jueves, 26 de junio de 2014



I o n  L ă n c r ă n j a n



E l  c a m i n o   d e l  p e r r o

D r u m u l  c â i n e l u i



           
1928 - 1991

Sigo convencido que la novela Drumul câinelui (El camino del perro) de Ion Lăncrănjan, encontrará su merecido lugar en la historia de la narrativa europea del siglo pasado y que los críticos y teóricos del genero le harán justicia, tras mucho tiempo de desaire y olvido. No serán, desde luego, los estetas rumanos los que llevarán al cabo este cometido, puesto que están menos preparados que los de anteayer y son de peor condición moral y cívica. Además, recorren un campo donde las jerarquías de nuestros valores literarios han perdido el norte y el desbarajuste es total.

Pero ¿qué interés podría tener el Occidente para una novela breve, como El camino del perro, que destila en el suelo de Transilvania de hace unos setenta años, la antigua tragedia griega? Eso no lo sé. Mas sé que a veces, obras así son como un río surgido dentro de un paisaje que presumía de no faltarle nada y descubre que el  murmullo del recién llegado es una grata sorpresa. Un Eurípides nunca sobra. Más aún cuando es un , Eurípides transilvano cuyos héroes viven e interpretan la vida con la resignación de siempre, frente a la fatalidad del destino inmanifiesto que les ha deparado la historia.

Iocasta se llama Raveca y de sus siete hijos se ha quedado con dos, Eteócles y Polinice, que se llaman Jilu y Mihai. Los otros cinco han perecido en la guerra. Nicodim, el primero, en Odessa; Ilie, en las orillas del Don; Ştefan, carbonizado en un carro de combate en Ucrania; Nicolae, en las montañas checas de Tatra. Gligor, aún adolescente, se ha encontrado con la guerra en Uioara, cerca de casa y es el único que tiene su tumba en el cementerio de Dunga de Jos, su aldea.

 Muertos no como víctimas de pasiones desenfrenadas y violentas, sino como presas inocentes e indefensas de la crueldad de la guerra; la Segunda Guerra Mundial.



Al principio, por no quedarse sola y para saberlos cerca de casa,  Raveca les ha dado sepultura a todos, como si fueran de cuerpo presente; cada uno en su ataúd (copârşeu – palabra que nos viene del húngaro). A Nicodim le ha traído hasta una maravilla de abeto, tal como exigen las creencias populares para los solteros, y le ha llenado la caja con su navajas de bolsillo, palos – suyos y de sus amigos -, pañuelos y espejuelos que le habían regalado las mozas del pueblo. Y las moneditas de plata para pagar las aduanas – que son muchas - en su camino hacia el mundo de más allá.

A Ilie, le ha puesto  el violín (la cetera) que tocaba en las fiestas domingueras. No sabía nada de sus amores, pero pasados unos años, Ana, una muchacha del pueblo, le  había confesado que ha sido su prometida y le había pedido el favor de  llamarle madre o sea, su suegra. Luego ha tenido que darle permiso para casarse con Pavel, a quien conocerá un día, junto con sus dos pequeños, que eran como si fueran sus nietos;  hijos de Ana e Ilie.

También a Jilu le había enterrado como a los demás, sin la certeza de que haya fallecido. En su copârşeu  le había colocado el clarinete, con el que llenaba de doine (romances) y baladas todo los valles. Raveca vivía con la esperanza de volver a verle, como en el verano de 1945, cuando todos le daban por muerto y el alcalde le había entregado hasta el certificado de deceso. Jilu avanzaba hacia la primera línea del frente, con la columna de motorizados, cuando le había alcanzado un obús, echando la motocicleta por el aire, destrozándole por completo, a el y a su edecán.

- La guerra es la guerra - le había dicho Teofil Hârbeică. La patria los necesita, el mariscal  (Mihai Antonescu – n.m.) los entrega, y Hitler los mata...



