lunes, 13 de junio de 2016

Et in Balcania ego



   

Bajo el signo de Zalmoxis



A Heródoto le interesaban solamente los datos que han influido y definido la historia de los pueblos. Y en este sentido le debemos mucho, para no decir casi todo lo que sabemos sobre nuestros ancestros. Aparte de nombrar los ríos, Heródoto nombra las estirpes tracias que vivían en sus valles y, entre estos, admira a los getas, recordando la expedición de Darío: “Antes de llegar al Istro, Darío sometió previamente a los getas, que se creen inmortales. Pues resulta que los tracios que ocupan Salmidesos o los que están establecidos al norte de Apolonia y Mesambria (que reciben, respectivamente el nombre de escrimíadas y nipseos) se rindieron a Darío sin presentar batalla; en cambio, los getas, que son los tracios más valerosos y los más justos, se obstinaron en una imprudente resistencia y fueron reducidos en seguida.” (IV-93).

Subrayamos las palabras “silenciadas” (censuradas) de modo gratuito por algunos historiadores, recurriendo a un artificio de sintaxis para ocultar la derrota - Los getas son los más valientes y más justos de los tracios -, cuando el aprecio de Heródoto consta solamente en haberse atrevido hacer frente a los persas, mencionando la razón y la trascendencia de la imprudente resistencia: Por cierto que se creen inmortales, entendiendo por tal lo siguiente: piensan que no mueren, sino que, a la hora de morir, van a reunirse con Salmoxis, un ser divino (algunos, sin embargo, denominan a este ser Gebeleicis.)

Con este párrafo, ampliado en los siguientes, podríamos abrir la primera página de nuestra historia, puesto que nos hallamos en lo esencial del destino histórico y religioso de los geto-dacios. Párrafo entresacado del contexto e interpretado de varias maneras, con mucha erudición, pero cada vez más lejos de la verdad fundamental.

Sinnúmero son las páginas dedicadas a Zalmoxis, este ser divino que Heródoto transcribe Salmoxis (influido por el topónimo Salmideso). Sin olvidar el otro nombre, de Gebeleicis, cuyo significado no se conoce, mientras la procedencia de Zalmoxis queda definitivamente esclarecida por Porfirio. Se trata de la palabra tracia zalmos, que significa “piel”; de donde Zalmoxis equivale al “dios oso” o “dios de la piel de oso”, por haber sido cubierto al nacer con una piel de este animal.

Los primeros clásicos que han tratado la presencia de Zalmoxis han sido Platón (Charmides, 156), Estrabón (Geografía, VII, 3, 12), Porfirio (Vida de Pitágoras, 14), Diodoro de Sicilia (Biblioteca histórica II, 4), Melo Pomponio (De situ Orbis, libro II, capítulo 3), Juliano el Apóstata y muchos más, menos eruditos pero más intuitivos, cuyas contribuciones en el tema que nos interesa, las juzgamos como de importancia singular. No solamente por añadir matices nuevos al retrato por nadie visto de Zalmoxis, sino también por saber discernir y resaltar las virtudes y los muchos conocimientos de los geta-dacios quienes, a diferencia de las demás grandes familias tracias, han sido los únicos que han reconocido en este ser divino a su rey y su dios supremo. De este modo, se han sometido y entregado a sus enseñanzas, cumpliéndolas siempre, llegando a ser un pueblo unido, próspero y trabajador, muy arraigado al suelo de la patria, para lograr luego, paulatinamente, a formar un estado centralizado. El más grande, y poderoso de entre los Cárpatos y el Danubio.



De algún modo, los autores menos eruditos son los que han leído más y mejor a Heródoto; hasta las palabras que las ha dejado en el umbral de las sugerencias. Que el padre de la historia no haya pisado las orillas europeas del Ponto, no quiera decir que no las hubiera conocido. Es más que seguro que en Atenas, antes de salir para Olbia, había consultado todo lo que se podía consultar respecto a los lugares por donde habrá de pasar. Además, se da el caso de que, en aquel entonces, los dacios ya estaban presentes en Grecia, en la indeseada condición de esclavos; hasta aparecían como personajes en algunas de las primeras comedias griegas.

