Bajo el signo de Zalmoxis
A Heródoto le interesaban solamente
los datos que han influido y definido la historia de los pueblos. Y en este
sentido le debemos mucho, para no decir casi todo lo que sabemos sobre nuestros
ancestros. Aparte de nombrar los ríos, Heródoto nombra las estirpes tracias que
vivían en sus valles y, entre estos, admira a los getas, recordando la
expedición de Darío: “Antes de llegar al
Istro, Darío sometió previamente a los getas, que se creen inmortales. Pues
resulta que los tracios que ocupan Salmidesos o los que están establecidos al
norte de Apolonia y Mesambria (que reciben, respectivamente el nombre de
escrimíadas y nipseos) se rindieron a Darío sin presentar batalla; en cambio,
los getas, que son los tracios más valerosos y los más justos, se obstinaron
en una imprudente resistencia y fueron reducidos en seguida.” (IV-93).
Subrayamos las palabras “silenciadas”
(censuradas) de modo gratuito por algunos historiadores, recurriendo a un
artificio de sintaxis para ocultar la derrota - Los getas son los más valientes y más justos de los tracios -,
cuando el aprecio de Heródoto consta solamente en haberse atrevido hacer frente
a los persas, mencionando la razón y la trascendencia de la imprudente
resistencia: Por cierto que se creen
inmortales, entendiendo por tal lo siguiente: piensan que no mueren, sino que,
a la hora de morir, van a reunirse con Salmoxis,
un ser divino (algunos, sin embargo, denominan a este ser Gebeleicis.)
Con este párrafo, ampliado en los siguientes,
podríamos abrir la primera página de nuestra historia, puesto que nos hallamos
en lo esencial del destino histórico y religioso de los geto-dacios. Párrafo
entresacado del contexto e interpretado de varias maneras, con mucha erudición,
pero cada vez más lejos de la verdad fundamental.
Sinnúmero son las páginas dedicadas a
Zalmoxis, este ser divino que Heródoto transcribe Salmoxis (influido por el
topónimo Salmideso). Sin olvidar el otro nombre, de Gebeleicis, cuyo
significado no se conoce, mientras la procedencia de Zalmoxis queda
definitivamente esclarecida por Porfirio. Se trata de la palabra tracia zalmos, que significa “piel”; de donde
Zalmoxis equivale al “dios oso” o “dios de la piel de oso”, por haber sido
cubierto al nacer con una piel de este animal.
Los primeros clásicos que han tratado
la presencia de Zalmoxis han sido Platón (Charmides,
156), Estrabón (Geografía, VII, 3,
12), Porfirio (Vida de Pitágoras,
14), Diodoro de Sicilia (Biblioteca
histórica II, 4), Melo Pomponio (De
situ Orbis, libro II, capítulo 3), Juliano el Apóstata y muchos más, menos eruditos pero más intuitivos, cuyas
contribuciones en el tema que nos interesa, las juzgamos como de importancia
singular. No solamente por añadir matices nuevos al retrato por nadie visto de Zalmoxis,
sino también por saber discernir y resaltar las virtudes y los muchos
conocimientos de los geta-dacios quienes, a diferencia de las demás grandes
familias tracias, han sido los únicos que han reconocido en este ser divino a
su rey y su dios supremo. De este modo, se han sometido y entregado a sus
enseñanzas, cumpliéndolas siempre, llegando a ser un pueblo unido, próspero y
trabajador, muy arraigado al suelo de la patria, para lograr luego,
paulatinamente, a formar un estado centralizado. El más grande, y poderoso de
entre los Cárpatos y el Danubio.
De algún modo, los autores menos
eruditos son los que han leído más y mejor a Heródoto; hasta las palabras que
las ha dejado en el umbral de las sugerencias. Que el padre de la historia no
haya pisado las orillas europeas del Ponto, no quiera decir que no las hubiera
conocido. Es más que seguro que en Atenas, antes de salir para Olbia, había
consultado todo lo que se podía consultar respecto a los lugares por donde
habrá de pasar. Además, se da el caso de que, en aquel entonces, los dacios ya
estaban presentes en Grecia, en la indeseada condición de esclavos; hasta
aparecían como personajes en algunas de las primeras comedias griegas.
