Galicia y Transilvania, orillas de la eternidad
Si se conocieran mejor, los rumanos y los gallegos descubrirían con asombro recíproco las muchas semejanzas de entre ellos y las pocas e insignificantes diferencias. Empezando con la geografía física - en Transilvania los gallegos se sentirían como en su casa - hasta la espiritual – los rumanos encontrarían en Galicia, casi sin alteración, muchos de sus mitos, creencias, costumbres y tradiciones. Vigencias y permanencias. Orillas de un mundo que el tiempo no ha logrado dividir, conservándolas bajo el hechizo de mismo misterio.
Más allá de la teoría
que sostiene el carácter conservador de las áreas periféricas de un imperio –
el romano, en este caso –, pulverizado las distancias, entre Finisterre y
Maramureş, deben haber intervenido factores de otra naturaleza, dejando que el
misterio funcione y los dos pueblos sean estirpes
colindantes. Horizontes de mundos que, antes del imperio, se han asentado en
las dos geografías, fertilizándolas con la luz primigenia.
Los celtas, con toda la
certeza, representan estos horizontes y, con la misma certeza, ha sido la aldea
la que ha recibido la lumbre, conservando gran parte de las semejanzas. Porque
tanto los gallegos como los rumanos han vivido – y siguen viviendo – en este
universo, donde los enseres y los aperos, los animales, los árboles y los
ritmos vitales de la existencia son muy parecidos, instalados bajo la armonía
del mismo cosmos.
Solamente en Galicia he
descubierto que, igual a nosotros, la gente acostumbra dar nombre de santoral a
los animales domésticos. De modo que, por bautismo, el perro y la vaca se
integran a la familia, casi personas…Solamente en Galicia, en los bordes de los
caminos que unen las soledades de las aldeas, he encontrado la cruz, el símbolo
único de la fe y de la confianza en sí mismo, transfigurada en humilladero y troiţǎ.
Nombres de etimología distinta – eslava para nosotros,
latina para el gallego-, pero con el mismo sentido y significación: alumbra el
recuerdo de los sin tumba, perecidos lejos de casa, en tierra ajenas o en alta
mar. Desgracia habitual en un mundo de pastores en trashumancia, que hemos sido
largas épocas, como en el de navegantes y pescadores; aceptada con resignación
en las dos patrias: los rumanos, disipados en La Dalmacia de otrora, los
Balcanes de hoy, hasta Crimea y Mar Caspio, en Ucrania; los gallegos, en sus
caminos de agua, que salen desde A Coruña y van por Malpica, Laxe, Camariñas,
Muxia y sobrepasan Finisterre, hasta más abajo de Noia. Toda esta “terraza”
abierta hacia el Atlántico y se llama Costa da Morte (Ţărmul Morţii), que no es
una metáfora, sino un inmenso cementerio de barcos y náufragos perdidos en las
aguas del océano. No antes de dejar en las orillas rocosas, en forma de leyenda,
la hora de su desaparición, colmada de ilusiones y esperanzas.
Desconozco el ceremonial
de la consagración de un humilladero, pero no el de la troiţă, que habitualmente es de madera. Para construirlo, los
hombres, siempre de número impar, van al bosque, eligen un árbol adecuado, se
arrodillan a sus pies, le dicen por qué van a tallarle y le piden perdón. La
troiţa se fabrica de un solo árbol, como el humilladero de una sola roca.
Solamente en Galicia,
para mencionar más semejanzas, en el mundo de la aldea, he dado con los hórreos, que no sirven para otro fin que
los nuestros, llamados pătul o coşar, y los fabricamos de madera, como
la troiţa, siendo ésta materia más a la mano que la piedra.
Allá, en Galicia, he
descubierto que existen mujeres que saben conjurar el mal de ojo, atar o
desatar noviazgos, “cortar” el agua, sanar gente y animales. Igual que las
nuestras, que llamamos vrăjitoare, mientras
las gallegas, para distinguirse de las demás – brujas, hechiceras, lechuzas – se dicen meigas y descienden del latín - magicus.
En Galicia, he descubierto que para definir en una sola palabra el desasosiego,
la soledad, la melancolía y la añoranza, la gente se ha decidido por la morriña, igual que nosotros por dor y los portugueses por saudade.
