I o n L ă n c r ă n j a n
E l
c a m i n o d e l p e r r o
D r u m u l c â i n e l u i
Sigo
convencido que la novela Drumul câinelui
(El camino del perro) de Ion Lăncrănjan, encontrará su merecido lugar en la
historia de la narrativa europea del siglo pasado y que los críticos y teóricos
del genero le harán justicia, tras mucho tiempo de desaire y olvido. No serán,
desde luego, los estetas rumanos los que llevarán al cabo este cometido, puesto
que están menos preparados que los de anteayer y son de peor condición moral y cívica.
Además, recorren un campo donde las jerarquías de nuestros valores literarios han
perdido el norte y el desbarajuste es total.
Pero ¿qué
interés podría tener el Occidente para una novela breve, como El camino del perro, que destila en el
suelo de Transilvania de hace unos setenta años, la antigua tragedia griega? Eso
no lo sé. Mas sé que a veces, obras así son como un río surgido dentro de un
paisaje que presumía de no faltarle nada y descubre que el murmullo del recién llegado es una grata
sorpresa. Un Eurípides nunca sobra. Más aún cuando es un ,
Eurípides transilvano cuyos héroes viven e interpretan la vida con la resignación de siempre, frente a
la fatalidad del destino inmanifiesto
que les ha deparado la historia.
Iocasta
se llama Raveca y de sus siete hijos se ha quedado con dos, Eteócles y Polinice,
que se llaman Jilu y Mihai. Los otros cinco han perecido en la guerra. Nicodim,
el primero, en Odessa; Ilie, en las orillas del Don; Ştefan, carbonizado en un
carro de combate en Ucrania; Nicolae, en las montañas checas de Tatra. Gligor,
aún adolescente, se ha encontrado con la guerra en Uioara, cerca de casa y es
el único que tiene su tumba en el cementerio de Dunga de Jos, su aldea.
Muertos no como víctimas de pasiones
desenfrenadas y violentas, sino como presas inocentes e indefensas de la crueldad
de la guerra; la Segunda Guerra Mundial.
Al
principio, por no quedarse sola y para saberlos cerca de casa, Raveca les ha dado sepultura a todos, como si
fueran de cuerpo presente; cada uno en su ataúd (copârşeu – palabra que nos viene del húngaro). A Nicodim le ha traído
hasta una maravilla de abeto, tal como exigen las creencias populares para los
solteros, y le ha llenado la caja con su navajas de bolsillo, palos – suyos y
de sus amigos -, pañuelos y espejuelos que le habían regalado las mozas del
pueblo. Y las moneditas de plata para pagar las aduanas – que son muchas - en
su camino hacia el mundo de más allá.
A Ilie,
le ha puesto el violín (la cetera) que tocaba en las fiestas
domingueras. No sabía nada de sus amores, pero pasados unos años, Ana, una muchacha
del pueblo, le había confesado que ha
sido su prometida y le había pedido el favor de
llamarle madre o sea, su
suegra. Luego ha tenido que darle permiso para casarse con Pavel, a quien conocerá
un día, junto con sus dos pequeños, que eran como si fueran sus nietos; hijos de Ana e Ilie.
También
a Jilu le había enterrado como a los demás, sin la certeza de que haya
fallecido. En su copârşeu le había colocado el clarinete, con el que
llenaba de doine (romances) y baladas
todo los valles. Raveca vivía con la esperanza de volver a verle, como en el
verano de 1945, cuando todos le daban por muerto y el alcalde le había entregado
hasta el certificado de deceso. Jilu avanzaba hacia la primera línea del frente,
con la columna de motorizados, cuando le había alcanzado un obús, echando la
motocicleta por el aire, destrozándole por completo, a el y a su edecán.
- La guerra es la guerra - le había dicho Teofil Hârbeică. La patria los necesita, el mariscal (Mihai Antonescu – n.m.) los entrega, y Hitler los mata...