Asimismo, es indudable que durante la travesía hacia el lago Mayátide, como solía llamar el mar de Azov, se había hecho con más información sobre “los pueblos menos evolucionados de los aledaños del Ponto”, muy extrañado por la presencia de Zalmoxis entre ellos. Sus primeros datos sobre este ser divino, díos del cielo, sea sereno, sea cerrado, los había recabado en Atenas. Y su interés, en cuanto a la religión de los dacios, no arranca desde la creencia en una idea de ultratumba, sino en el convencimiento de estos de que los muertos se reunían con los seres divinos. Tal “traduce” el comentario de Heródoto, como si fuera suyo propio, el emperador Juliano: …juzgaban que la muerte era solo un cambio de morada; por eso estaban más prontos a morir que a emprender cualquier viaje. Lo “traduce” porque no se aparta del original, pero abrevia el contenido, sin darse cuenta que así elimina verdades.

Volvamos pues al original, donde Heródoto, allende el significado del “cambio de morada”, subraya la creencia de los dacios de que la muerte era el camino para llegar a reunirse con sus dioses. Tanto creían en la existencia y la omnipotencia de Zalmoxis, que, periódicamente, para comunicarse con Él, recurrían al sacrificio: Cada cuatro años despachan en calidad de mensajero, para que se entreviste con Zalmoxis, a aquel miembro de su pueblo que en dicha ocasión resulte elegido por sorteo y le encargan lo que, según el momento, necesitan. Y he aquí cómo lo envían: los encargados de este menester sostienen tres venablos, en tanto que los otros cogen de las manos y de los pies al que va a ser enviado para entrevistarse con Zalmoxis; y, tras haberlo balanceado en el aire, lo echan sobre las picas. Si, como es lógico, muere al ser atravesado, consideran que la divinidad le es propicia; pero, si no muere, llenan de denuestos al mensajero en cuestión, afirmando que es un ser malvado; y tras sus denuestos a dicho sujeto, envían en su lugar a otra persona, dándole sus encargos mientras todavía se halla con vida.

Hasta aquí el texto nos releva lo que no se ha observado suficientemente. En lo primero, la elección se hace por sorteo, lo que supone que todos y cada uno de los dacios estaba dispuesto y preparado para emprender el viaje, aunque no todos – los que no morían – eran dignos de presentarse delante de Zalmoxis, que es cuando se enviaba un otro, cumpliendo el mismo ritual. En lo segundo, en el sacrificio participan también los animales, los tres venablos que acuchillan con su cornamenta al elegido. Leyendo mal el texto, todos nuestros historiadores hablan de lanzas de madera y se olvidan de los venados. Y Heródoto sigue, añadiendo: Asimismo, estos mismos tracios, cada vez que truena o relampaguea, disparan flechas al aire, airados con el cielo, al tiempo que amenazan al dios, pues no creen que exista ningún otro dios que no sea el suyo.

En este caso, los autores clásicos interpretan erróneamente el gesto: los dacios no saetan a su propio dios, sino que le ayudan para disipar los poderes adversos de la naturaleza y vencer a las deidades en las que no creen y cuya existencia no la aceptan. Empero, no asistimos a un sortilegio o conjuro, ni nada tiene que ver el ritual dacio con los llevados a cabo por los pueblos australianos o africanos, quienes antes de salir a cazar un venablo, lo dibujaban sobre la arena y bailaban a su alrededor. (Lévi Strauss)




Y como último retoque al retrato nunca visto de Zalmoxis, continúa sus párrafos, con muchos pormenores, cada uno con su significado: Pero, según he oído decir a los griegos que viven en el Helesponto y en el Ponto, el tal Salmoxis fue un hombre que sirvió como esclavo en Samos: estuvo al servicio de Pitágoras, hijo de Mnesarco, posteriormente consiguió la libertad y amasó cuantiosas riquezas, regresando con ellas a su país. Y como los tracios vivían miserablemente y eran bastante simples, el tal Salmoxis, que se había hecho al modo de vida jonio y a un modo de pensar más reflexivo que el de los tracios (ya que había tenido trato con griegos y especialmente con Pitágoras, uno de los mayores sabios de Grecia), se hizo acondicionar una gran sala, en la que recibía espléndidamente a sus más importantes conciudadanos y los obsequiaba con banquetes, al tiempo que los adoctrinaba en el sentido de que ni él, ni sus convidados, ni sus sucesivos descendientes morirían, sino que irían a cierto lugar donde vivirían eternamente, gozando de toda suerte de bienes. Y mientras hacía lo que he indicado y propagaba esa doctrina, en el ínterin se hacía construir una cámara subterránea. Cuando tuvo totalmente terminada la cámara, desapareció de la vista de los tracios, y bajó a la cámara subterránea, donde vivió por espacio de tres años. Entonces los tracios lamentaron su ausencia y lo lloraron como si hubiese muerto; pero a los cuatro años, se les volvió a aparecer y así fue como dieron crédito a lo que afirmaba Salmoxis. Según cuentan, esto es lo que dicho individuo llevó a cabo.