Son los únicos tres pueblos neolatinos que tienen un
término único, para definir, juntos, los
mismos estados de ánimo. Recuerdo de paso, que hace treinta años, cuando se
dedicaba más a la cultura que a la política, la UNESCO había decidido
realizar un Diccionario internacional de
términos literarios, donde venían las tres palabras que mencionamos, como
patrimonio universal. No sé cuántas palabras gallegas y portuguesas iban
incluidas dentro, pero de las rumanas habían dos más: doina o sea, romance, y colindă
que es algo parecido al villancico. Desde luego, este diccionario no
existe.
También allá, en
Galicia, escuchando las campanas de la Catedral de
Santiago de Compostela, he tenido la sensación que la Plaza de Obradoiro es un prado de los
Cárpatos, nevados por los cencerros de los rebaños camino hacia los pastizales,
bajo la primera luz del día. Sensación nutrida, tal vez, por el sentimiento de
la lejanía sembrada con fe por mis remembranzas de adolescente. Lejanía
aniquilada luego por la sorpresa de saber que también en Galicia las campanas
de las iglesias tañen para apartar las tormentas. Yo mismo he hecho tañer
muchas veces a la de mi aldea, convencido que así las nubes se han disipado en
los cielos como de azabache, antes de verter sobre nosotros, sobre casas,
árboles y animales, la carga de granizo y viento. Basta enterarte de
coincidencias así, aparentemente sin mucha significación, para no sentirte solo
en el mundo. La emoción que provocan tiene que ser igual a la que vive uno al
descubrir que tenían un pariente, hermano o hermana, de la cual no sabía nada.
Porque no son meras coincidencias. Son, no tengo duda alguna, dimensiones y
peculiaridades de una
espiritualidad que ha sabido destilar del espacio y del tiempo solamente
los horizontes definitorios para su existencia. Orillas de la eternidad, como
las considero yo, por ser tiempo sin principio y sin fin, fácil de identificar
en la vida de un pueblo, sobre todo en su creatividad, de modo especial en el
dominio del arte y, dentro de éste, en el universo de la poesía. Porque la
primera palabra de la Humanidad ha sido la de la poesía: brota directamente del
alma, tiene luz, color, sonido y volumen. Llega donde nadie y, a través de la
metáfora, logra mostrarnos lo que nunca, por otros caminos, alcanzaríamos ver. “La
génesis de la metáfora – opina Lucian Blaga, gran poeta transilvano y
reconocido filósofo europeo de la cultura – coincide con la del hombre mismo,
como segundo hemisferio que redondea el destino de éste y le da su dimensión
bajo la vigilia del misterio cósmico.”
Por estos caminos de la
poesía se han dado mis primeros encuentros con el alma gallega. Y he seguido
recorrerlos, escudriñando otros más para reconocer las raíces de su universo –
objetos, temas, instrumentos de expresión -, descubriendo que funcionaba parejo
con el universo poético rumano. Descubriendo que los poetas gallegos, incluso
cuando no regresan de modo manifiesto hacia el pasado, elaboran sus poemas del
interior de los valores tradicionales consagrados, rescatando olvidos y
reintegrando memoria para uno solo y el mismo territorio del espíritu. Recinto
sagrado donde, merced a ellos, los mitos, las leyendas y las antiguas creencias
han logrado sobrevivir a pesar y en contra a la agresión de la civilización
tecnicista y utilitaria. Es la poesía, la cultura en general, la que, en
confrontación con la razón práctica, ha conservado y consolidado los horizontes
primordiales de la vida, haciendo que lo invisible se vuelva visible.
¿Qué significa, al fin
de todo, un trasatlántico en las aguas de Finisterre frente al barco de piedra
que navega por el mar de las leyendas,
ligero como una nuez? Por moderno que sea, el trasatlántico podría naufragar
como muchos otros, mientras que el barco de piedra seguirá navegando, llevando
dentro la leyenda que le había construido. El mismo Apóstol Santiago ha llegado
a Galicia en un barco de piedra. ¿Cuánto espíritu - por poner un ejemplo más -
cuánto trascendente lleva en sí un teléfono móvil en comparación con el Faro marítimo de A Coruña? Basta un
valle profundo y rocoso para que el súper móvil sea un sordomudo perfecto, en
tanto que el Faro seguirá sin fallo, alumbrando el camino de los navegantes.