Asimismo, es indudable que durante la
travesía hacia el lago Mayátide, como solía llamar el mar de Azov, se había
hecho con más información sobre “los pueblos menos evolucionados de los
aledaños del Ponto”, muy extrañado por la presencia de Zalmoxis entre ellos.
Sus primeros datos sobre este ser divino, díos del cielo, sea sereno, sea
cerrado, los había recabado en Atenas. Y su interés, en cuanto a la religión de
los dacios, no arranca desde la creencia en una idea de ultratumba, sino en el
convencimiento de estos de que los muertos se reunían con los seres divinos.
Tal “traduce” el comentario de Heródoto, como si fuera suyo propio, el
emperador Juliano: …juzgaban que la
muerte era solo un cambio de morada; por eso estaban más prontos a morir que a
emprender cualquier viaje. Lo “traduce” porque no se aparta del original,
pero abrevia el contenido, sin darse cuenta que así elimina verdades.
Volvamos pues al original, donde
Heródoto, allende el significado del “cambio de morada”, subraya la creencia de
los dacios de que la muerte era el camino para llegar a reunirse con sus dioses.
Tanto creían en la existencia y la omnipotencia de Zalmoxis, que,
periódicamente, para comunicarse con Él, recurrían al sacrificio: Cada cuatro años despachan en calidad de
mensajero, para que se entreviste con Zalmoxis, a aquel miembro de su pueblo
que en dicha ocasión resulte elegido por sorteo y le encargan lo que,
según el momento, necesitan. Y he aquí cómo lo envían: los encargados de este
menester sostienen tres venablos, en tanto que los otros cogen de las
manos y de los pies al que va a ser enviado para entrevistarse con Zalmoxis; y,
tras haberlo balanceado en el aire, lo echan sobre las picas. Si, como es
lógico, muere al ser atravesado, consideran que la divinidad le es propicia;
pero, si no muere, llenan de denuestos al mensajero en cuestión, afirmando que
es un ser malvado; y tras sus denuestos a dicho sujeto, envían en su lugar a
otra persona, dándole sus encargos mientras todavía se halla con vida.
Hasta aquí el texto nos releva lo que
no se ha observado suficientemente. En lo primero, la elección se hace por
sorteo, lo que supone que todos y cada uno de los dacios estaba dispuesto y
preparado para emprender el viaje, aunque no todos – los que no morían – eran
dignos de presentarse delante de Zalmoxis, que es cuando se enviaba un otro,
cumpliendo el mismo ritual. En lo segundo, en el sacrificio participan también
los animales, los tres venablos que acuchillan con su cornamenta al elegido.
Leyendo mal el texto, todos nuestros historiadores hablan de lanzas de madera y
se olvidan de los venados. Y Heródoto sigue, añadiendo: Asimismo, estos mismos tracios, cada vez que truena o relampaguea,
disparan flechas al aire, airados con el cielo, al tiempo que amenazan al dios,
pues no creen que exista ningún otro dios que no sea el suyo.