Entregados
por el mariscal, no todos los jóvenes que se hayan salvado de la guerra de
Hitler habían vuelto a sus hogares. Algunos se han demorado más en el regreso,
otros han tomado caminos equivocados. Jilu, cuyo certificado azul estaba junto
con los otros cinco, había aparecido en la casa, cuando su muerte anidaba en
los pensares de La Madre. Era un anochecer bochornoso y había venido sólo para
verla. Tenía prisa, le ha dicho que estaba bien donde estaba y que se ausentará
un tiempo. Le ha pedido perdón por no poder quedarse, para ayudarla, pero
seguro que volverá. Se sentía como acosado, atento a todo lo que se oía o
movía. Se ha ido sigilosamente, saliendo por detrás de la casa y se ha
encaminado hacia el río.
Quedaba
pues como antes. Solamente con Mihai que, con tres años más joven que los demás,
no ha tenido que incorporarse como recluta. Había quedado con ella, en la casa construida por Avramu lui Mau, padre de todos.
Muerto en su cama, agotado por el trabajo y bastante enclenque.
Pero
Mihai no será el apoyo que ella esperaba para su vejez, puesto que antes de
terminar el bachillerato, por 1950, se había inscrito en la escuela militar que
preparaba los nuevos cuadros de la milicia y de la policía política, la Securitate.
No
sabía bien en qué habrá de constar el oficio, pero estaba como hechizado,
deseoso de cumplirlo bien. Se les había dicho que “podrán vestir tanto el uniforme militar como civil y que tendrán de
perseguir y arrestar a los enemigos del pueblo, a los bandidos y criminales,
gente hostil al nuevo régimen”.
Alumno
aplicado, Mihai Pilu se había graduado entre los mejores y había sido enviado a
Moscú, para una preparación superior. En todo este tiempo, el cartero le había
entregado a Raveca el dinero que le correspondía como buena madre. Y el hijo,
nada más al volver, le ha hecho cantidad de regalos, sobre todo ropa para
vestir. Luego, en la pared que recibía los primeros rayos de sol, había colgado
un retrato de Iosif Vissarionovici Stalin, bien trabajado y bien enmarcado.
La
Madre no ha dicho nada, sabiendo que nada podría cambiar. Estaba sola y desamparada.
Allá en la pared, donde ahora sonreía Stalin, ella “había tenido un Cristos Redentor, de cara pálida, enjuto y atormentado,
como un campesino fatigado, labrador de la tierra. Quizás por ello, tenía un
cariño aparte por ese icono, porque reflejaba muy bien el sufrimiento y el
trabajo”.
No le ha tirado de la lengua, le había dejado en
paz y se ha ido, apenada, al río, a Muresh. Se ha sentado en las orillas hasta
el anochecer, mirando como venían y se iban las aguas. “Porque la muerte no esclarece nada!...Si no hubiese pasado su guadaña
por mi casa, estaría tranquila, por muchos que hubieran sido los quebrantos que
me han caído encima!...Mientras que...”.
El
soliloquiar termina y pasa al dialogo con el interlocutor indeseado:
- Pero tú, majestad, dijo ella, tras fijar
largamente a Iosif Vissarionovici – o señor, o camarada, que no sé como decirte
para acertar - ¿por qué sonríes tan feliz?... ¡Porque mi niño, el único hijo que me queda...sería
capaz de morir por ti y tus ideas!”
Para La
Madre, los iconos habían sido algo más de lo que son para la otra gente; eran seres en los que confiaba,
les hablaba y los sentía cerca, en sus pensamientos y vacilaciones. Al morir su
hombre, Avramu, no sabía cómo tirar adelante, con siete hijos y los deberes de
la casa; sola y sin parientes a su lado. Había rezado a Dios y a la Inmaculada,
implorando ayuda para cruzar el umbral de esta adversidad repentina.
No era
una creyente, devota de santos. Iba a la iglesia como todos, los domingos;
guardaba los preceptos, descubriendo así la hermosura de las tradiciones
antiguas, con las cuales más disfrutaba. Tenía el don del canto, sabía
canciones, hasta conjuros y coplas y le gustaba inventar cuentos. Se ponía
alegre y alegraba a todos. No le han faltado los admiradores y algún que otro
pretendiente, ya que no le había pasado el verdor y algunas veces había cedido
a las tentaciones. Con un pastor de Jina, que bajaba cada invierno con sus
ovejas a los valles, a las llanuras. Le ha tomado cariño a Vasile y lo ha hecho
su amante, se habían amado, a veces toda
la noche, en su aprisco, o afuera, sobre la nieve, bajo la sonrisa cómplice de
las estrellas.
