Sărbătorile poeziei
Ion Gheorghe (1935)
Nació en una aldea de
la llanura de Baragán, Florica, y estudió Letras
en la Universidad de
Bucarest. Poeta de gran vigor rústico y de profundo
dramatismo. Su primer
libro fue una novela en versos. Se interesó
especialmente por el
poema épico que rehabilitó con brillantez. Cultiva
temas de alcance
filosófico y sigue rescatando mitos antiguos y palabras
olvidadas. Es, quizá,
uno de los más inquietos espíritus de la poesía
rumana actual y, sin
duda, uno de los de mayor personalidad.
Militante comunista,
nunca ha abandonado su credo y en la actualidad,
bajo el título de Comentarios
al libro blanco de la Securitate, publica
unos largos panfletos
líricos sobre la transición rumana.
OBRA: Poesía: El pan
y la sal; Las calles de la tierra; La cariátide; Noches
de luna en el océano
Atlántico; Zoosofia; Llega la hierba; Íconos sobre
vidrio; Elegías
políticas; Las megaliticas.
Proemio
Me he ido porque tenía
miedo a la muerte.
Cuando la vi por
primera vez estaba en las peñas de Ineu,
a una altura de 2000
metros sobre el mar
y podía cumplir 20 años
o no.
Esto dependía
totalmente de mí.
Déjame pasar, le había
dicho, y a mediados de cada agosto
te buscaré en todas
partes.
Desde aquel momento me
he ido de casa cada año,
cada día. He salido a
comprar periódicos
y pan, y he vuelto. He
salido hacia las peñas de Buzau
a mirar los molinos de
agua y las fresas,
y he vuelto. He salido
hacia las hidroeléctricas,
he bajado a las cuevas
de mármol de Rusquitza
y he vuelto. He salido
hacia el Mar Negro,
por aldeas
desconocidas, por el río, hasta el Delta;
he visitado fábricas y
cada vez he vuelto;
he pasado por algunas
metrópolis
y he vivido más de 40
días
bajo la bandera de un
barco pesquero;
he cruzado para beber
agua en St. John’s;
he huido 335 veces por
las olas de Georges-Bank,
pensando que era la
misma cifra
que llevaba en el
brazo, sobre el uniforme de la Escuela
de Pedagogía de Buzau,
y siempre he vuelto.
He regresado por las
puertas de las islas Azores
y he pasado algunos
días muy cerca de las negras rodillas
de África y de las
blancas rodillas
de la muchacha robada
por el dios Toro;
he visto la lágrima del
niño del mediterráneo
como una flor sobre
nuestra casa.
De todas partes envié
cartas.
Había leído que las
mejores cartas las escriben
los que están sobre las
aguas, en alta mar.
He regresado porque
tenía miedo a la muerte.
Tengo tanto miedo a la
muerte
que estoy llamándola
cada año.
Lo sé, lo aprendí de mi
abuela, de la tía Ileana.
Cuando se fatigaba por
este mundo injusto,
llamaba a la muerte y
la maldecía por no venir.
Y como la llamaba, el
búho silbaba
en el cigoñal de la
fuente.
Cuando se olvidó de
llamarla, llegó;
la abuela se defendió
con ademanes de niño,
se disfrazó de hormiga
y se escondidó en el manzanar.
Pero el viento llegó de
una vez y se cayeron las manzanas;
la primera manzana se
abatió encima de la hormiga,
hace ya mucho tiempo, y
todo se calló.
¡Ay, si no hubiera
soplado el viento!
Desde luego, somos tan
injustos con nosotros mismos.
Cuando ya había atravesado
la calle,
irrumpió encima del
hombre el trolebús;
por debajo vi el halcón
llenándose con el pan
molido con leche y
sangre por las ruedas;
restalló el cable del
funicular
y un ruido de maldición
pública
avisó a latigazos del
destino
que probaba su anudado
poder
cortando los árboles
y las piernas de los
leñadores.
Ellos no regresaron.
¿Ahora estás cantando
tú, diosa de la ira?