De ese párrafo, los comentaristas se quedan con el hombre Zalmoxis, sin quitarle la divinidad, pero no como dios del cielo, ya que por lo de la cámara subterránea se le considera una deidad de este mundo, algo así como otro Hades.

Desde luego, resaltan la condición de esclavo, esclavo de Pitágoras para dejar sentado que Zalmoxis era un humilde aprendiz del gran filósofo y taumaturgo que propagaba la doctrina de la inmortalidad del alma y de la metempsicosis. De tanta fama, que una leyenda le consideraba como una reencarnación de Apolo Hiperbóreo.

Seguramente que Heródoto conocía esa leyenda y también a la de Zalmoxis, pero evita a las dos porque no consideraba a Pitágoras como fundador de una doctrina filosófica-religiosa de tanta trascendencia y tampoco querría hacer de Zalmoxis un simple imitador de este. Estupenda demostración de ética y escrupulosidad científica. Además, para ser exactos, las dos razones tenían una motivación muy seria que el gran historiador la retrasa para cerrar, magistralmente, este párrafo final, el último de todos, sin declararse partidario de ninguna de las dos hipótesis. Su interés en la figura de Zalmoxis, alumbrado en Atenas, fomentado durante el camino, habrá de completarse en Olbia, donde, llegados por el valle del Dniéster, los geta-dacios representaban una comunidad importante, bien integrada. Heródoto no los ignoraba y tenemos que admitir que, a base de sus informaciones, ha sido en Olbia donde ha dado las últimas pinceladas al retrato nunca visto de Zalmoxis, volcando gran parte del edificio: Por mi parte, yo ni dejo de creer ni, en cualquier caso, creo ciegamente en la historia de este hombre y en la de la cámara subterránea; pero considero que tal Zalmoxis vivió mucho años antes que Pitágoras. Y bien que Zalmoxis haya sido un ser humano, bien que se trate de una divinidad propiamente nacional de lo getas, dejémoslo estar.

Atendiéndonos al conocimiento de su época, no ponemos en duda el saber y la erudición de los autores clásicos, ni cuestionamos sus opiniones, asumidas por todos los estudiosos del tema y aceptadas sin reserva por Mircea Eliade, el mejor conocedor de las religiones antiguas, de los mitos y de las leyendas, cuya única intervención en este caso ha sido la de desanimar a los escritores modernos, quienes veían en Zalmoxis a un chaman: no, ha dicho Eliade (Historia de las Religiones), la existencia del chamanismo entre los getas no es segura, sin tocar a los clásicos. 



            El consejo de Heródoto – dejémoslo estar -, después de considerar que Zalmoxis había vivido mucho año antes que Pitágoras (580-500 a.C.) no nos parece una invitación al pensamiento cómodo, de un mar en calma, sino una interdicción velada, más exactamente – recurriendo a Blaga – una censura trascendente a la que está sometido el conocimiento humano por el Gran Anónimo. Esclarezcamos: el Gran Anónimo es denominación metafórica del modo paradójico en que se aparece el absoluto al intelecto humano: guardia del misterio y, al mismo tiempo, el misterio supremo. Y escuchemos a Blaga: El Gran Anónimo se defiende a sí mismo y a todas sus criaturas frente a cualquier intento del espíritu humano de revelarle sus misterios de manera positiva y absoluta. (En Trilogía de la cultura – Capítulo La génesis de la metáfora)

            Heródoto, quien no deja de creer, ni cree ciegamente en Zalmoxis, coloca la censura trascendente exactamente como lo hará la Iglesia con el dogma: creer sin indagar. Una prohibición que, al mismo tiempo, es una incitación al conocimiento. Desafió que los autores clásicos- menos Diodoro de Sicilia – no lo han considerado así, pero sí lo han recibido los autores intuitivos. Tal como nos releva Vasile Pârvan, cuando apunta: Los griegos no han comprendido nada de la religión de lo getas del norte y han explicado su idealismo irreducible a través del cuento Zalmoxis-hombre, discípulo de Pitágoras. Sólo un griego, Hermippus Callimacius, ha volcado el asunto, sosteniendo que Pitágoras es el que ha imitado las enseñanzas de los tracios. (Gética)