Leyenda viva, vista por Ptolomeo,
Dio Casio u Osorio, de la cual han brotado otras leyendas: edificado, dicen,
por el rey Breogán, desde su altura, en un día de total transparencia, uno de
sus sobrinos ha divisado en la lejanía, más por barruntos que con la vista, una
tierra desconocida, hacia cual llevará sus barcos para conquistarla. Desde entonces,
haciendo regresar el reloj celta, esta tierra habrá de llamarse Irlanda…
No me detengo en pormenores como
éste solamente por sus bellezas intrínsecas, sino para hacer más agradable el
camino hacia la poesía gallega, hablando no de poesía en sí, tema fácil para
cualquiera, sino de la materia que usan los poetas para construir sus obras.
Materia fascinante, espacio donde, de modo natural, la confrontación entre lo
que ha sido y lo que seguirá, se ha instalado como permanencia vivida por cada
cual según su propia sensibilidad.
Entre los nombres más recientes –
empiezo desde el presente hacia el pasado – el que más ha indagado con
conocimiento este espacio está César Antonio Molina. Digo entre los más
recientes no para sostener que es el último, sino por su determinación de
situar frente a las incertidumbres de mañana las certezas de ayer. Es así como
juzgo Las ruinas del mundo, donde
recoge poemas anteriores dedicados al mismo espacio. No se trata, como podría
creerse, de un libro y un título manifiesto, de una proclamación lírica contra
el tiempo, como un desafió, por no ser el autor un poeta de tribuna, sino de
biblioteca. De mucha biblioteca. Y las ruinas, en lo último, no son más que
bibliotecas, libros que, bajo el correr del tiempo, han perdido muchas páginas
o se han borrado, conservadas a medias. De modo que solamente una mirada
erudita las puede reconstruir, devolviéndoles el sentido, haciendo que la
lectura sea fluida, sin pausa ni cesura.
Importa decir que no estamos
hablando siempre de ruinas físicas, cuya geometría te permite prolongar líneas,
limitar volúmenes y abrir espacios poblados con mundo extintos. Estamos
hablando sobre todo de las ruinas que no se dejan ver, las que llevamos dentro
de nosotros, en costumbres, en las leyendas y, de modo especial, en los mitos.
Las ruinas que se dejan ver son tiempo concreto, mientras las otras son el
tiempo mismo, sin límite alguno. Son los mitos en sí, los que “no describen
solamente el origen del mundo, de los animales y plantas y del ser humano, sino
todos los acontecimientos primordiales que han hecho que el hombre sea lo que
es hoy, una existencia perecedera.” Lo digo con palabras de Mircea Eliade,
nombre de mucha autoría en esta disciplina, quien insiste sobre el mundo
trascendente del mito, observando que es “accesible porque el hombre arcaico
acepta la irreversibilidad del tiempo” y matizando: “He constatado que el
ritual suprima el tiempo profano, cronológico, y recupera el tiempo sacro del
mito. Somos otra vez contemporáneos de las hazañas que los dioses han llevado a
cabo in illo tempore. Por otro lado,
la rebelión contra la irreversibilidad, le ayuda “construir la realidad”, le
libera de la carga del tiempo muerto y
le asegura que es capaz de suprimir el pasado y reiniciar así la vida, creando
de nuevo su mundo.”(Aspectos del mito).
Evidentemente, Mircea Eliade se
queda en el territorio de la teoría, ignorando el papel de la metáfora en la
recuperación del tiempo sagrado, donde las palabras, con carga mítica o mágica,
son los medios y los instrumentos determinantes.
En toda la superficie de la tierra
encontramos ruinas físicas, sobre todo en los lugares que han sido centros de
grandes civilizaciones. Que no siempre coinciden con las no vistas, depósitos
de mitos y leyendas, por ser éstos obras de culturas menores y que, como
venganza contra a las así llamadas monumentales, han sido capaces de crear
monumentos a medida, pero de muchas más sugerencias.
En esto, más que otras, las tierras
de Galicia ofrecen, al lado de los dólmenes, una impresionante biblioteca de
mitos y leyendas que acompañan y dan sentido a su historia. Y era impensable la
ausencia de los poetas en estas salas con paredes de aire y cielo, para
prolongar las incertidumbres de los científicos con sus barruntos, leyendo
páginas que no existen sin intuición e imaginación. Sus méritos en la
recuperación de un pasado repleto de sorprendentes valores del espíritu,
empezando con los valores del horizonte céltico, no se pueden negar por nadie.
