La Guerra Fría
calienta cabezas
5. Desde los
manantiales de Potsdam a la orillas de Malta
Todos los caminos
pasan por Roma
- Pax vobiscum.
- Et cum spirito tuo.
Acaso, un cierto
amago frío, de soledad y abandono, cual cierzo que arranca las hojas amarillas
de los árboles solitarios, había invadido, en el otoño de 1989, la dacha de Mijail Gorbachov. Se había
aislado del bullicio del Kremlin, entre los chopos y los abedules del poblado
de Zhukovka, revisando de uno solo los documentos para la cita con Bush, en las aguas Malta. Determinante
para su destino político, y decisivo en cuanto al futuro del socialismo y de la
Unión Soviética.
Tenía que dominar
con firmeza y conocimiento todos los temas previstos por debatir. Sobre todo,
el acuciante y el más difícil asunto del desarme, para poner fin a la cruel
carrera armamentística que agotaba los recursos económicos del país y la
capacidad creativa de los intelectuales. De los científicos, concentrados en
producir instrumentos bélicos y no herramientas para la vida domestica del
pueblo. En vez de hoces para segar el trigo, guadañas electrónicas para
extinguir la humanidad. Misiles de largo alcance y no frigoríficos como los de Minsk, donde había descubierto lo que
estaba conocido por todos: la gente hacía colas para comprarlos, la fábrica
podría producir más, pero la cuota se lo impedía. Porque los recursos venían
establecidos, clavados según el Plan Quinquenal (Gosplan) y el control de las materias primas (Gossnab). Calculado, visto y previsto, por El Comité Estatal para la Ciencia y la Técnica. La burocracia lo
dominaba todo y el secretismo y el fisgoneo cundían a todos los niveles. Y como
si no hubiera sido bastante, no se podía cambiar nada sin la voluntad del Partido.
Razón por la cual no había abandonado el cargo de Secretario General del PCUS,
más importante que el del jefe de Estado.
Aún así, de todo
este panorama, algunas repúblicas unionales sacaban provecho, ganando lo que
las otras iban perdiendo. Y situaciones concretas, no tenía muchos seguidores
de la perestroika. Más bien, se estaba enfrentando con adversarios inesperados.
Caso de Nina Andréyeva, cuyo artículo –
No puedo renegar de los principios - publicado por el diario Sovétskaia Rossia (marzo de 1988), ha
provocado una reunión urgente del Politburó del Comité Central para debatir
sobre las opiniones de la muy poco conocida activista del partido, “comisaría
de cazadora”, como la habían tildado algunos de los presentes en el cónclave, sugiriendo así que partencia a grupúsculos conservadores
militares, incapaz por sí sola para sostener semejantes tesis, manejando
información que no podía estar a su alcance. Había pues gente detrás, tal vez
el director del periódico, quien había aprobado la publicación de semejante
libelo.
Casi nadie había
defendido a Andréyeva, considerando su artículo como una de las primeras
plataformas publicas contra la perestroika. Pero casi ninguno – Andrei Gromyko,
Alexander Yakovlev, Victor Chebriko, Vadim Medvedev, Nikolai Ryzhkov, Dimitri
Yazov, Vladimir Sherbitsky, etc. – había pasado más allá de la condena de la
autora y de reiterar sus adhesiones a las reformas promovidas por Gorbachov.
Sólo Edvard
Shevarnadze, al considerar como pernicioso el artículo, no ha vacilado en su
credo político. “El artículo – ha observado Shevarnadze - es pernicioso. Pero lo importante no es su
aparición, sino el hecho de que refleje las opiniones de un cierto círculo de
personas. (...) Es ingenuo que todos confían ahora en la perestroika (...) Debemos
reconocer, además, que el prestigio del socialismo ha sufrido un serio
quebranto en el país y no sólo en el nuestro.”
Shevarnadze será
uno de los que le acompañarán en el viaje a las aguas de Malta. Pero ¿en quién
más apoyarse? Entre chopos y abedules, Gorbachov estaba barajando nombres y
virtudes de sus colaboradores más cercanos. Y pensaba en el apoyo moral de los
líderes europeos, entre los cuales, solamente Helmut Khol había valorado su
labor, y se ha declarado más que abierto para una cooperación económica mutua.