Antes del
verano, Vasile subía con su rebaño a las montañas, donde la hierba fresca y el
aire puro. Pero al acercarse el invierno, no había regresado. Lo había
despedazado un oso. Y lo había llorado en
secreto, a lágrima viva, más que a su marido.
Luego
había llegado un leñador que no sabía otra cosa que cubrirla, arrobador
insaciables y brutal, y le ha cerrado la puerta, lo había despedido sin
miramientos.
No como
al fontanero, que durante una primavera le había renovado la fuente, le había
arreglado el patio y la empalizada como si fuera suya. Querría quedárselo, pero
no ha tenido el coraje, ya que por medio estaban los hijos y ella vivía
solamente por ellos.
Había
seguido así, con los quehaceres diarios y con los seres de sus iconos, puesto
que Mihai, después de colgar el retrato de Stalin donde estaba Cristo Redentor, los había dejado
a los demás, en la habitación de al lado. Una
Precista (Inmaculada) que amamantaba al niño, algo gorda y de mucha
leche, una Cena del Señor, con toda una historia en el borde, en una
cenefa y un Bautismo, desconchado y ahumado.
Era
todo lo que tenía para sus soledades. Más un perro lobo, Rex, que lo había traído Mihai – Rex significa Rey, madre -, adiestrado, que no comía más que de su
mano, y le seguía la mirada, capaz de adelantarse a sus ordenes. Un nuevo Argo,
como el de las leyendas, que cumplirá con su destino, sellando el destino de
toda la casa.
Y para
que no faltara de la mitología de transilvana el oráculo, allí tenemos a
Valeria, la vecina de Raveca, que aparecía imprevisiblemente, para traerle las
noticias del día y sembrar de paso, como Pitia, las semillas de la duda.
La pura
verdad, en Planţişa, la aldea cercana, el hombre se había ahorcado. En un mes
lo habían arrestado cinco veces, acusado de pertenencia de armas. Juraba que no
las tenía, lo torturaban y le soltaban para detenerlo otra vez, siguiendo el
mismo ritual. Hasta una madrugada, cuando al oír acercándose el ruido del
motor, con la certeza de que venían por él, había tomado una soga y se ha
ahorcado detrás de la casa. No era el furgón de la Milicia, sino un camión con
mercancías para la Cooperativa del pueblo.
El
suceso lo había abatido mucho a Mihai, sobre todo después de haber venido de
Bucarest un general para investigar el caso, puesto que nadie salía bien
parado. Más aún cuando el general había pedido ver su dossier, subrayando
párrafos de su Autobiografía,
pidiéndole algunas explicaciones, comentándolas en tono de amenaza. Todo
girando en torno a Jilu, su hermano; de cómo era y qué sabía de su muerte.
En la Autobiografía uno tenía que mencionar a
todos sus parientes, hasta los abuelos, con todos los detalles. Mihai la había
escrito correctamente, pero le han obligado escribirla y reescribirla varias veces,
para comprobarlas y descubrir en las pesquisas algún detalle equivocado.
Él
había hecho lo mismo, hostigando a su madre con toda clase de preguntas, mientras
ella había quedado firme: a Jilu le había enterrado como a todos, como Dios
manda, y allá tiene su cruz, en el cementerio.
Él no
lo creía, ni ella tampoco. Más después escuchar a Valeria, que luego del cuento con el ahorcado de
Planţişa, había pasado a contarle sus amarguras a causa de Soanea, su marido,
quien le había dicho que se ha encontrado con Jilu. Es decir, que Dios me perdone, para no mentir, no se había encontrado,
sino que han andado juntos, por el mismo camino. Iba con un destral, un
serrucho al hombro y una alforja, como los de Maramuresh, que trabajan por los
bosques...Le ha pedido fuego para el cigarro y han hablado como hablamos
nosotras ahora...
Y era
la verdad. El caminante era Jilu. Vestido de maramureshan, pronunciando las
palabras como los de allá, con localismos.
Pero conocía mucha gente y aldeas, puesto que al decirle Soanea que vive en Dunga de Jos, le había preguntado si conoce a los de Pilu y a Raveca, una mujer... Claro, la conozco bien es mi vecina, pero usted ¿de dónde la conoce? ... desde la guerra, he luchado en la misma unidad con su hijo...”
