam, los manantiales  de la Guerra Fría fluían cual ríos subterráneos, desembocando en las orillas de la Valetta. Y era imprescindible vigilar e impedir los imprevistos “corrientes”. Razón por la cual los dos líderes mundiales habían acordado mantener las conversaciones en alta mar. Lejos de la vista y el oído de los muy curiosos e interesados. Lo no era nada nuevo en la historia de la humanidad. Pero sí de más trascendencia que la Cumbre de Malta.
Madrid, abril de 2014
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© Darie Novaceanu – 2014.