Cuando se fueron,
¿dónde estabas?
Tú también tienes miedo
a la muerte.
Primera carta esencial
Por la mañana, cuando
descienden las hojas al espejo,
poniendo con sus
círculos muy oscuro el vidrio,
obligándole a salir de
su estado natural;
por la mañana, cuando
cuidas tu cabello,
imagínate la bandera
del barco pesquero,
cómo está peinándole el
viento su primer color,
borrándolo lentamente
como a las edades;
imagínate cómo los
pájaros quedan sorprendidos
por ellos mismos al
encontrar
en sus alas los hilos
de la bandera roja.
Y entonces imagíname y
sufre por mí,
imagíname dentro del
primer color de nuestro signo;
el color en que se
pierden los vientos de la tierra,
el color donde reposan
la tormentas del océano
porque es el color por
todos buscado,
porque desde este color
empieza nuestra bandera;
piensa cómo lo deshila
el tiempo
envolviéndolo con los
dedos y olvidándolo en las aguas.
Imagíname y sufre por
mí,
tienes que estar
orgullosa de mí;
sabrás al fin de este
modo que nos amamos.
Ándate por la mañana
hacia el aeropuerto,
enseña a mi hija a
extender el dedo hacia los pájaros,
murmurando el nombre de
su padre atrevido;
vuelve de noche, cuando
regresan los aviones al país;
enseña a mi hija a
tomar en sus brazos los escudos
murmurando el nombre
del padre
intransigente consigo
mismo,
preguntando cómo puede
este rojo estado de las cosas
tener encima otros dos
colores;
háblale hasta llegar a
casa sobre el color padre;
compren y beban las dos
vino rojo;
no busquéis más que
manzanas y cerezas maduras…
Alabáos por mis dos
nombres,
y tú, imagíname de tal
modo y sufre por mí;
vístete y ponte los
zapatos en la mañana para mí,
cierra la puerta con mi
nombre y guarda bien las llaves,
defiéndelas para mí del
polvo de las ventanas,
lee los periódicos de
la mañana y los de la tarde,
saluda a los varones
sobre los que otros escriben ahora.
Ay, hacia el anochecer,
cuando el sol empieza a dudar
de sí mismo,
cuando empieza a
mecerse la red de araña de los nervios,
mezclando las noticias
y las señales que vienen hacia ti
cuando tu firmeza cae
bajo la punta de la bayoneta
como la de los soldados
en la hora más dura de su oficio,
cuando tu sangre de
mujer joven sufre la soledad,
sin comprender lo que
pasa, lo que el mundo sabe,
cuando te afanas como
una abeja que tropieza con la ventana,
entonces, al amenazar
nosotros mismos nuestro ser,
mirándonos más en lo
hondo de nuestros padres,
entonces, tú, llámame,
átate con las manos a mi nombre,
lleva a tu hija en los
brazos y siéntate frente la puerta.
Hacia el anochecer,
cuando los varones se
dejan caer hacia el vino,
cuando las mujeres se
ponen las medias fosforescentes,
imagíname y sufre por
mí,
imagínate cómo me muero
por la tinta de los tres dedos
y me echo en el turno
de trabajo cara arriba,
como si fuera un
ahogado o hubiese caído en la nieve;
imagínate cómo en el
cuarto de los mapas
el océano se prepara a
probar mi alma.
Al anochecer,
cuando nadie conoce sus
conductas,
cuando en la superficie
de la sangre salen los tiburones,
enemistándome por los
errores que no cometí,
cuando llegan los
prestamistas a mostrarnos las deudas
con sus dedos
envenenados,
echando encima de la
mesa papeles que no hemos firmado
y mostrando las huellas
digitales entregadas bajo amenazas
por nuestros padres y
por otros conocidos nuestros,
levántate y junta la
ceniza que se quedó de mí
en la mesa de trabajo,
y lee en adelante los
libros que yo comencé…
Y cuando caiga la noche
y el insomnio sacuda la casa,
revolcando la piedra de
descanso bajo tu cabeza,
toma en los brazos la
almohada
con la cual me llevabas
hacia otras orillas;
quédate con la oreja en
el sitio encendido por mis ideas,
espántate por el olor
de aquellas aguas
que brotaban de mi
frente
como hojas de cualquier
arbusto,
grita y agítate en el
sueño como un caballo de trineo
por el olor de la
sangre de su hermano destrozado por la loba,
lleva de este modo la
vida del marido
sojuzgado por el
océano,
y de este modo
imagíname y sufre por mí.