Pero conocía mucha gente y aldeas, puesto que al decirle Soanea que vive en Dunga de Jos, le había preguntado si conoce a los de Pilu y a Raveca, una mujer... Claro, la conozco bien es mi vecina, pero usted ¿de dónde la conoce? ... desde la guerra, he luchado en la misma unidad con su hijo...”
Como
Ulises, Jilu que había dejado su casa, trataba de regresar a ella. Como Ulises,
había recorrido muchos mundos. Los de la guerra y de la post-guerra. ...Polonia,
Hungría, Serbia, Alemania...Luego, Paraguay, El Perú, Venezuela, Panamá; hasta
Canadá. Y otra vez, El Perú. Como Ulises, había conocido a su Calipso, en
Varsovia (Cristina), a su Nausica, en Bucarest (Anca), a su Circe, en Lima
(Bianca), donde había pensado quedarse para siempre; con ella, con
Bianca-Grazzia, y el hijo de los dos.
No le
faltaba nada, menos las nieves de Transilvania. Más la trampa, la ratonera de
la guerra en la que había caído y no ha sabido cómo salir. Navegando, errando
por mar, tierra y aire. Llevando varios nombres y diversos e inesperados
oficios.
Hasta
muy tarde, cuando la ratonera se había abierto por si sola, con la insidia de
siempre, la que él conocía bien y la había aprovechado, regresando a Dunga de
Jos. Como Ulises, después de más de siete años, a su Itaca.
El
camino del perro Ion Làncránjan cuena con mucho esmero las andaduras de
Jilu, ilustrando así la parte menos conocida de la Segunda Guerra Mundial, tal
como había transcurrido en Rumanía, de modo especial en Transilvania.
La
guerra en la que habían luchado también los legionarios de la Guardia de Hierro, que ha tenido muchos
militantes en las tierras transilvanas y, entre estos, a Jilu. Jilu se había alistado,
creyendo en su ideología que, antes de la guerra, más allá de un nacionalismo sano,
no había tenido otros atributos, y de ninguna manera principios fascistas y
nada, como habrá de ocurrir al final, del carácter nazi, hitlerista.
Esta
cara de Marte no la había conocido Jilu, ni la tenía cuando su motocicleta había
saltado por el aire y, vuelto del desmayo desde la zanja, había visto a su
ayudante de campo destrozado. Se había hecho con su identidad y su uniforme y
había llegado a Varsovia, en su primera misión de legionario, donde sí que ha
visto la horrible cara del fascismo. En el destino de Crista, que vivía en un
cuarto sin una pared, en una ciudad sin casas y con todo el país ocupado por
Hitler, y el Vístula, putrefacto, transportando cadáveres hinchados y mucha
suciedad.
Luego, en
Cernăuţi, en Besarabia, cuando un tren con deportados – rusos, judíos,
ucranios, tártaros - había entrado en la estación en llamas, bombardeado, y los
que trataban de salvarse, caían bajo las
ráfagas de las ametralladoras, tiroteados por los soldados de la SS.
Luego,
en un febrero, el infierno mismo, en Dresda. Arrasada por los aviones
anglo-americanos, con las calles transformadas en ríos de fuego. Olas tras olas
de fósforo blanco. Y los gritos desesperados de la gente, entrelazados con los
rugidos de las fieras escapadas del Jardín Zoológico, bombardeado también. Catedrales
y jirafas en llamas. Alfombras de bombas. Una saña sin sentido. La guerra se acercaba a su
fin, y la gente de Dresda no tenia por
que pagar la insania de Hitler.
Hans (antes
Jilu, luego Groza) hacia de correo y había traído desde Praga, una valija con
oro, joyas y piedras. Un verdadero tesoro - botín de guerra - para una generala
que vivía en un chalet, en las afueras de la ciudad. Le había hospedado en la
casa y al desatarse la tormenta de fuego, él había salido a la terraza en paños
menores.
Volver
a Praga, donde tenía su base, por cerca que quedaba de Dresda, hubiera sido una locura. La hecatombe le había
derrumbado todos los puentes, para toda la vida. Dos mundos que no se entenderán
jamás. Ni Jilu, comprende algo con que quedarse de los dos. Había irrumpido
inesperadamente en la casa, y está sentado frente a Mihai, que tampoco sabe cómo
actuar. Escucha el cuento de Ulises, le hace parar, le incrimina.