En este caso, los autores clásicos
interpretan erróneamente el gesto: los dacios no saetan a su propio dios, sino
que le ayudan para disipar los poderes adversos de la naturaleza y vencer a las
deidades en las que no creen y cuya existencia no la aceptan. Empero, no asistimos
a un sortilegio o conjuro, ni nada tiene que ver el ritual dacio con los
llevados a cabo por los pueblos australianos o africanos, quienes antes de
salir a cazar un venablo, lo dibujaban sobre la arena y bailaban a su
alrededor. (Lévi Strauss)
Y como último retoque al retrato nunca
visto de Zalmoxis, continúa sus párrafos, con muchos pormenores, cada uno con
su significado: Pero, según he oído decir
a los griegos que viven en el Helesponto y en el Ponto, el tal Salmoxis fue
un hombre que sirvió como esclavo en Samos: estuvo al servicio de Pitágoras,
hijo de Mnesarco, posteriormente consiguió la libertad y amasó cuantiosas
riquezas, regresando con ellas a su país. Y como los tracios vivían
miserablemente y eran bastante simples, el tal Salmoxis, que se había hecho al
modo de vida jonio y a un modo de pensar más reflexivo que el de los tracios
(ya que había tenido trato con griegos y especialmente con Pitágoras, uno de
los mayores sabios de Grecia), se hizo acondicionar una gran sala, en la que
recibía espléndidamente a sus más importantes conciudadanos y los obsequiaba
con banquetes, al tiempo que los adoctrinaba en el sentido de que ni él, ni sus
convidados, ni sus sucesivos descendientes morirían, sino que irían a cierto
lugar donde vivirían eternamente, gozando de toda suerte de bienes. Y
mientras hacía lo que he indicado y propagaba esa doctrina, en el ínterin se
hacía construir una cámara subterránea. Cuando tuvo totalmente terminada la
cámara, desapareció de la vista de los tracios, y bajó a la cámara subterránea,
donde vivió por espacio de tres años. Entonces los tracios lamentaron su
ausencia y lo lloraron como si hubiese muerto; pero a los cuatro años, se les
volvió a aparecer y así fue como dieron crédito a lo que afirmaba Salmoxis.
Según cuentan, esto es lo que dicho individuo llevó a cabo.
De ese párrafo, los comentaristas se
quedan con el hombre Zalmoxis, sin quitarle la divinidad, pero no como dios del
cielo, ya que por lo de la cámara subterránea se le considera una deidad de
este mundo, algo así como otro Hades.
Desde luego, resaltan la condición de
esclavo, esclavo de Pitágoras para
dejar sentado que Zalmoxis era un humilde aprendiz del gran filósofo y
taumaturgo que propagaba la doctrina de la inmortalidad del alma y de la
metempsicosis. De tanta fama, que una leyenda le consideraba como una
reencarnación de Apolo Hiperbóreo.
Seguramente que Heródoto conocía esa
leyenda y también a la de Zalmoxis, pero evita a las dos porque no consideraba
a Pitágoras como fundador de una doctrina filosófica-religiosa de tanta
trascendencia y tampoco querría hacer de Zalmoxis un simple imitador de este.
Estupenda demostración de ética y escrupulosidad científica. Además, para ser
exactos, las dos razones tenían una motivación muy seria que el gran
historiador la retrasa para cerrar, magistralmente, este párrafo final, el
último de todos, sin declararse partidario de ninguna de las dos hipótesis. Su
interés en la figura de Zalmoxis, alumbrado en Atenas, fomentado durante el camino,
habrá de completarse en Olbia, donde, llegados por el valle del Dniéster, los
geta-dacios representaban una comunidad importante, bien integrada. Heródoto no
los ignoraba y tenemos que admitir que, a base de sus informaciones, ha sido en
Olbia donde ha dado las últimas pinceladas al retrato nunca visto de Zalmoxis,
volcando gran parte del edificio: Por mi
parte, yo ni dejo de creer ni, en cualquier caso, creo ciegamente en la
historia de este hombre y en la de la cámara subterránea; pero considero que
tal Zalmoxis vivió mucho años antes que Pitágoras. Y bien que Zalmoxis haya
sido un ser humano, bien que se trate de una divinidad propiamente nacional de
lo getas, dejémoslo estar.