Entregados por el mariscal, no todos los jóvenes que se hayan salvado de la guerra de Hitler habían vuelto a sus hogares. Algunos se han demorado más en el regreso, otros han tomado caminos equivocados. Jilu, cuyo certificado azul estaba junto con los otros cinco, había aparecido en la casa, cuando su muerte anidaba en los pensares de La Madre. Era un anochecer bochornoso y había venido sólo para verla. Tenía prisa, le ha dicho que estaba bien donde estaba y que se ausentará un tiempo. Le ha pedido perdón por no poder quedarse, para ayudarla, pero seguro que volverá. Se sentía como acosado, atento a todo lo que se oía o movía. Se ha ido sigilosamente, saliendo por detrás de la casa y se ha encaminado hacia el río.

Quedaba pues como antes. Solamente con Mihai que, con tres años más joven que los demás, no ha tenido que incorporarse como recluta. Había quedado con ella, en la casa  construida por Avramu lui Mau, padre de todos. Muerto en su cama, agotado por el trabajo y bastante enclenque.

Pero Mihai no será el apoyo que ella esperaba para su vejez, puesto que antes de terminar el bachillerato, por 1950, se había inscrito en la escuela militar que preparaba los nuevos cuadros de la milicia y de la policía política, la Securitate.

No sabía bien en qué habrá de constar el oficio, pero estaba como hechizado, deseoso de cumplirlo bien. Se les había dicho que “podrán vestir tanto el uniforme militar como civil y que tendrán de perseguir y arrestar a los enemigos del pueblo, a los bandidos y criminales, gente hostil al nuevo régimen”.

Alumno aplicado, Mihai Pilu se había graduado entre los mejores y había sido enviado a Moscú, para una preparación superior. En todo este tiempo, el cartero le había entregado a Raveca el dinero que le correspondía como buena madre. Y el hijo, nada más al volver, le ha hecho cantidad de regalos, sobre todo ropa para vestir. Luego, en la pared que recibía los primeros rayos de sol, había colgado un retrato de Iosif Vissarionovici Stalin, bien trabajado y bien enmarcado.

La Madre no ha dicho nada, sabiendo que nada podría cambiar. Estaba sola y desamparada. Allá en la pared, donde ahora sonreía Stalin, ella “había tenido un Cristos Redentor, de cara pálida, enjuto y atormentado, como un campesino fatigado, labrador de la tierra. Quizás por ello, tenía un cariño aparte por ese icono, porque reflejaba muy bien el sufrimiento y el trabajo”.

 No le ha tirado de la lengua, le había dejado en paz y se ha ido, apenada, al río, a Muresh. Se ha sentado en las orillas hasta el anochecer, mirando como venían y se iban las aguas. “Porque la muerte no esclarece nada!...Si no hubiese pasado su guadaña por mi casa, estaría tranquila, por muchos que hubieran sido los quebrantos que me han caído encima!...Mientras que...”.

El soliloquiar termina y pasa al dialogo con el interlocutor indeseado:

- Pero tú, majestad, dijo ella, tras fijar largamente a Iosif Vissarionovici – o señor, o camarada, que no sé como decirte para acertar - ¿por qué sonríes tan feliz?...  ¡Porque mi niño, el único hijo que me queda...sería capaz de morir por ti y tus ideas!”



Para La Madre, los iconos habían sido algo más de lo que son para  la otra gente; eran seres en los que confiaba, les hablaba y los sentía cerca, en sus pensamientos y vacilaciones. Al morir su hombre, Avramu, no sabía cómo tirar adelante, con siete hijos y los deberes de la casa; sola y sin parientes a su lado. Había rezado a Dios y a la Inmaculada, implorando ayuda para cruzar el umbral de esta adversidad repentina.

No era una creyente, devota de santos. Iba a la iglesia como todos, los domingos; guardaba los preceptos, descubriendo así la hermosura de las tradiciones antiguas, con las cuales más disfrutaba. Tenía el don del canto, sabía canciones, hasta conjuros y coplas y le gustaba inventar cuentos. Se ponía alegre y alegraba a todos. No le han faltado los admiradores y algún que otro pretendiente, ya que no le había pasado el verdor y algunas veces había cedido a las tentaciones. Con un pastor de Jina, que bajaba cada invierno con sus ovejas a los valles, a las llanuras. Le ha tomado cariño a Vasile y lo ha hecho su amante, se habían amado, a veces toda la noche, en su aprisco, o afuera, sobre la nieve, bajo la sonrisa cómplice de las estrellas.