Los planos temporales se entrecruzan, van y
vienen con más lugares, más gente y más sucesos. Las muchas autobiografías de
Jilu pulverizan su autobiografía y no le dejan futuro alguno. Su única autobiografía, escrita
tantas veces, con las mismas palabras, en las que Jilu no existía como persona
viva. Llevan horas culpándose, mientras que La Madre baja al sótano y trae más
vino, esperanzada.
Todo el
peso de la materia épica se concentra en este encuentro, en el cual el narrador
nunca interviene. Entrecomilla la conversación, la comprime, la suspende o la
deja fluyendo. Añade lo justo que falta para que el lector pueda seguir el hilo
del dialogo sin tropiezos. El estilo oral, que es lo propio de Ion Láncránjan,
resulta el más adecuado al tema, el que mejor funciona para que los
contrincantes puedan expresar sus ideas y sus pensamientos sin recovecos.
Pero
los dos caminan juntos muy raras veces. Mihai ha vivido una vida ya hecha, hecha
por otros. Jilu ha tenido que hacérsela con sus manos, solo. Delante de las
puertas de Tabas, entre Eteócles y Polinice no cabe la paz. Jilu se levanta de
la silla y quiere salir al patio, a tomar aire. Pero Mihai teme que podría
fugarse. Aunque es su hermano, tiene que detenerle y entregarle como espía. Jilu
lo ha reconocido. Abierta la ratonera, no ha vacilado ni un instante. Había
llegado en paracaídas. Con otros dos. Decidido a entregarse y conciente de que
no lo perdonarían. ¿Será encarcelado? Sí, pero en mi país. Muerto, pero en mi
tierra. ¡Dios, cómo nos ha disipado la
guerra a todos, dios!....
De pie,
enderezándose, Jilu se acerca a la puerta y Rex, que ha captado la señal, llega
primero y no deja que saliera. “- ¡No salgas!, grita Mihai. - ¡No te vayas! -
¿Me impides tú? Me trae sin cuidado”. Pone la derecha en el picaporte. Y el
que vacila es Mihai. Quizás, no quiere escaparse. Pero la señal ha sido dada y
Rex no vacila. Mas él no puede anular la orden. Rex se le echa encima y se
desmorona, jadeando. Jilu se vuelve hacia Mihai. Con el cuchillo lleno de sangre
en la mano izquierda. Espera inmóvil. Mihai ha visto la punzada. Jilu quiere
decirle algo, pero Mihai no le deja tiempo, coge el revólver y le dispara. Mira
cómo se mece, se columpia como un árbol que no quiere tenderse a la tierra.
Desconcertada,
subiendo desde el sótano con más vino, La Madre entiende todo lo ocurrido, se
inclina sobre Jilu para cerrarle los
ojos y se dirige a Mihai para apartar el cuerpo de Jilu de Rex y ponerlo en la
cama. Aturdido, Mihai deja el revolver en la esquina de la mesa y la ayuda. Y
La Madre, que jamás haya tenido en sus manos un revolver, lo toma de la mesa,
aprieta el gatillo y mata a Mihai...
¿Qué
más hubiera podido ocurrir después? Lo que está escrito por en trágicos
griegos, por Eurípides y Sófocles.
Sin creérselo,
Mihai se derrumba al lado del perro, gritando. ¡Esclava del diablo!...No me había engañado... Enemiga has sido... Y
así has quedado...
Desatenta
a los estertores de Mihai, La Madre vacila; piensa llamar a los vecinos,
contarles lo sucedido y preparar los funerales. Pero todavía está dudando.
– Pero tú, majestad, dime ¿qué debo hacer?
Pregunta a Iosif Vissarionovici, sin odio, casi con ternura. Sin esperar respuesta ya que la llevaba en sus
adentros. Como Iocasta: ¡En nombre de los
dioses! Dime también a mí, señor, por qué asunto has concebido semejante enojo...
Como
las aguas revueltas del Muresh, el remolino de los recuerdos le invade el alma,
mientras los abetos bajan en fila, por sí solos hacia su casa; uno por cada
hijo muerto sin casar.
Los abetos... Las novias que no habían tenido.
Los abetos... Las novias que no habían tenido.