            No olvidemos que Hermippus Callimacius (315-240), conocido como Calímaco, poeta y gramático griego, ha dirigido muchos años la Biblioteca de Alejandría, teniendo en sus manos muchos manuscritos que el fundador de la biblioteca, Tolomeo (360-283), llamado el Soter – el Salvador – adquiría de todas partes. Y es importante recordar que Tolomeo, como lugarteniente de Alejandro Magno, se ha adentrado a la tierra de los dacios, en 235, en la desembocadura del río Olt. Por lo que no sería exagerado pensar que es él el que le ha sugerido a Calímaco estudiar la vida de los getas y de Zalmoxis.

            No disponemos de otras fuentes respecto a la muy tajante opinión de Calímaco. Los documentos consultados en Alejandría – desparecidos en el incendio – le otorgan credibilidad y autoría. Sin marchitar la figura de Pitágoras. El Creador de las ciencias matemáticas – recordemos la tabla de doble entrada y la teoría que llevan su nombre- había estado entre los filósofos jonios, ha conocidos a los sacerdotes egipcios, a los magos de Persia y los ascetas de India. Hubiera podido ser el maestro más influyente para Zalmoxis, quien, por vivir mucho antes, había recibido las mismas enseñanzas de las mismas fuentes y otras, difícil de identificar, pero no hay que buscarlas siempre lejos de casa, como habitualmente se ha procedido. Algunos méritos deben haber tenido los dacios, y, tal vez, son estos los que le hayan determinado volver entre ellos, después de los años pasados en Grecia, en Egipto y otros lugares, al entender que este era el terreno idóneo para sembrar su sabiduría y predicar su doctrina.

            Con su determinación, Zalmoxis no prefigura a los misioneros, que aparecerán en el primer milenio cristiano, como evangelizadores – Id y enseñad a todas las gentes –, porque él no llega sino que regresa a su familia, y no se queda entre los tracios del sur, al no identificarse con una idiosincrasia que le era ajena.

            En relación con estos, otro era el modo de vida de los dacios, otras sus creencias, otros los conocimientos y las tradiciones. Y, nada extraño, estos datos han sido los que menos han interesado. Eliade mismo, el que más y mejor sabía de todo, no insiste en ello, quedándose con lo esencial: Aunque la civilización dacia fuese fundamentalmente agrícola, parte del pueblo se dedicaba a la fabricación de vasos, a trabajar la madera, a extraer y trabajar los metales. En los dominios nombrados hay toda una serie de quehaceres que particularizan a los dacios, injustamente ignorados.




            Transcribimos esta opinión de una obra – Los rumanos. Breviario histórico – que, sin hacernos mérito alguno, la hemos rescatado del olvido, incluido el suyo*.

            Allende su libro, Desde Zalmoxis a Gengis Kan, y de haberlo imparcialmente tratado en Historia de la Religiones, a Eliade no le ha interesado de modo especial la figura de la divinidad suprema de los dacios. Con el riesgo que esto supone, podríamos decir que se había reservado para su propia literatura fantástica, muchos misterios y pormenores de la vida de los dacios. No hay más que leer su fascinante relato Un om mare Un hombre gigante – para reconocer en Eugen Cucoaneş, el personaje que empieza a crecer hasta llegar a una estatura de 30 metros, el retrato jamás visto por nadie de Zalmoxis. Símbolos, mitos y parábolas que Cucoaneş se lleva con él, abandona los valles y las grutas de los Cárpatos, atraviesa la campiña de Bǎrǎgan, cruza Dobrudja y se dirige, de noche, para no ser visto, hacia Constanţa (Ponto Euxinius), donde se pierde sin dejar rastro. Algunos – leemos - decían que lo habían visto entrando en el mar, a nado, pero, tal y como ha puesto en evidencia la investigación de hace pocos días, estos testimonios carecen de todo fundamento […].

            Que los griegos no entendían nada de la religión de los dacios, no importa, pero que intervengan y tratan de alterarla, considerándola idéntica en principios con la de los tracios del sur, eso sí que importa. Desde esos juicios, algunos escritores atribuirán a los dacios creencias que nunca habían cultivado, mientras otros, por antipatía hacia los valacos, descendientes de esta estirpe, aplicarán los defectos de los tracios del sur a los getas. Hay toda una literatura de esta clase denigratoria, firmada, a veces, por nombres de mucho prestigio, que cruza las fronteras del tiempo hasta nuestros días.