Atendiéndonos al conocimiento de su
época, no ponemos en duda el saber y la erudición de los autores clásicos, ni
cuestionamos sus opiniones, asumidas por todos los estudiosos del tema y
aceptadas sin reserva por Mircea Eliade, el mejor conocedor de las religiones
antiguas, de los mitos y de las leyendas, cuya única intervención en este caso
ha sido la de desanimar a los escritores modernos, quienes veían en Zalmoxis a
un chaman: no, ha dicho Eliade (Historia
de las Religiones), la existencia del
chamanismo entre los getas no es segura, sin tocar a los clásicos.
El consejo de Heródoto – dejémoslo estar -, después de considerar que Zalmoxis había
vivido mucho año antes que Pitágoras (580-500 a.C.) no nos parece una invitación al
pensamiento cómodo, de un mar en calma, sino una interdicción velada, más
exactamente – recurriendo a Blaga – una censura
trascendente a la que está sometido el conocimiento humano por el Gran Anónimo. Esclarezcamos: el Gran
Anónimo es denominación metafórica del modo paradójico en que se aparece el absoluto al intelecto humano: guardia
del misterio y, al mismo tiempo, el misterio supremo. Y escuchemos a Blaga: El Gran Anónimo se defiende a sí mismo y a
todas sus criaturas frente a cualquier intento del espíritu humano de revelarle
sus misterios de manera positiva y absoluta. (En Trilogía de la cultura – Capítulo La génesis de la metáfora)
Heródoto,
quien no deja de creer, ni cree ciegamente en Zalmoxis, coloca la censura
trascendente exactamente como lo hará la Iglesia con el dogma: creer sin
indagar. Una prohibición que, al mismo tiempo, es una incitación al
conocimiento. Desafió que los autores clásicos- menos Diodoro de Sicilia – no
lo han considerado así, pero sí lo han recibido los autores intuitivos. Tal
como nos releva Vasile Pârvan, cuando apunta: Los griegos no han comprendido nada de la religión de lo getas del
norte y han explicado su idealismo irreducible a través del cuento
Zalmoxis-hombre, discípulo de Pitágoras. Sólo un griego, Hermippus
Callimacius, ha volcado el asunto,
sosteniendo que Pitágoras es el que ha imitado las enseñanzas de los tracios.
(Gética)
No
olvidemos que Hermippus Callimacius (315-240), conocido como Calímaco, poeta y
gramático griego, ha dirigido muchos años la Biblioteca de Alejandría, teniendo
en sus manos muchos manuscritos que el fundador de la biblioteca, Tolomeo
(360-283), llamado el Soter – el Salvador – adquiría de todas partes. Y es
importante recordar que Tolomeo, como lugarteniente de Alejandro Magno, se ha
adentrado a la tierra de los dacios, en 235, en la desembocadura del río Olt.
Por lo que no sería exagerado pensar que es él el que le ha sugerido a Calímaco
estudiar la vida de los getas y de Zalmoxis.
No
disponemos de otras fuentes respecto a la muy tajante opinión de Calímaco. Los
documentos consultados en Alejandría – desparecidos en el incendio – le otorgan
credibilidad y autoría. Sin marchitar la figura de Pitágoras. El Creador de las
ciencias matemáticas – recordemos la tabla de doble entrada y la teoría que
llevan su nombre- había estado entre los filósofos jonios, ha conocidos a los
sacerdotes egipcios, a los magos de Persia y los ascetas de India. Hubiera
podido ser el maestro más influyente para Zalmoxis, quien, por vivir mucho
antes, había recibido las mismas enseñanzas de las mismas fuentes y otras,
difícil de identificar, pero no hay que buscarlas siempre lejos de casa, como
habitualmente se ha procedido. Algunos méritos deben haber tenido los dacios,
y, tal vez, son estos los que le hayan determinado volver entre ellos, después
de los años pasados en Grecia, en Egipto y otros lugares, al entender que este
era el terreno idóneo para sembrar su sabiduría y predicar su doctrina.
Con
su determinación, Zalmoxis no prefigura a los misioneros, que aparecerán en el
primer milenio cristiano, como evangelizadores – Id y enseñad a todas las gentes –, porque él no llega sino que regresa a
su familia, y no se queda entre los tracios del sur, al no identificarse con
una idiosincrasia que le era ajena.