La
Madre mira la lámpara que se había caído de la mesa, derramando el petróleo y
levantando llamas en su alrededor. No se da prisa en apagarlas. Con los trapos
de la cocina prepara unos estropajos, los moja bien en petróleo y les prende
fuego. A todos, echándolos bajo la cama, en los cuartos, en el desván, sobre el
tejado de chilla, en el târnaţ (el
porche), en el cobertizo, donde tenía el heno para la vaca. Por toda la casa.
Una
llamarada que el viento alarga, amenaza las casas vecinas y derrite la nieve
helada del patio. Se iluminan el jardín, el camino. La purificación por el fuego.
Segura
ya de que todo será ceniza, La Madre cruza el jardín hacia el río, el Muresh
cubierto de nieve, remedando la canción del abeto. Para sí y para el viento: A-beto, a-beto, / ¿quién te ha ba-ja-do? / des-de
el pe-dre-gal / a es-te ce-ne-gal?
Camina
sin mirar, con los ojos empañados, vacila; desde un matorral saltan los
liebres, muchos liebres (¿serán
diablos?), se oye el relincho de un caballo, lo ve, se santigua (este no puede ser caballo...), mas el
caballo va delante, hacia el Muresh, rompe la nieve con los cascos, luego se
pierde en el viento.
La
están invadiendo los fantasmas de toda la vida. Alucina, están danzando las
hadas (ielele), pasan los espíritus (pricolicii)... Escucha el follaje seco
de un álamo, repiquetea cual la carraca (toaca)
de la iglesia agitada por el viento. Se da cuenta que está caminando sobre
el Muresh, sobre el hielo. Recuerda que, días atrás había partido el hielo,
abriendo un claro para enjuagar las ropas. La busca y se la encuentra...Un
chapoteo negro y profundo. No se asusta. Sin prisa, empieza desnudarse. Pone al lado el pañuelo e intenta quitarse
el delantal, pero no da con los nudos del cordón. Renuncia y salta al
respiradero, gritando salvajemente, en el último instante, cuando el agua la está
tomando en sus brazos duros y fríos...
En el
amanecer, cuando llegó la gente – después de apagar el incendio – no
encontraron nada sobre el hielo. Solamente las huellas de sus pasos, desde la
orilla hasta el claro, iguales e interrogantes. Se entrecruzaban con las de un
perro ajeno, que había rodeado el claro, dejando una mancha amarilla en uno de
los lados, para irse luego hacia la otra orilla.
...Antigona,
hija de Iocasta y Edipo, hermana de Eteócles y Polinice, condenada por Creonte
a ser enterrada viva. La mitología griega traslada por la Segunda Guerra
Mundial a las orillas de Transilvania.
Madrid, 15-25 de junio de 2014
Tres notas.
Tres notas.
1.Ion
Lăncrănjan ha tardado diez años en la elaboración de esta novela, preocupado de
modo especial en la condensación de la materia épica. Decir más en menos
palabras. Luego, ha esperado siete años hasta su publicación, en 5.500
ejemplares, cuando casi por ley, para una novela la tirada normal era de 40.000
copias.
Para un
ser humano, diecisiete años son muchos años. Para un escritor son una vida.
2.
Sería una ingenuidad creer que, frente a la abundancia de sucesos reales,
algunos de su propia aldea, el autor haya recurrido a un “plagio” de la
mitología griega. La vida misma ha recreado en otros personajes, el destino
cumplido por los héroes de Eurípides o Sófocles. Invocada por mí, para defender
la obra, la semejanza de los hechos ha resultado contraproducente, los censores del
libro actuando como los cancerberos en la entrada al Infierno. De ahí,
parcialmente, el contenido de la dedicatoria que se me ha hecho: A Darie Novãceanu – al que le he estimado y
le he amado siempre y de verdad, pero no
tanto cuanto se lo merece, diría yo en este momento, al que voy a estimar y
amar mas desde ahora en adelante, no porque me sentiría rodeado de soledad
(llega y llega...), sino porque así es conveniente y es justo.
3.
Es lo que me determina volver sobre aquellos años y sobre las muchas batallas
que hemos librado junto, sin ganar ninguna, pero sin perderlas.
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© Darie Novãceanu – Madrid
– 2014. Reservados todos los derechos.