            Nada casual, se nos antoja. Ni la leyenda de Pitágoras como una reencarnación de Apolo Hiperbóreo es una casualidad, sino la argucia griega de contaminar con sus deidades a las de otros pueblos. Detrás, otra leyenda sostiene que los hiperbóreos eran una comunidad importante de jonios asentada en Escitia, más exactamente en la ciudad de Histria, la que a Heródoto no le ha interesado. Pues bien, aunque Pomponio Mela los sitúa en las orillas del Scythicus Oceanus, muy en el norte del Mare Caspium, y aunque Heródoto les dedica muchas páginas (IV- 32-36), aunque Píndaro (Píticas) y Aristóteles (Meteorología) admiten la existencia de los hiperbóreos, que “habitan más allá del viento norte”, las últimas investigaciones establecen que los hiperbóreos vivían en algún sitio allende las montañas, en el cielo, siendo un pueblo de almas, las almas de los muertos justos. La creencia en los hiperbóreos es de origen tracia y la semejanza entre ellos y los getas inmortales que van a Zalmoxis es abrumadora, se ha concluido.

            Un pueblo de almas y un dios supremo nunca visto, que vive en el cielo, como los hiperbóreos, no sobre la tierra, he aquí los dos pilares de la religión de los dacios. “Aún no se han puesto de acuerdo los eruditos sobre si Zalmoxis fue un dios del cielo o de la tierra”, dice Eliade, en el libro que hemos rescatado del olvido, y continúa: “Hay una cosa cierta, sin embargo: el alto espiritualismo de su culto. Zalmoxis no tenía templos ni imágenes. Se le veneraba en las colinas y en las montañas, y, tal vez, el lugar supremo de su culto estuviese en uno de los picos más elevados de los Cárpatos.” Y esa montaña, según Platón, “ha sido considerada sagrada y su nombre es Cogheón, el mismo que el río que fluye en sus cercanías.”
 
  Escrito en Lisboa, en 1943, cuando era consejero de la Embajada de Rumanía, impreso una sola vez, en portugués y español, en el mismo año y en una tirada mínima, de familia, este libro había desaparecido totalmente. Al quedarse en el exilio, Eliade lo dejará perdido – tenía sus razones – y tampoco lo recordarán sus editores, debido a la virulenta campaña de su denigración, mantenida hasta nuestros días. Asunto en que no entramos. Mencionamos tan sólo que el libro que hemos rescatado, acaba de publicarse con el título Bajo el signo de Zalmoxis, por la Editorial Prensas Universitarias de Zaragoza.


Por más que se han empeñado los especialistas en localizar la montaña a la que se refiere Platón, el Cogheón queda sin ubicación segura: los filólogos creen que se trata de Gugu (2292 m.), mientras los arqueólogos y los historiadores lo fijan, con vacilación, entre Godeanu, Oslea y Retzat. Por su parte, Eliade lleva al personaje de su relato Un hombre gigante a la cima del Pǎduchiosu, en Bucegi, lo que podría ser interpretado como una sugerencia más. Sobre todo, si tenemos en cuenta que en Bucegi se halla el impresionante grupo de grandes piedras, esculpidas por la naturaleza, conocidas desde siempre como Babele (Las Viejas) y muy cerca se levanta La Esfinge. Fascinante estatua de una sola roca labrada por y el viento, cuya misteriosa expresión humana, vista desde varios ángulos, recuerda muy de cerca la Esfinge egipcia. Dejémoslo estar