Una amistad
verdadera se había consolidado entre los dos, sobre todo después de que el
canciller alemán le había invitado (junio de 1989) a su casa privada, en la
aldea de Ludwigshafen, “cuando hemos llegado a conocernos a nivel humano y
confiar el uno en el otro” – como apuntará luego en sus memorias.
Una amistad de las
pocas que se conocen en la historia, entre dos jefes de Estado que han pasado
por encima de las adversidades políticas, apagando la mecha preparada para incendiar
el planeta. Justo en la noche de la caída del Muro.
Vencida
la inextricable selva del miedo, el Muro había perdido su vigencia psíquica y
ahora quedaba la voluntad de los alemanes para poner la fecha del desplome
físico y el regreso a su historia: jueves,
9 de noviembre de 1989, a
las 18 y 57 minutos. Conocida por todo el planeta, la película del evento
arranca en la sala de prensa del gobierno, donde el reloj marca la fecha, y
sale a la calle, donde el Muro y la diosa de la Victoria, en su cuadriga
de bronce, coronando la Puerta de Brandenburgo.
Pero
las secuencias inmediatas – martillos y azadones, júbilos y abrazos – no son
las que sorprenden mejor la realidad. Faltan las imágenes del Palacio del príncipe Rodzwill, de
Varsovia, donde Helmut Kohl se levanta de la cena de gala y se despide de sus
anfitriones con un estampido – Es lo que
esperábamos durante los últimos 40 años.- para aparecer horas después en la
balaustrada del Ayuntamiento de
Schoenberg, a dos pasos del Muro. Faltan, pasada la medianoche, las
ventanas iluminadas de la dacha donde
Gorbachov, después de hablar por teléfono con Kohl, sigue muy preocupado por
las informaciones llegadas por otros conductos y no puede conciliar el sueño.
Falta
la soledad apacible de los jardines y la grava blanca del Elíseo, mientras Mitterrand se pasea por los del Palacio de Rosenberg, en Copenhague.
Faltan las puertas de la residencia de Downing Street, donde, contrariada,
Margaret Thatcher está bajando las persianas para irse a dormir. Falta el césped
recién cortado, tejido con micrófonos y micro
cámaras, de la Casa Blanca, donde George. W. Bush está pensando en una partida
de pesca.
Y por
fin, faltan los tanques soviéticos consignados por Gorbachov en los barracones
de Berlín, mientras los carros norteamericanos, listos para el combate, se
acercaban por la autopista Hof-Nürenberg, muy pegados a las fronteras con la
RDA.
Si les
hubiese hecho caso a los servicios de información, dando órdenes para sacar sus
blindados a la calle, y poniendo en pie de guerra a los 370.000 militares
soviéticos cantonados en el territorio redegista,
hubiera desatado, con toda certeza, un enfrentamiento bélico continental
difícil de controlar, con un desenlace imprevisible.
Los muertos que los agentes de la KGB ya los estaban viendo, hubieran muerto de
verdad, multiplicados en más muertos, en todas las calles y en más sitios.
Gorbachov y Reagan |
En
estado de alarma, recurriendo a los planes secretos de emergencia, ninguna
unidad militar hubiera podido contrarrestar los planes de emergencia, igual de
secretos, de la fuerzas enemigas. Los tan elogiados acuerdos de desarme y
convenios de paz y de no intervención, se hubieran ido al traste, con todos sus
anexos y sus letras pequeñas. Y no eran
pocos, algunos firmados con Ronald Reagan, el 2 de junio de1988, en Moscú,
cuando han cenando juntos, con él y Nancy, en esta misma dacha, o sellados en
Washington, cuando se ha visto con Bush y todo parecía despejado.
Pero en
aquella noche de noviembre, todo se había nublado, puesto que según las noticias
que seguía recibiendo, la tormenta iba acercándose. Únicamente la voz de Helmut
Kohl había amainado el paisaje de turbulencias falsas, tal vez interesadas. No,
no había peligro, le había dicho, la gente estaba en las calles llenándoles de júbilo, festejando
el acontecimiento pacíficamente, sin violencia alguna.
Y esta
voz, como la del mismo arcángel de la Anunciacion, le había tranquilizado; la
paz se estaba asentando sobre la arboleda que rodeaba la dacha.