En
relación con estos, otro era el modo de vida de los dacios, otras sus
creencias, otros los conocimientos y las tradiciones. Y, nada extraño, estos
datos han sido los que menos han interesado. Eliade mismo, el que más y mejor
sabía de todo, no insiste en ello, quedándose con lo esencial: Aunque la civilización dacia fuese
fundamentalmente agrícola, parte del pueblo se dedicaba a la fabricación de
vasos, a trabajar la madera, a extraer y trabajar los metales. En los
dominios nombrados hay toda una serie de quehaceres que particularizan a los
dacios, injustamente ignorados.
Transcribimos
esta opinión de una obra – Los rumanos. Breviario histórico – que,
sin hacernos mérito alguno, la hemos rescatado del olvido, incluido el suyo*.
Allende
su libro, Desde Zalmoxis a Gengis Kan,
y de haberlo imparcialmente tratado en Historia
de la Religiones, a Eliade no le ha interesado de modo especial la figura de
la divinidad suprema de los dacios. Con el riesgo que esto supone, podríamos
decir que se había reservado para su propia literatura fantástica, muchos
misterios y pormenores de la vida de los dacios. No hay más que leer su
fascinante relato Un om mare – Un hombre gigante – para reconocer en
Eugen Cucoaneş, el personaje que empieza a crecer hasta llegar a una estatura
de 30 metros,
el retrato jamás visto por nadie de Zalmoxis. Símbolos, mitos y parábolas que
Cucoaneş se lleva con él, abandona los valles y las grutas de los Cárpatos,
atraviesa la campiña de Bǎrǎgan, cruza Dobrudja y se dirige, de noche, para no
ser visto, hacia Constanţa (Ponto Euxinius), donde se pierde sin dejar rastro. Algunos – leemos - decían que lo habían visto entrando en el mar, a nado, pero, tal y como
ha puesto en evidencia la investigación de hace pocos días, estos testimonios
carecen de todo fundamento […].
Que
los griegos no entendían nada de la religión de los dacios, no importa, pero
que intervengan y tratan de alterarla, considerándola idéntica en principios
con la de los tracios del sur, eso sí que importa. Desde esos juicios, algunos
escritores atribuirán a los dacios creencias que nunca habían cultivado,
mientras otros, por antipatía hacia los valacos, descendientes de esta estirpe,
aplicarán los defectos de los tracios del sur a los getas. Hay toda una
literatura de esta clase denigratoria, firmada, a veces, por nombres de mucho
prestigio, que cruza las fronteras del tiempo hasta nuestros días.
Nada
casual, se nos antoja. Ni la leyenda de Pitágoras como una reencarnación de
Apolo Hiperbóreo es una casualidad, sino la argucia griega de contaminar con
sus deidades a las de otros pueblos. Detrás, otra leyenda sostiene que los
hiperbóreos eran una comunidad importante de jonios asentada en Escitia, más
exactamente en la ciudad de Histria, la que a Heródoto no le ha interesado.
Pues bien, aunque Pomponio Mela los sitúa en las orillas del Scythicus Oceanus, muy en el norte del Mare Caspium, y aunque Heródoto les
dedica muchas páginas (IV- 32-36), aunque Píndaro (Píticas) y Aristóteles (Meteorología)
admiten la existencia de los hiperbóreos, que “habitan más allá del viento
norte”, las últimas investigaciones establecen que los hiperbóreos vivían en
algún sitio allende las montañas, en el cielo, siendo un pueblo de almas, las
almas de los muertos justos. La creencia en los hiperbóreos es de origen tracia
y la semejanza entre ellos y los getas inmortales que van a Zalmoxis es
abrumadora, se ha concluido.