            Asimismo, es Platón quien ha revelado a Zalmoxis como dios curador, atributo reservado a divinidades importantes. Pero pocos habían observado, leyendo Charmides, que no es él el que resalta esta virtud, sino Sócrates mismo, que participa en el Diálogo, al lado de Cherefón, Critias y Charmides. Además, algunos han entresacado del texto la parte más sugerente, dejando al lado dos datos esenciales. El primero, la soberanía del alma en cuanto a la salud del cuerpo, que muchas veces queda sin curarse. “Porque – le decía el médico tracio de Zalmoxis a Sócrates – todo viene del alma, tanto los males como los buenos del cuerpo y de todo nuestro ser”. Y lo segundo, el mismo médico añade que la planta curativa “no sirve para nada sin el conjuro”. Erróneamente, muchos han tomado el conjuro como exorcismo o hechicería. Nada de esto: el exorcismo es imprecación que usan los religiosos contra el demonio, y la hechicería es práctica supersticiosa de los hechiceros que intentan el logro de sus fines, incluyendo en ello a los malos espíritus. Prácticas fuera de la sabiduría dacia: la enfermedad se cura desde alma y el conjuro es el que convoca en la curación el alma del paciente. En términos científicos modernos, el conjuro es parte intrínseca del tratamiento, es decir la parte psíquica. Hasta donde conocemos, ninguna medicina antigua, hasta los dacios, recurría a la todavía sin nombre, ciencia, de la psicología. Justo lo que le reprocha el médico de Zalmoxis a los griegos que, al conocer de los dacios la virtud de las plantas, las habían aprovechado, ignorando el tratamiento psíquico. Tan importante para los dacios que, en caso de enfermedades difícil de diagnosticar, prescindían de plantas, apelando tan sólo al conjuro. Textos breves, de misterio abierto, algunas veces mencionado por su nombre la enfermedad, que los autores de antologías de folclore los recogen sin discernir en secciones dedicadas a adivinanzas, exorcismos, brujerías y hasta maldiciones…

            Tan conocidas y famosas eran estas plantas, desde Sócrates, que en el tratado Materia médica, elaborado por Diosocorides, especialista en botánica, encontramos un gran número de ellas (nada menos que 57) con denominaciones dacias. Y lo mismo, en los escritos de Claudio Galeno. Incluso en Séneca descubrimos que los romanos usaban el eléboro para calmar los accesos de locura de los enfermos mentales, recluidos en una isla en el sur de Italia. Planta que nosotros llamamos spânz, en uso todavía en la medicina popular, sobre todo –y no solamente - en la cura de la peste porcina. Hasta tenemos el verbo a spânza, que significa aplicar el tratamiento con la respectiva planta, cuyos muchos efectos, incluidos los venenosos, quedan por conocerse.

De Sócrates a Platón, de Platón a Aristóteles, de Aristóteles a Alejandro Magno, las plantas curativas dacias han sido el puente encantado para muchos que han pasado del dolor al alivio y salud. Así curaba Alejandro a sus compañeros. Sólo para su fiebre, en Babilonia, no ha encontrado remedio. Con los nombres propios y los glosarios medicinales, dice Pârvan, “tenemos lo suficiente para demostrar que somos parientes de los tracios, como lo son los frigios con los armenios, pero no somos el mismo pueblo.”




            Obviamente, para encontrar el remedio adecuado para una enfermedad – a veces el tratamiento suponía el uso común de más de una planta – han sido necesarios varios ensayos, repetidos, pacientemente, a lo largo de mucho tiempo. Igual a los mayas de Atitlán para hacer del maíz silvestre una cereal alimenticia capital para el sustento de la vida humana. Logro que la genética, partiendo de la misma planta, que todavía existe, no lo haya conseguido jamás.

            La recolección en sí de las plantas exigía el conocimiento del desarrollo natural, puesto que las sustancias cambian según el proceso de crecimiento y maduración. Saber el periodo justo para obtener el fármaco buscado era toda una ciencia. Búsquedas que se han llevado a cabo en las aldehuelas, donde la agricultura, sobre todo la cría de aves y ganado, con sus habituales cuidados, ha sido el laboratorio idóneo. Y es de admitir que algún conocimiento deben haber traído también los pueblos migratorios. Los escitas sabían mucho de animales – la raza escita de caballos ha perdurado siglos después de su extinción – y entendían bastante de varios cultivos, ya que, con el paso del tiempo, los escitas labradores se habían convertido en los principales productores de trigo para Grecia, con delegados propios para controlar la mercancía en muchas colonias pónticas.

            A los escitas le debemos, al menos el cerezo que se lo habían traído de las tierras cercanas al Caspio y le construían cobertizo mejor que el de ellos, “cubriéndole durante el invierno con un toldo de fieltro blanco”, dice Heródoto. Y por el fruto, “semejante a un haba pero con hueso”, lo consideraban árbol sagrado, aprovechando su jugo espeso y negro mezclado con leche de yegua, tal como los calmucos de hoy.

            Aunque lo ignoráramos, el Mundo Antiguo no se había esfumado al entrarse en el Nuevo. La memoria de los pueblos cruza este umbral como si nada y sigue funcionando con toda la naturaleza y todos sus datos. No es extraño, así las cosas, que hasta nuestros días en todas las casas campesinas rumanas la medicina popular es práctica corriente, igual que hace milenios, usando las mismas plantas – raíces, tallos, hojas, flores, semillas – de aquel lejano antaño.