Son los únicos que saben llevar el presente hacia el pasado, mientras que el discurrir del tiempo es justamente lo
contrario. También para los poetas, todo fluye, pero no siempre en sentido
único. No por casualidad es un poeta y
no un científico el que se pregunta: “Tiempo, cuando quieres tomar el camino
más corto, ¿dime por dónde vas?”
Sin estar ausentes en la poesía
española, incluida la gallega, las ruinas físicas no han despertado nunca un
interés mayor. Y la primera y más convincente explicación es la presencia de éstas: España está colmada de ruinas. Tantas,
que la gente las ha tomado como algo natural; presencia de una eternidad que
viene de algún lugar y se va hacia ninguno, integrada en el paisaje como los
hombres mismos, como los árboles y los ríos. Sean del sitio mismo, sean de
otros, lejanos y ajenos, traídas por fenicios, celtas, romanos, visigodas o
árabes, la geografía española las ha recibido como suyas y el espacio
espiritual se las ha asumido de la misma manera, asimilando dimensiones y
características. Por muchos que sean los monumentos árabes de Granada, Córdoba
o Málaga, en su eternidad son españolas. Del mismo modo, el acueducto de
Segovia, maravilla de la ingeniería y arquitectura romana, es definitivamente segoviano, tal como los
anfiteatros de Mérida o Málaga pertenecen al lugar donde se hallan.
La segunda explicación es
dependiente del avance en el tiempo de la poesía en sí, es decir, de la
historia literaria, la que sostiene que en España el romanticismo llega tarde y
se va pronto, sin manifestarse en toda su plenitud, dejando paso a otros
movimientos o corrientes, como el costumbrismo y, luego, el modernismo,
todopoderoso en todas partes. Juicio tan erróneo como injusto, puesto que sus
defensores limitan el calendario a sus manifestaciones más espectaculares, de
Alemania, Francia o Inglaterra, ignorando el hecho de que algunos de sus
rasgos, al menos en España, llegan desde antes y todavía no se han apagado. Lo
que quiere decir que no es un producto importado, ni menos en Cataluña. Desde
el Siglo de Oro, España ha sido y sigue siendo “eminentemente romántica”, el
duque de Rivas, Cadalso, Espronceda, Zorilla, Bécquer o Rosalía de Castro,
representando su más alta expresión de un periodo que, en líneas principales,
se superpone con las del romanticismo de otros países, continuando después sus
caminos propios.
La tercera explicación del aparente
desinterés de los poetas españoles y gallegos para con este tema la encontramos
en la estructura íntima de éstos, educados en el lenguaje evocador de las
ruinas físicas, pero dando preferencia a las que no se dejan ver; donde no hay
limite de tiempo, sino tan sólo eternidad. Espacio donde el tiempo no entra más
que para alumbrar el recuerdo de sí mismo.
En Galicia, esta preferencia arranca
desde las cántigas de amor y de amigo.,
obras de trovadores como Bernal de Bonoval, Pedro Gonçalvez, Ayras Corpancho o
Xoan Nunes, ilustradas hasta por un rey como Alfonso X el Sabio, que sin ser
poeta, ha emulado y consolidado el horizonte lírico galaico portugués.
No sostengo con esto que en otras
provincias, como Cataluña o Andalucía, el calendario de la poesía registra sus
manifestaciones más tarde, sino que, durante un importante periodo la lengua
gallega ha sido le lengua de la poesía por excelencia, tal como el latín, por
voluntad papal, ha sido el idioma oficial de la iglesia.
En este sentido, me separo, sin
despedirme, de los que identifican las primeras fuentes de la poesía hispana en
El Sur. Para entendernos: como formas líricas, el zéjel es una especie mora rudimentaria, las harchas son añadiduras modestas a las composiciones semitas
elaboradas por los poetas cultos, árabes o judíos, y las casidas, en totalidad, son humildes imitaciones persas.
Todas estas manifestaciones que
reivindican la primacía del canto árabe-andaluz, apoyándose en composiciones de
un Yosef el Escriba y, antes, de Muqqadam ibn Muafa, el Ciego de Cabra (m.912)
desaparecerán como Guadiana, para surgir mucho más tarde en la densidad lírica
de la poesía española del siglo veinte, debido, como era normal, a los poetas anadaluces.