Antes del verano, Vasile subía con su rebaño a las montañas, donde la hierba fresca y el aire puro. Pero al acercarse el invierno, no había regresado. Lo había despedazado un oso. Y lo había llorado en secreto, a lágrima viva, más que a su marido.

Luego había llegado un leñador que no sabía otra cosa que cubrirla, arrobador insaciables y brutal, y le ha cerrado la puerta, lo había despedido sin miramientos.

No como al fontanero, que durante una primavera le había renovado la fuente, le había arreglado el patio y la empalizada como si fuera suya. Querría quedárselo, pero no ha tenido el coraje, ya que por medio estaban los hijos y ella vivía solamente por ellos.



Había seguido así, con los quehaceres diarios y con los seres de sus iconos, puesto que Mihai, después de colgar el retrato de Stalin donde estaba Cristo Redentor, los había dejado a los demás, en la habitación de al lado. Una Precista (Inmaculada) que amamantaba al niño, algo gorda y de mucha leche, una Cena del Señor, con toda una historia en el borde, en una cenefa y un Bautismo, desconchado y ahumado.

Era todo lo que tenía para sus soledades. Más un perro lobo, Rex, que lo había traído Mihai – Rex significa Rey, madre -, adiestrado, que no comía más que de su mano, y le seguía la mirada, capaz de adelantarse a sus ordenes. Un nuevo Argo, como el de las leyendas, que cumplirá con su destino, sellando el destino de toda la casa.



Y para que no faltara de la mitología de transilvana el oráculo, allí tenemos a Valeria, la vecina de Raveca, que aparecía imprevisiblemente, para traerle las noticias del día y sembrar de paso, como Pitia, las semillas de la duda.

La pura verdad, en Planţişa, la aldea cercana, el hombre se había ahorcado. En un mes lo habían arrestado cinco veces, acusado de pertenencia de armas. Juraba que no las tenía, lo torturaban y le soltaban para detenerlo otra vez, siguiendo el mismo ritual. Hasta una madrugada, cuando al oír acercándose el ruido del motor, con la certeza de que venían por él, había tomado una soga y se ha ahorcado detrás de la casa. No era el furgón de la Milicia, sino un camión con mercancías para la Cooperativa del pueblo.

El suceso lo había abatido mucho a Mihai, sobre todo después de haber venido de Bucarest un general para investigar el caso, puesto que nadie salía bien parado. Más aún cuando el general había pedido ver su dossier, subrayando párrafos de su Autobiografía, pidiéndole algunas explicaciones, comentándolas en tono de amenaza. Todo girando en torno a Jilu, su hermano; de cómo era y qué sabía de su muerte.

En la Autobiografía uno tenía que mencionar a todos sus parientes, hasta los abuelos, con todos los detalles. Mihai la había escrito correctamente, pero le han obligado escribirla y reescribirla varias veces, para comprobarlas y descubrir en las pesquisas algún detalle equivocado.

Él había hecho lo mismo, hostigando a su madre con toda clase de preguntas, mientras ella había quedado firme: a Jilu le había enterrado como a todos, como Dios manda, y allá tiene su cruz, en el cementerio.

Él no lo creía, ni ella tampoco. Más después escuchar a Valeria,  que luego del cuento con el ahorcado de Planţişa, había pasado a contarle sus amarguras a causa de Soanea, su marido, quien le había dicho que se ha encontrado con Jilu. Es decir, que Dios me perdone, para no mentir, no se había encontrado, sino que han andado juntos, por el mismo camino. Iba con un destral, un serrucho al hombro y una alforja, como los de Maramuresh, que trabajan por los bosques...Le ha pedido fuego para el cigarro y han hablado como hablamos nosotras ahora...