            Ha sido esta memoria colectiva la que ha conservado y transmitido por encima del calendario estos conocimientos y el sin fin de creencias, costumbres, tradiciones, rituales y ceremonias, que son las que definen los valores peculiares de un pueblo y aseguran su permanencia en la historia.

            En muchas de las manifestaciones, la voz, el canto, la música, han desempeñado su papel específico, imprescindible. Así, de Teopompo (378-322), historiador griego, autor de Historias helénicas, sabemos que los geta-dacios conocían el uso solemne de la lira, en las procesiones político-religiosas, mientras en la vida cotidiana los instrumentos musicales eran los del viento: el caramillo, la flauta, la zampoña, la ocarina y el bucium, una trompa muy larga fabricada inicialmente de corteza de abedul; instrumento de reducidas virtudes, pero cuyos sonidos, penetrantes, servían a los pastores, y no solamente a ellos, para comunicarse a grandes distancias. El bucium, para decirlo con otras palabras, substituto del tambor africano, ha sido la llama sonora del fuego frío que se encendía en las colinas de los Cárpatos, sobre el espacio matriz, del cual habla Blaga, que, junto con otros factores, ha determinado la vida espiritual de los rumanos.

            Decisiva, entre estos otros factores, ha sido sin duda alguna, la creencia de los dacios en la inmortalidad del alma y, según hemos mencionado, en que la muerte no era más que un cambio de morada y el camino para reunirse con sus dioses.

            El regreso de Zalmoxis a su pueblo aniquila cualquier debate sobre su origen y, asimismo cualquier especulación sobre estas creencias. En ello, tenemos que aceptar el juicio de Diodoro de Sicilia (Biblioteca histórica), quien lo sitúa entre los fundadores de grandes religiones, al lado de Zoroastro y Moisés.



            En los tres casos, no tenemos que fijarnos en las semejanzas, que no faltan, ni en las diferencias, que son normales, sino en los logros y en alcance final de cada uno.

            A Zoroastro, la tradición antigua le reconoce una existencia real repleta de datos civiles. Así, sabemos que había nacido en el año 660 a.C., en Media, una localidad del Irán Oriental, que ha tenido familia e hijas y parientes en la corte del rey de Bactriana. Y que se ha retirado en el desierto, alimentándose solamente de queso. La misma tradición sostiene que había escrito veinte libros, cada uno con cien mil versículos, sobre doce mil cueros de vaca. Pergaminos desaparecidos cuando Alejandro Magno ha dispuesto el incendio de los archivos imperiales de Persépolis. Se ha salvado solamente un fragmento del libro Zend-Avesta, escrito en el idioma de la antigua Bactriana.  

            Su enseñanza se basa en una teología dualista, del bien y del mal, cada uno con sus dioses: Aura Mazda que se opone a Ariman; pugna donde el deber del hombre es el de contribuir al aumento del poder del bien para que disminuya el del mal.

            Más allá de Heródoto y de los escritos de los autores clásicos, sobre Zalmoxis no conocemos absolutamente nada. Y es que las divinidades no tienen “biografía” civil. No es lo mismo creer en un ser real que en uno divino, imaginado, plasmado desde las propias aspiraciones de los creyentes. Proceso sutil, cargado de muchas connotaciones. La imaginación es la facultad del espíritu para crear y reproducir… imágenes, con plena libertad. Lo que supone la capacidad de decidir “sin más causa que la propia voluntad”. No imaginamos cosas en las que no creemos. Tenemos así, en brote, lo que luego habrá de llamarse el libre albedrío. De este modo, el poder de la fe no tiene otros límites que las que el alma individual se impone y el espíritu de una comunidad sanciona.

Zalmoxis no ha dejado, como los demás fundadores, ningún texto escrito. Ni le hacía falta: la fuerza de su doctrina reside en la capacidad del creyente en leer lo que no está escrito, pero podría ser imaginado. Su rostro no necesita más imagen que la imaginada por cada uno de los creyentes.