La
confianza en las palabras de Kohl, y no en el alerta desastroso de sus
servicios de inteligencia, ha sido determinante y definitiva en su decisión.
Y
ahora, cuando lo estaba recordando, conciente que, juntos, habían aniquilado
una catástrofe sin decirlo a nadie – habían convenido guardar el secreto para
no poner en dificultad el prestigio de muchos líderes europeos -, se sentía
reconfortado. Muchos de los barruntos negros sobre el encuentro de Malta se
estaban disipando.
Pero no
había tiempo para más cavilaciones. Durante el último mayo, en Kremlin, le
había dicho a James Baker: “...Creo que la primera realidad que ha sido
estudiada por la administración americana en el proceso de elaboración de su
política con respecto a la URSS es
nuestra perestroika.” Y sin dejarle margen para cumplidos protocolarios,
había puntuado: “Hoy, la perestroika es una realidad. Ayer era sólo
política, nuestro deseo, nuestra filosofía. Hoy es una realidad... y estamos
más que seguros de que la perestroika es lo que necesitábamos y ella se
implantará verdaderamente...”
A lo que James
Baker, en visita
preparatoria para la Cumbre, le había
contestado aparentemente igual de sincero: “Hay en Estados Unidos, es
verdad, un pequeño número de personas que consideran que si fracasará la
perestroika, la Unión Soviética se debilitará y Estados Unidos saldrá ganando.
Pero en la administración nadie comparte esta opinión. Pensamos, muy al
contrario, que el éxito de la perestroika hará de la Unión Soviética un país
mas fuerte, mas estable, mas abierto y menos peligroso. Tal vez entre nosotros
hay algunas diferencias en las opiniones sobre sus posibilidades de éxito. Pero,
repito, todos lo desean. (Mijail Gorbachov
– Memoria de los años decisivos 1985-1992 - Globos Comunicación – Madrid
1994. Pág. 58).
Cuántos
y cuánto deseaban el éxito de la
perestroika, no lo podía sopesar. Algo le hacía desconfiar; detrás de las
palabras tan sinceras, había otras sin expresar. Lo había descubierto, paso a
paso, de otras, muchas visitas. La única confianza estaba en sí mismo. En su
credo político, en su fe que – también lo había descubierto – no era lo
suficiente. Tenía que apoyarse en la de los demás, la del pueblo; donde había
imperado el poder nunca visto, pero siempre presente, el poder de la fe
cristiana. La religión, que el marxismo la había negado y prohibido, pero que
la perestroika, sin proponérselo, la había resucitado, cada vez más a la vista.
Catedral de San Pedro y San Pablo |
Tenía
que regresar, por ende, al principio. A sus abuelos y, sobre todo, a su madre
que había sido mujer pravoslávnica, o
sea ortodoxa creyente, defendiendo su religiosidad con cuidado, como a los
iconos escondidos detrás de los retratos de los corifeos del comunismo, detrás
de las barbas de Marx y hasta detrás de los bigotes de Stalin, tal como lo
hacia la mayoría de los ciudadanos soviéticos
de la Gran Patria.
Todos
los pueblos de la URSS habían sido pravoslávnicos.
Antes de Pedro I el Grande, y después todavía más; el Gran Tzar de Rusia siendo
el que se ha dedicado a resucitar el esplendor de Bizancio. El nuevo Bizancio o
la tercera Roma; el Kremlin como Segundo Constantinopla. No un baluarte militar
e ideológico, sino una fortaleza del espíritu. Muchas de las iglesias y de las
catedrales habían sido construidas bajo su mandato. Como la Catedral de San Pedro y San Pablo de San
Petersburgo, con la famosa aguja que sostiene en su punta, a 123 metros de
altura, la figura de un ángel. Uno de los símbolos más importantes de la ciudad.
Cuando los restauradores estaban trabajando para limpiar la figura en 1997, habían
encontrado, en una botella camuflada entre los pliegues de la toga del ángel, una
nota, en la que los restauradores de 1953, después de la muerte de Stalin, se
disculpaban por lo que ellos consideraban un trabajo mediocre y de mala calidad.
Se dice que asimismo, los renovadores de 1997 habían dejado otra nota para las
futuras generaciones, aunque su contenido se desconoce.