Y era la verdad. El caminante era Jilu. Vestido de maramureshan, pronunciando las palabras como los de allá, con localismos.
Pero conocía mucha  gente y aldeas, puesto que al decirle Soanea que vive en Dunga de Jos, le había preguntado si conoce a los de Pilu y a Raveca, una mujer... Claro, la conozco bien es mi vecina, pero usted ¿de dónde la conoce? ... desde la guerra, he luchado en la misma unidad  con su hijo...

Como Ulises, Jilu que había dejado su casa, trataba de regresar a ella. Como Ulises, había recorrido muchos mundos. Los de la guerra y de la post-guerra. ...Polonia, Hungría, Serbia, Alemania...Luego, Paraguay, El Perú, Venezuela, Panamá; hasta Canadá. Y otra vez, El Perú. Como Ulises, había conocido a su Calipso, en Varsovia (Cristina), a su Nausica, en Bucarest (Anca), a su Circe, en Lima (Bianca), donde había pensado quedarse para siempre; con ella, con Bianca-Grazzia, y el hijo de los dos.

No le faltaba nada, menos las nieves de Transilvania. Más la trampa, la ratonera de la guerra en la que había caído y no ha sabido cómo salir. Navegando, errando por mar, tierra y aire. Llevando varios nombres y diversos e inesperados oficios.

Hasta muy tarde, cuando la ratonera se había abierto por si sola, con la insidia de siempre, la que él conocía bien y la había aprovechado, regresando a Dunga de Jos. Como Ulises, después de más de siete años, a su Itaca.

 El camino del perro Ion Làncránjan cuena con mucho esmero las andaduras de Jilu, ilustrando así la parte menos conocida de la Segunda Guerra Mundial, tal como había transcurrido en Rumanía, de modo especial en Transilvania.

La guerra en la que habían luchado también los legionarios de la Guardia de Hierro, que ha tenido muchos militantes en las tierras transilvanas y, entre estos, a Jilu. Jilu se había alistado, creyendo en su ideología que, antes de la guerra, más allá de un nacionalismo sano, no había tenido otros atributos, y de ninguna manera principios fascistas y nada, como habrá de ocurrir al final, del carácter nazi, hitlerista.

Esta cara de Marte no la había conocido Jilu, ni la tenía cuando su motocicleta había saltado por el aire y, vuelto del desmayo desde la zanja, había visto a su ayudante de campo destrozado. Se había hecho con su identidad y su uniforme y había llegado a Varsovia, en su primera misión de legionario, donde sí que ha visto la horrible cara del fascismo. En el destino de Crista, que vivía en un cuarto sin una pared, en una ciudad sin casas y con todo el país ocupado por Hitler, y el Vístula, putrefacto, transportando cadáveres hinchados y mucha suciedad.   

Luego, en Cernăuţi, en Besarabia, cuando un tren con deportados – rusos, judíos, ucranios, tártaros - había entrado en la estación en llamas, bombardeado, y los que trataban de salvarse,  caían bajo las ráfagas de las ametralladoras, tiroteados por los soldados de la SS.

Luego, en un febrero, el infierno mismo, en Dresda. Arrasada por los aviones anglo-americanos, con las calles transformadas en ríos de fuego. Olas tras olas de fósforo blanco. Y los gritos desesperados de la gente, entrelazados con los rugidos de las fieras escapadas del Jardín Zoológico, bombardeado también. Catedrales y jirafas en llamas. Alfombras de bombas. Una saña sin sentido. La guerra se acercaba a su fin, y la gente de Dresda  no tenia por que pagar la insania de Hitler.

Hans (antes Jilu, luego Groza) hacia de correo y había traído desde Praga, una valija con oro, joyas y piedras. Un verdadero tesoro - botín de guerra - para una generala que vivía en un chalet, en las afueras de la ciudad. Le había hospedado en la casa y al desatarse la tormenta de fuego, él había salido a la terraza en paños menores.

Volver a Praga, donde tenía su base, por cerca que quedaba de Dresda, hubiera  sido una locura. La hecatombe le había derrumbado todos los puentes, para toda la vida. Dos mundos que no se entenderán jamás. Ni Jilu, comprende algo con que quedarse de los dos. Había irrumpido inesperadamente en la casa, y está sentado frente a Mihai, que tampoco sabe cómo actuar. Escucha el cuento de Ulises, le hace parar, le incrimina.

