Sărbătorile poeziei
Alexandru
Philippide (1900-1979)
Hijo del gran lingüista y
filólogo de igual nombre, graduado en Derecho
y en Letras, cultivó
durante toda una vida la ensayística, la historia y la
crítica literarias. Es el
mejor traductor de poetas ingleses, franceses,
alemanes y rusos. Por
temas y expresión pertenece a un romanticismo
tardío, bajo la clara
influencia de Poe, Hölderlin, Novalis, Rilke y
Baudelaire. Su
sensibilidad poética, su gran cultura y un dominio total
de la preceptiva le han
permitido crear una obra muy original.
Obra. Poesía: Oro estéril; Rocas bajo relámpagos; Sueños bajo el
retumbo del tiempo; Monólogo en el Babilón. Narrativa: La
flor del
barranco. Ensayística y crítica: Estudios y
retratos literarios; Estudios
de literatura universal: El escritor y su arte;
Consideraciones confortables;
Puntos cardinales europeos. El horizonte
romántico.
Bajo las grandes soledades
Bajo las grandes
soledades que hay en mí
oigo desde hace mucho una
canción. Pero
es algo que no se puede
escuchar
más que con los oídos del
alma.
Sonidos apagados,
murmullos de estrellas,
torbellinos de sueños y
recuerdos de vientos,
sonoras imaginaciones que
pueden ser luz,
presencia a quien no le
hace falta la palabra.
Cuántas veces he subido,
al creer que podría
vencer,
en la canoa del sueño,
navegando al azar,
sobre los mares del
silencio interior,
para dar con aquel
misterioso cantante
(pues un cantante tenía
que ser),
para acogerlo
fraternalmente y decirle:
«Amigo, te llevo en el
alma;
aunque no te he conocido
jamás en la vida».
Tan débil se oye algunas
veces,
que parece extraviado en
las lejanías astrales,
pero otras veces lo
siento tan cercano,
como un violín detrás de
la pared,
como si fuera solo una
puerta
que nos separase.
Pero no he dado un paso
más
y de nuevo despierto
echado
en las orillas de la vida
cotidiana,
náufrago eterno del
sueño.
Algunas veces yendo en su
busca,
me envuelve de repente el
miedo
y, bajo un juramento
extraño,
me veo obligado a llevar
el sueño hasta el fin.
¡Hermosos pensamientos
amenazantes!
Tengo miedo a encontrarme
con un misterio pavoroso.
¿Cómo podría creer que es
algo parecido a mí,
si ha bajado de las
estrellas?
¿Qué cara imaginarme para
el desconocido
que desde siempre vive
dentro de mí?
Entonces trato de salir
del sueño,
pero él, inflexible, me
atrae hacia el eterno enigma
del cual me separa cada
vez un nuevo miedo.
Es así que estoy luchando
siempre con el pavor y el deseo,
los dos eternos, vanos
los dos.
Pasan a veces largos días
cuando la canción
desaparece,
y entonces su recuerdo
es más vivo que su
presencia y duele más.
¡Oh, dulce viento del
corazón vacío!
En cada encrucijada
difícil de la vida
lo he oído avisándome
fraternalmente,
y mis antepasados, cuando
vienen a preguntarme,
él, como una cigarra, los
acompaña.
En los atardeceres,
cuando regreso hacia el pasado
y durante las profundas
noches,
cuando todo lo que me
dolió en la vida
despierta otra vez en el
alma,
siento la canción cual
brisa dulce cerca de mí,
como en un ensueño de
otra hora
he creído que oía hablar
a una estrella.
¡Oh, esa canción sin
nombre!
¿La oiré incluso en el
umbral de la muerte?
¿Lograré, en mi último
instante,
conocer sin temor, ni
deseo,
al cantante escondido
dentro de mí?
Balada de la vieja taberna
Quedábamos en las mesas
amontonados,
cuerpos pegados, almas
errantes,
como unos emigrantes
fatigados
en el vientre de una
antigua galera,
viajando hacia una
América de sueño.
La joven con ojos de
carbúnculo
nos ponía en las copas
bebidas fuertes
y largas miradas
acechantes
atravesaban nuestro
pecho,
negras saetas resonando
dulcemente.
¿Qué triste escultor
empobrecido
había pagado el vino al
bodeguero
con aquella estatua
bárbara,
hecha de alquitrán,
extraña Venus,
con la coronilla en el
techo lleno de grasas?
La joven de caderas
rollizas,
que habíamos amado cada
uno,
cantaba romances de
barriada
con la voz ronca y llena
de dulzura
de una vieja drogadicta.
Aullaban afuera en la
nieve
todos los invitados al
Sabbat,
y nos llamaban
continuamente
a salir con ellos hacia
las barriadas,
cabalgando sobre el viento
cruel.
Pero nosotros mirábamos
con pensar cansado,
entre los vulgares
estribillos,
hacia un recién llegado
y unos pensamientos
subterráneos
nos envolvían lentos,
tentadores.
¿Desde dónde había
llegado hasta nosotros?
Nadie lo habia visto
entrar,
¡Qué reunión de
fantasmas!
La joven nos servía las
copas
y se sentaba junto a
nosotros.
¿Para qué asombrarse del
nuevo huésped
y de su vieja
indumentaria?
Llevaba un frac verde
bien bordado,
zapatos con broche de
plata, corbata ancha,
cual pañuelo, mangas decorosas.
Con ojos brillantes en lo
hondo de la blanca frente,
nos miraba a todos
haciendo girar
con sus dedos largos como
ganchos
un estilete más que
afilado,
con la vaina llena de
incrustaciones árabes.
Hemos escuchado después
su voz con modulaciones
felinas;
y bajo sus palabras,
nuevos deseos
encendían crueles rubíes
en la noche de nuestras
almas.
Hablaba de una gran
armada,
de un emperador sombrío,
de un extraño mundo
con almas compradas:
«El remordimiento no está
en el futuro».
Nos hemos pinchado las venas
por turno
y hemos firmado con
sangre.
La estatua nos servía
cantando
con la voz ronca llena de
dulzura
y el aguardiente sabía a
sangre.
Ay, ¡qué olor de azufre
antiguo!
¿Dónde está el extraño
huésped?
¿No lo habéis visto
encima de la mesa,
con su frac verde de
colas levantadas?
De sus zapatos asomaban
dos pezuñas.
¿Cuántos se han ido,
cuántos han quedado
de nuestra reunión de
aquel entonces?
Ha pasado el tiempo –¿un
siglo, una hora?–
La maldición de aquella
vieja taberna
nos persigue aún paso a
paso.
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© Darie Novăceanu, 2015