También
es San Petersburgo está la Iglesia de
Santa Catalina, de rito católico, el mismo Pedro el Grande siendo el que había
permitido el catolicismo en su imperio.
Sin olvidar
la Catedral de Cristo Salvador, de
Moscú, cuya primera piedra había sido colocada por Alejandro I, en l812, “para expresar nuestra gratitud a la providencia
divina por salvar a Rusia del desastre que se cernía sobre ella.”
Sin
olvidar, también en Moscú, la Catedral de
San Basilio, símbolo y orgullo de los moscovitas, donde la misa se sigue
oficiando en le idioma eslavo eclesiástico.
Sin
olvidar, sobre todo, que la Catedral de
San Salvador ha necesitado 44 años de construcción y ha sido destruida con explosivos,
en pocas horas, en 1931, por orden de Stalin. Planeaba levantar sobre sus
cimientos El Palacio de los Soviéts. El
más grande edificio del mundo, con una estatua de Lenin encima, cuya estatura
de 100 metros, suponía 6000 toneladas de bronce. Sus hombros tenían unos 32
metros y el dedo índice, que apuntaba hacia el futuro de la humanidad, medía 6
metros de longitud.
La
falta de recursos económicos, luego la Gran Guerra por la Patria, ha salvado el
lugar, los pravoslávnicos rusos logrando reconstruir el templo tal como había
sido desde al principio, recordando de cerca la Catedral de Santa Sofía, de Constantinopla (hoy Estambulo), obra de
un arquitecto griego y uno sirio.
Catedral de San Basilio |
Cosas
así había conocido Gorbachov,
ortodoxa no practicante, como todos los políticos de su generación, durante una
Reunión de Metropolitas, el 29 de abril de 1988, en el Palacio de
Kremlin, cuando se le ha presentado el Programa
del Milenario de la Cristianización de Rusia.
Cosas
así recordaba Gorbachov, en su dacha,
pensando en las conversaciones con James Baker, en mayo de 1989, puesto que
después de este encuentro, no había sostenido otros más, los siguientes meses
siendo los más duros para él. También, los de más satisfacción personal. La
caída del Muro y la retirada del poder de los dirigentes comunistas en los
países del Este (menos Ceauşescu) era la primera cosecha real de la perestroika.
Y esto le daba mucha confianza en sí mismo.
En Rumanía, el
único país donde se había quemado la estatua de Lenin, la mala hierba se resistía,
era difícil de arrancar y así tenemos que entender el telegrama que le envía a
Ceauşescu, el 24 de noviembre, felicitándole por su reelección (¡la sexta!)
como Secretario General del Partido.
Era justo el día
en que dimitía Gustav Husak y Gorbachov daba órdenes para que el crucero Slava
levante el ancla de Sebastopol, poniendo rumbo hacia Malta.
Dos altos, muy
significativos los dos, marcan el camino de Gorbachov hacia el encuentro de
Malta. Plataformas bien elegidas para lanzar los misiles de la perestroika, cargados con la esperanza
de un cambio fundamental en la vida política del mundo.
Plaza de San Pedro |
Así, el viernes,
primer día de diciembre, será recibido por Juan Pablo II en la Sala del Trono (donde hasta entonces
había recibido solamente a Sandro Pertini).
Un encuentro a
solas, “entre dos eslavos”, como ha subrayado Carol Woityla, al estrecharle las
manos. Tras deshacerse en cumplidos diplomáticos, el Sumo Pontífice se ha resumido
únicamente a asuntos concretos. “Quisiera
referirme a las connotaciones relacionadas con la palabra “perestroika”, que ha
afectado profundamente a todos los aspectos de la vida de los pueblos de la
Unión Soviética y no sólo de ellos.(...) Los esfuerzos que usted realiza no
sólo tienen una gran interés para nosotros. También los compartimos.
Mayor elogio no
esperaba Gorbachov. Y el diálogo ha seguido dentro de este marco optimista,
pasando revista a lo que estaba ocurriendo, sobre todo, en el Este europeo, los
dos opinando sobre ello sin rodeos.