En el mismo segmento del tiempo, el
canto galaico-portugués continuará su natural camino – Macías, Garcí Fernández,
Arcediano de Toro, Isabel de Castro o Tristán de Teixeiro- hasta que las aguas
del Miño, por razones políticas, separan la Galicia arcáica, sin que sus
riberas sean también frontera espiritual.
No ignoramos la opinión que sostiene
que este canto no era propio para evocar hechos heroicos, considerándola sin
argumento. Tampoco las incrustaciones provenzales, llegadas allí, creemos
nosotros, por el Camino de Santiago y no por el canal del Sur andaluz, como
dicen los defensores de ésta tesis, ignorando que siempre el camino más corto
entre dos puntos es la recta y en este caso particular la recta es el Camino de
Santiago.
Como los grandes ríos cosechan el
murmullo de los menores, el Camino de Santiago ha tenido sus afluyentes,
senderos de los cuales se ha enriquecido con fe y conocimiento. En este
sentido, siempre intuitivo, Goethe no se equivocaba, diciendo que la idea de
Europa se ha formado en este permanente caminar de peregrinos. Ha conservado,
eso sí solamente para él un dato que otros no han logrado observar jamás: loa
peregrinos llegaban a Santiago de Compostela con su tiempo. Horizontes
temporales distintos, juntados de modo efímero bajo el mismo cielo, el cielo de
Galicia, y del mismo modo volvían a sus cielos, tal vez sin entender que en la
fusión pasajera han dado y han recibido fe y conocimiento, exactamente lo le
hace falta al espíritu para no sentirse solo, aislado y sin referencias
externas, las que le informan sobre la medida de su valor.
La Europa pensada por Goethe, cuando
preparaba su viaje a Italia, no existe, ni podrá funcionar al margen del
espíritu europeo, río que fertiliza el tiempo y el espacio de los pueblos que
habitan en sus riberas.
Formas
de la sensibilidad humana –en la
definición de Kant, el espacio y el tiempo repiten – dice Lucian Blaga – sus
horizontes en nuestro espíritu como dentro de un espejo. Son
Duplicado dactiloscópicos que llevamos
dentro por doquier, toda la vida.
Siendo una zona más amplia que la
conciencia, el espíritu permite al duplicado temporal empadronarse, de modo
provisorio o definitivo, en otro espacio, sin alterar la estructura y los
determinantes estilísticos de éste.
El ejemplo más a la mano que tenía
Blaga para defender su idea – yo no tengo otro – es el asentar de los suebos en Transilvania, con sus casas que “parecen
llegadas por el aire, ya edificadas”, sin perturbar el tiempo de las casas
rumanas.
El tiempo traído por los peregrinos a
Galicia no le ha influenciado el tiempo propio, vigilado por los ritmos de su
espacio, inmutable en sus características. Pero una comunicación sí que se ha
dado en su espíritu, tentado siempre por lo desconocido. Una de las pruebas es
el diálogo de la poesía gallega con universos poéticos que le estaban ajenos.
Una lectura aplicada – y más aplicada que la traducción no existe – nos revela
temas. Motivos y hasta modalidades de expresión que no conocía anteriormente.
Pero se trata de un préstamo sin endeudamiento. Porque todo se realiza bajo el
rigor semántico del último. Una palabra, portadora de un objeto poético,
expresada bajo otro cielo, trasmite la luz de éste y no la desde donde ha
llegado. Dice lo mismo, pero de manera distinta, con otra sonoridad, la emoción
receptora siendo, a su vez, diferente.
No podemos atribuir al tiempo
llegado por el Camino de Santiago, hablando solamente de poesía, una influencia
determinante, pero tampoco podemos ignorar su papel particular en el desarrollo
de la poesía gallega. Sin olvidar que los peregrinos no eran poeta, ni se
convertirán en poetas por ser peregrinos. Por este camino no han ganado los
poetas, sino la poesía. Porque en aquel remoto entonces el mundo era distinto del
de hoy: tenía más poesía y menos poetas. Además, los peregrinos verdaderos
caminaban movidos por fe e ilusión, el viaje no era necesariamente una
penitencia, sino el deseo de ver cumplido un deseo o un sueño. No viajaban como
los reyes, virreyes, condes o vizcondes, que no se movían para ver el mundo,
sino para que el mundo los vea a ellos y para reconfirmarse sus propias
creencias.
©
Darie Novăceanu – Memoria del futuro