La doctrina de Zoroastro ha sido religión oficial de Persia – Darío mismo estaba entre los fieles -, consolidando el poder del estado y debilitándose a sí misma debido a la ayuda recibida de este. Luego, perseguidos por los mahometanos, una parte de los zoroastrinos se ha refugiado en India, cerca de Bombay, con su fuego sagrado, recitando sus oraciones al borde del mar, bajo la puesta del sol. Siglos más tarde, los misioneros cristianos han logrado convertir a muchos de ellos, sobre todo a los jóvenes. Han quedado sólo los parsis, minoría contaminada por los brahmanes y el cristianismo. Que son, aun así, los que han dado grandes personalidades políticas e intelectuales. Una herencia insignificante y una supervivencia en camino de la extinción.

La doctrina de Zalmoxis se ha formado por sí misma, emanada desde la espiritualidad de los geta-dacios, identificados con sus principios no escritos, amoldados a sus creencias. Sin imperar sobre un pueblo numeroso, pero influyente sobre el espacio cárpato-danubiano, desde Transilvania hasta el mar Negro, ha sido la religión que ha logrado reunir bajo el mismo signo las familias de muchas tribus, que han llegado a ser un solo pueblo. Son las familias que aparecen en las primeras paginas de nuestra historia– carpios, apullios, tyragetas, predovensios, biefos, albocensios, rotacensios, buridavencios, costobocios, caucaencios, piefigios, agatirsos-, nombres sacados de todas las fuentes posibles y localizados dentro de la geografía del país, junto con sus reyes y reyezuelos. Muchos de ellos cumpliendo, al mismo tiempo, la dignidad de altos sacerdotes de Zalmoxis – Zolmodegicos, Roles, Dapyx, Zyroxes, Duras, Dromichetes, Burebista, Comosicus y Decébalo –. Frente a las invasiones de otros pueblos que anhelaban las riquezas de su territorio, los cuatro últimos han logrado unir estas familias para la defensa común, la que ha fomentado la formación de un solo reino-estado.

           


La ausencia de templos donde venerarle y el convencimiento de que Zalmoxis se hallaba en todas partes, las cimas de las montañas siendo sus altares, ha hecho germinar en los dacios la conciencia de comunidad arraigada al suelo-patria que les alimentaba y por cuya defensa, entendían, era necesario actuar conjuntamente, siempre unidos. Una vez materializada esta idea, el alcance final de la doctrina quedaba bien cumplido.

            Compararla con otras religiones, sopesando diferencias o medirla con principios y preceptos muy posteriores, es un ejercicio que no abre caminos al conocimiento de la época. Decir que también los celtas, los escandinavos y los griegos mismos practicaban los sacrificios, no es una semejanza, sino una diferencia: los dacios sacrificaba al mejor de entre ellos, mientras los otros lo hacían con los criminales y prisioneros de guerra. Lo que significa que no era un ritual religioso, sino la ejecución de una sentencia jurídica. Incluso el sacrificio de Ifigenia, mencionado erróneamente por todas las enciclopedias, es falso en su desenlace: es verdad, Agamenón promete a Artemisa el sacrificio de su hija, para salvar su flota, pero en el instante de cumplirlo, Artemisa la sustituye con una corza y se la lleva a Taurida, como sacerdotisa de su culto.

            Más provechoso, dentro de estas búsquedas, sería rastrear los elementos que el mismo cristianismo, con buena memoria de los pasados, los había incorporado a sus rituales y ceremonias. No sería exagerado asemejar los tres años pasados por Zalmoxis en la cámara subterránea - cuando los dacios le lloraba por muerto – con los tres días de Jesús, en el sepulcro. Luego, su reaparición en el cuatro año, cuando asciende a la cima de las montañas, cerca del cielo, podría ser recordada en la Resurrección y la Ascensión, cuarenta días después.

            Por fin, entre otras extrañezas, ¿cómo se explica el hecho que Zalmoxis, adoctrinando a sus fieles, los aseguraba que ni ellos ni sus descendientes morirían, sino que irían a cierto lugar donde vivirían eternamente, gozando de toda suerte de bienes  y luego, en la misa de cuerpo presente, el sacerdote ortodoxa consuela a los vivos con que al mundo de más allá irían todos, por igual, tanto el rico como el pobre,  y los alivia, diciéndoles que los difuntos llegarán a un verde lugar, donde no hay dolor, ni tristeza, ni suspiros, sin tan solo paz y vida eterna? El mismo precepto, expresado con más sentimiento, que nuestras creencias lo pormenorizan, pintan el paisaje primaveral por donde va el último camino y le añaden el manzano y la fuente de la vida.

Madrid, 2005

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© Darie Novăceanu – Et in Balcania ego, 2016