Juan Pablo II conocía
bien los “dolores” de la Unión Soviética y, entre los nombrados, le ha
expresado su esperanza en la pronta aprobación de una ley sobre la libertad de la conciencia, que ampliaría las
posibilidades de la vida religiosa para todos los ciudadanos soviéticos. Fuera
la que fuera la religión que practicaban libremente. Por supuesto, resaltaba, la libertad de conciencia deberá favorecer
también a los baptistas, a los protestantes y a los judíos. Lo mismo que a los
musulmanes.
Una parte
importante del encuentro ha sido reservada para los problemas de carácter
internacional, haciendo hincapié en las dificultades que se daban en algunas
zonas del mundo, donde Carol Woityla, invitando al huésped a una actuación
conjunta, puntuaba: En estas cuestiones,
la Iglesia y el Papa únicamente pueden representar su especto moral.
Añadiendo a renglón seguido: Sería bueno
intentar, también en el plano político, ayudar a estos pueblos a salir de la
trágica situación en que se hallan.
Agotado el tiempo,
el Papa ponía su conclusión: Creo que
hemos entendido bien que la fuerza de la perestroika está en su alma. Tiene
usted razón cuando dice que los cambios no deben hacerse demasiado aprisa.
Estamos de acuerdo en que hay que cambiar no sólo las estructuras, sino también
la mentalidad. No se puede pretender que los cambios en Europa y en el mundo
se produzcan según el modelo occidental. Esto contradice mis más profundas
convicciones. Europa como protagonista de la historia mundial deberá respirar
con los dos pulmones. (Lo subrayado es mío)
Más contento que
nunca, Gorbachov salía del encuentro, convencido que se hallaba en buen camino
y andaba bien acompañado. El amago frío de soledad se había disipado. Las
palabras del Papa, sus deseos y opiniones, habían sido como un bálsamo.
Sobra recordar que en las vísperas de Navidad
de aquel año, sobre los diez husos horarios del imperio soviético, habrán de
cernirse los cantos de la Misa del gallo,
retransmitida en directo desde El Vaticano.
Dejando La Ciudad Eterna, el mismo día Gorbachov
llegaba Milán para presentar la perestroika como El segundo Renacimiento,
un nuevo stradivarius, proponiendo
una cooperación real y verdadera entre socialismo y capitalismo a escala
planetaria. Es insensato - insistía - que los dos sistemas económicos
no puedan ser compatibles, en principio, en un cierto tipo de mecanismo de
integración de la economía mundial.
No lo decía solamente
para los presentes en la sala del Palazzo
Sforzesco, sino también como mensaje anticipatorio para los interesados
directamente en recibirlo.
Las malas condiciones atmosféricas (cito a Pilar
Bonet), niebla, viento y nevisca, le han
obligado abreviar su discurso, renunciando a la conferencia de prensa para
salir a toda prisa hacia Malta, donde el presidente Bush (casi sin hablar con
el anfitrión, el primer ministro maltes, Fenech Adami), descansaba sobre el
gigantesco portaaviones USS Forestal, mientras a su lado descansaba Belknap. El palacio flotante, donde tenían que
desarrollarse las conversaciones entre las dos únicas potencias mundiales.
Después de muchos
esfuerzos y maniobras para vencer un viento de tan sólo 60 kilómetros por hora,
con olas que llegaban hasta ocho metros,
Belknap había fondeado, impotente e
inservible. La subida al bordo de las delegaciones era imposible en estas
condiciones y se ha optado por la hospitalidad del trasatlántico soviético Maxim Gorki, que había llegado a las
orillas con más tiempo y mejor suerte.
Tal vez, dirán
luego las malas lenguas, Belknap no
había logrado acercarse al dique por la mucha rémora de los más que
sofisticados artilugios de espionaje, pegados como lapas al casco del navío.
Desde Potsdam, los
manantiales de la Guerra Fría fluían
cual ríos subterráneos, desembocando en las orillas de la Valetta. Y era
imprescindible vigilar e impedir los imprevistos “corrientes”. Razón por la
cual los dos líderes mundiales habían acordado mantener las conversaciones en
alta mar. Lejos de la vista y el oído de los muy curiosos e interesados. Lo no
era nada nuevo en la historia de la humanidad. Pero sí de más trascendencia que
la Cumbre de Malta.
Madrid, abril de
2014
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© Darie Novaceanu – 2014.