Nosotros nos damos
coraje en Copenhague,
llenamos las cestas con
frutas y las ánforas con agua,
reparamos el timón del
buque –esa cosa esencial
sin la cual nuestras
vidas y los buques están en peligro–,
probamos los
ingredientes en que se conserva el pescado;
hay que creer en el
color que brota cuando nos herimos con los anzuelos,
nos arreglamos solos
los botones de las camisas
cuando se nos rompe la
piel con el espinazo de los aperos.
Este es el color de
alabanza para mi nombre,
rojo capital sabiendo
sacrificarse primero.
Copenhague, 5 de julio, 1965.
Piedras de catedral
Están allí como si
fueran piedras,
sentados en los sacos
de cemento,
sobre escaleras recién
hechas,
de donde sacudieron la
arena con periódicos;
se ponen a comer pan
con melones,
ensimismados o en
silenciosas parejas;
de las semillas que han
caído en sus rodillas
brotan dos hojas de
vidrio, y el viento
sopla en los muros
hasta que nacen ventanas.
Cuanta piedra, tanto
campesino en la ciudad;
los que son jóvenes aún
comen un pan al día
y medio kilo de
tomates;
transitando sobre el
vacío del que nacen las palabras,
duermen sobre las
puertas de madera del circo,
bajo el hedor del agua
que mana de las narices del gladiador;
en su presencia, el
cónsul se saca la camisa,
se lava la nuca después
de haberse afeitado
y pregunta delante de
ellos a la palmera carbonizada.
Quosque tandem abutere,
Catilina?
Poco le importa a la
piedra la paciencia del otro;
sueña con su aldea
hasta que pueda vengar la sangre
desencadenada en la
otra ribera;
duerme sobre melones y
se alberga en campamentos;
hasta ahora ha vivido
sólo de dos panecillos caseros
esperando en la
enfermeria la llegada del tren.
Son como grandes
piedras el campesino y sus hijos,
él se está alabando por
las caras rumiadas
como si hubiese robado
el vientre de su caballo,
silba, y donde silba él
se levanta una casa nueva,
después deja en cada
cerradura dos hojas de albahaca
pensando en los
primeros inquilinos;
sed sanos y de buena
voluntad, les dice
y regresa a su aldea
una vez por semana,
llevando sobre sí una
bolsa de pan.
Algún joven emerge del
maizal disfrazado de brujo
y espanta a las
muchachas que están labrando.
El muy loco se casa a
toda prisa.
Apenas puede andar la
esposa con la piedra en el vientre
y él sale otra vez para
construir casas en los sitios
por donde anda errante
y regresará encorvado
por las bolsas henchidas
de sus bienes:
habrá comprado arroz y
azúcar y muñecas para los niños
y otra vez dejará
piedras en el vientre de su mujer.
¿Quién podría huir más
con las piedras dentro?
Piedras de río parecen
los hijos del campesino;
el agua pasa.
Una piedra sube a la
cúpula de la catedral,
sostiene en sus
rodillas el horologium, y en la puerta
está el padre
esculpiendo a su soñada Uta,
a quién deja dos hijos
en brazos
y a quién olvida en la
cúpula;
el que no se persigna,
duerme, pero hay muchos
que rumian sin saber
sobre las cabezas de todos.
Y una mujer llora por
la ausencia de su marido
que se ha perdido en el
mundo para traer el pan.
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R. Darie Novăaceanu - 2015
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R. Darie Novăaceanu - 2015