Un
pueblo de almas y un dios supremo
nunca visto, que vive en el cielo, como los hiperbóreos, no sobre la tierra, he
aquí los dos pilares de la religión de los dacios. “Aún no se han puesto de
acuerdo los eruditos sobre si Zalmoxis fue un dios del cielo o de la tierra”,
dice Eliade, en el libro que hemos rescatado del olvido, y continúa: “Hay una
cosa cierta, sin embargo: el alto espiritualismo de su culto. Zalmoxis no tenía
templos ni imágenes. Se le veneraba en las colinas y en las montañas, y, tal
vez, el lugar supremo de su culto estuviese en uno de los picos más elevados de
los Cárpatos.” Y esa montaña, según Platón, “ha sido considerada sagrada y su
nombre es Cogheón, el mismo que el
río que fluye en sus cercanías.”
Escrito en Lisboa, en 1943, cuando era consejero de la Embajada de Rumanía, impreso una sola vez, en portugués y español, en el mismo año y en una tirada mínima, de familia, este libro había desaparecido totalmente. Al quedarse en el exilio, Eliade lo dejará perdido – tenía sus razones – y tampoco lo recordarán sus editores, debido a la virulenta campaña de su denigración, mantenida hasta nuestros días. Asunto en que no entramos. Mencionamos tan sólo que el libro que hemos rescatado, acaba de publicarse con el título Bajo el signo de Zalmoxis, por la Editorial Prensas Universitarias de Zaragoza.
Por más que se han empeñado los
especialistas en localizar la montaña a la que se refiere Platón, el Cogheón
queda sin ubicación segura: los filólogos creen que se trata de Gugu (2292 m.), mientras los
arqueólogos y los historiadores lo fijan, con vacilación, entre Godeanu, Oslea
y Retzat. Por su parte, Eliade lleva al personaje de su relato Un hombre gigante a la cima del Pǎduchiosu,
en Bucegi, lo que podría ser interpretado como una sugerencia más. Sobre todo,
si tenemos en cuenta que en Bucegi se halla el impresionante grupo de grandes
piedras, esculpidas por la naturaleza, conocidas desde siempre como Babele (Las Viejas) y muy cerca se
levanta La Esfinge. Fascinante
estatua de una sola roca labrada por y el viento, cuya misteriosa expresión
humana, vista desde varios ángulos, recuerda muy de cerca la Esfinge egipcia. Dejémoslo estar…
Asimismo,
es Platón quien ha revelado a Zalmoxis como dios
curador, atributo reservado a divinidades importantes. Pero pocos habían
observado, leyendo Charmides, que no
es él el que resalta esta virtud, sino Sócrates mismo, que participa en el Diálogo, al lado de Cherefón, Critias y
Charmides. Además, algunos han entresacado del texto la parte más sugerente,
dejando al lado dos datos esenciales. El primero, la soberanía del alma en
cuanto a la salud del cuerpo, que muchas veces queda sin curarse. “Porque – le
decía el médico tracio de Zalmoxis a Sócrates – todo viene del alma, tanto los
males como los buenos del cuerpo y de todo nuestro ser”. Y lo segundo, el mismo
médico añade que la planta curativa “no sirve para nada sin el conjuro”.
Erróneamente, muchos han tomado el conjuro como exorcismo o hechicería. Nada de
esto: el exorcismo es imprecación que usan los religiosos contra el demonio, y
la hechicería es práctica supersticiosa de los hechiceros que intentan el logro
de sus fines, incluyendo en ello a los malos espíritus. Prácticas fuera de la
sabiduría dacia: la enfermedad se cura desde alma y el conjuro es el que
convoca en la curación el alma del paciente. En términos científicos modernos,
el conjuro es parte intrínseca del tratamiento, es decir la parte psíquica.