 Los planos temporales se entrecruzan, van y vienen con más lugares, más gente y más sucesos. Las muchas autobiografías de Jilu pulverizan su autobiografía y no le dejan  futuro alguno. Su única autobiografía, escrita tantas veces, con las mismas palabras, en las que Jilu no existía como persona viva. Llevan horas culpándose, mientras que La Madre baja al sótano y trae más vino, esperanzada. 

Todo el peso de la materia épica se concentra en este encuentro, en el cual el narrador nunca interviene. Entrecomilla la conversación, la comprime, la suspende o la deja fluyendo. Añade lo justo que falta para que el lector pueda seguir el hilo del dialogo sin tropiezos. El estilo oral, que es lo propio de Ion Láncránjan, resulta el más adecuado al tema, el que mejor funciona para que los contrincantes puedan expresar sus ideas y sus pensamientos sin recovecos.

Pero los dos caminan juntos muy raras veces. Mihai ha vivido una vida ya hecha, hecha por otros. Jilu ha tenido que hacérsela con sus manos, solo. Delante de las puertas de Tabas, entre Eteócles y Polinice no cabe la paz. Jilu se levanta de la silla y quiere salir al patio, a tomar aire. Pero Mihai teme que podría fugarse. Aunque es su hermano, tiene que detenerle y entregarle como espía. Jilu lo ha reconocido. Abierta la ratonera, no ha vacilado ni un instante. Había llegado en paracaídas. Con otros dos. Decidido a entregarse y conciente de que no lo perdonarían. ¿Será encarcelado? Sí, pero en mi país. Muerto, pero en mi tierra. ¡Dios, cómo nos ha disipado la guerra a todos, dios!....

De pie, enderezándose, Jilu se acerca a la puerta y Rex, que ha captado la señal, llega primero y no deja que saliera. “- ¡No salgas!, grita Mihai. - ¡No te vayas! - ¿Me impides tú? Me trae sin cuidado”. Pone la derecha en el picaporte. Y el que vacila es Mihai. Quizás, no quiere escaparse. Pero la señal ha sido dada y Rex no vacila. Mas él no puede anular la orden. Rex se le echa encima y se desmorona, jadeando. Jilu se vuelve  hacia Mihai. Con el cuchillo lleno de sangre en la mano izquierda. Espera inmóvil. Mihai ha visto la punzada. Jilu quiere decirle algo, pero Mihai no le deja tiempo, coge el revólver y le dispara. Mira cómo se mece, se columpia como un árbol que no quiere tenderse a la tierra.

Desconcertada, subiendo desde el sótano con más vino, La Madre entiende todo lo ocurrido, se inclina sobre  Jilu para cerrarle los ojos y se dirige a Mihai para apartar el cuerpo de Jilu de Rex y ponerlo en la cama. Aturdido, Mihai deja el revolver en la esquina de la mesa y la ayuda. Y La Madre, que jamás haya tenido en sus manos un revolver, lo toma de la mesa, aprieta el gatillo y mata a Mihai...

¿Qué más hubiera podido ocurrir después? Lo que está escrito por en trágicos griegos, por Eurípides y Sófocles.    

Sin creérselo, Mihai se derrumba al lado del perro, gritando. ¡Esclava del diablo!...No me había engañado... Enemiga has sido... Y así has quedado...

Desatenta a los estertores de Mihai, La Madre vacila; piensa llamar a los vecinos, contarles lo sucedido y preparar los funerales. Pero todavía está dudando.

– Pero tú, majestad, dime ¿qué debo hacer? Pregunta a Iosif Vissarionovici, sin odio, casi con ternura. Sin esperar respuesta ya que la llevaba en sus adentros. Como Iocasta: ¡En nombre de los dioses! Dime también a mí, señor, por qué asunto has concebido semejante enojo...

Como las aguas revueltas del Muresh, el remolino de los recuerdos le invade el alma, mientras los abetos bajan en fila, por sí solos hacia su casa; uno por cada hijo muerto sin casar.
Los abetos... Las novias que no habían tenido.

La Madre mira la lámpara que se había caído de la mesa, derramando el petróleo y levantando llamas en su alrededor. No se da prisa en apagarlas. Con los trapos de la cocina prepara unos estropajos, los moja bien en petróleo y les prende fuego. A todos, echándolos bajo la cama, en los cuartos, en el desván, sobre el tejado de chilla, en el târnaţ (el porche), en el cobertizo, donde tenía el heno para la vaca. Por toda la casa.

Una llamarada que el viento alarga, amenaza las casas vecinas y derrite la nieve helada del patio. Se iluminan el jardín, el camino. La purificación  por el fuego.          

Segura ya de que todo será ceniza, La Madre cruza el jardín hacia el río, el Muresh cubierto de nieve, remedando la canción del abeto. Para sí y para el viento:     A-beto, a-beto, / ¿quién te ha ba-ja-do? / des-de el pe-dre-gal / a es-te ce-ne-gal?



Camina sin mirar, con los ojos empañados, vacila; desde un matorral saltan los liebres, muchos liebres (¿serán diablos?), se oye el relincho de un caballo, lo ve, se santigua (este no puede ser caballo...), mas el caballo va delante, hacia el Muresh, rompe la nieve con los cascos, luego se pierde en el viento.

La están invadiendo los fantasmas de toda la vida. Alucina, están danzando las hadas (ielele), pasan los espíritus (pricolicii)... Escucha el follaje seco de un álamo, repiquetea cual la carraca (toaca) de la iglesia agitada por el viento. Se da cuenta que está caminando sobre el Muresh, sobre el hielo. Recuerda que, días atrás había partido el hielo, abriendo un claro para enjuagar las ropas. La busca y se la encuentra...Un chapoteo negro y profundo. No se asusta. Sin prisa, empieza desnudarse. Pone al lado el pañuelo e intenta quitarse el delantal, pero no da con los nudos del cordón. Renuncia y salta al respiradero, gritando salvajemente, en el último instante, cuando el agua la está tomando en sus brazos duros y fríos...

 En el amanecer, cuando llegó la gente – después de apagar el incendio – no encontraron nada sobre el hielo. Solamente las huellas de sus pasos, desde la orilla hasta el claro, iguales e interrogantes. Se entrecruzaban con las de un perro ajeno, que había rodeado el claro, dejando una mancha amarilla en uno de los lados, para irse luego hacia la otra orilla.

...Antigona, hija de Iocasta y Edipo, hermana de Eteócles y Polinice, condenada por Creonte a ser enterrada viva. La mitología griega traslada por la Segunda Guerra Mundial a las orillas de Transilvania.



Madrid, 15-25 de junio de 2014
Tres notas. 

1.Ion Lăncrănjan ha tardado diez años en la elaboración de esta novela, preocupado de modo especial en la condensación de la materia épica. Decir más en menos palabras. Luego, ha esperado siete años hasta su publicación, en 5.500 ejemplares, cuando casi por ley, para una novela la tirada normal era de 40.000 copias.

Para un ser humano, diecisiete años son muchos años. Para un escritor son una vida.

2. Sería una ingenuidad creer que, frente a la abundancia de sucesos reales, algunos de su propia aldea, el autor haya recurrido a un “plagio” de la mitología griega. La vida misma ha recreado en otros personajes, el destino cumplido por los héroes de Eurípides o Sófocles. Invocada por mí, para defender la obra, la semejanza de los hechos ha resultado contraproducente, los censores del libro actuando como los cancerberos en la entrada al Infierno. De ahí, parcialmente, el contenido de la dedicatoria que se me ha hecho: A Darie Novãceanu – al que le he estimado y le he amado siempre y  de verdad, pero no tanto cuanto se lo merece, diría yo en este momento, al que voy a estimar y amar mas desde ahora en adelante, no porque me sentiría rodeado de soledad (llega y llega...), sino porque así es conveniente y es justo.

            3. Es lo que me determina volver sobre aquellos años y sobre las muchas batallas que hemos librado junto, sin ganar ninguna, pero sin perderlas.

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© Darie Novãceanu – Madrid – 2014. Reservados todos los derechos.