Hasta donde conocemos, ninguna medicina antigua, hasta los dacios, recurría a
la todavía sin nombre, ciencia, de la psicología. Justo lo que le reprocha el
médico de Zalmoxis a los griegos que, al conocer de los dacios la virtud de las
plantas, las habían aprovechado, ignorando el tratamiento psíquico. Tan
importante para los dacios que, en caso de enfermedades difícil de
diagnosticar, prescindían de plantas, apelando tan sólo al conjuro. Textos
breves, de misterio abierto, algunas veces mencionado por su nombre la
enfermedad, que los autores de antologías de folclore los recogen sin discernir
en secciones dedicadas a adivinanzas, exorcismos, brujerías y hasta
maldiciones…
Tan
conocidas y famosas eran estas plantas, desde Sócrates, que en el tratado Materia médica, elaborado por Diosocorides,
especialista en botánica, encontramos un gran número de ellas (nada menos que
57) con denominaciones dacias. Y lo mismo, en los escritos de Claudio Galeno.
Incluso en Séneca descubrimos que los romanos usaban el eléboro para calmar los
accesos de locura de los enfermos mentales, recluidos en una isla en el sur de
Italia. Planta que nosotros llamamos spânz,
en uso todavía en la medicina popular, sobre todo –y no solamente - en la cura
de la peste porcina. Hasta tenemos el verbo a
spânza, que significa aplicar el tratamiento con la respectiva planta,
cuyos muchos efectos, incluidos los venenosos, quedan por conocerse.
De Sócrates a Platón, de Platón a
Aristóteles, de Aristóteles a Alejandro Magno, las plantas curativas dacias han
sido el puente encantado para muchos que han pasado del dolor al alivio y
salud. Así curaba Alejandro a sus compañeros. Sólo para su fiebre, en
Babilonia, no ha encontrado remedio. Con los nombres propios y los glosarios
medicinales, dice Pârvan, “tenemos lo suficiente para demostrar que somos
parientes de los tracios, como lo son los frigios con los armenios, pero no
somos el mismo pueblo.”
Obviamente,
para encontrar el remedio adecuado para una enfermedad – a veces el tratamiento
suponía el uso común de más de una planta – han sido necesarios varios ensayos,
repetidos, pacientemente, a lo largo de mucho tiempo. Igual a los mayas de
Atitlán para hacer del maíz silvestre una cereal alimenticia capital para el
sustento de la vida humana. Logro que la genética, partiendo de la misma
planta, que todavía existe, no lo haya conseguido jamás.
La
recolección en sí de las plantas exigía el conocimiento del desarrollo natural,
puesto que las sustancias cambian según el proceso de crecimiento y maduración.
Saber el periodo justo para obtener el fármaco buscado era toda una ciencia.
Búsquedas que se han llevado a cabo en las aldehuelas, donde la agricultura,
sobre todo la cría de aves y ganado, con sus habituales cuidados, ha sido el
laboratorio idóneo. Y es de admitir que algún conocimiento deben haber traído
también los pueblos migratorios. Los escitas sabían mucho de animales – la raza
escita de caballos ha perdurado siglos después de su extinción – y entendían
bastante de varios cultivos, ya que, con el paso del tiempo, los escitas
labradores se habían convertido en los principales productores de trigo para
Grecia, con delegados propios para controlar la mercancía en muchas colonias
pónticas.
A
los escitas le debemos, al menos el cerezo que se lo habían traído de las
tierras cercanas al Caspio y le construían cobertizo mejor que el de ellos,
“cubriéndole durante el invierno con un toldo de fieltro blanco”, dice
Heródoto. Y por el fruto, “semejante a un haba pero con hueso”, lo consideraban
árbol sagrado, aprovechando su jugo espeso y negro mezclado con leche de yegua,
tal como los calmucos de hoy.
Aunque
lo ignoráramos, el Mundo Antiguo no se había esfumado al entrarse en el Nuevo.
La memoria de los pueblos cruza este umbral como si nada y sigue funcionando
con toda la naturaleza y todos sus datos. No es extraño, así las cosas, que
hasta nuestros días en todas las casas campesinas rumanas la medicina popular
es práctica corriente, igual que hace milenios, usando las mismas plantas –
raíces, tallos, hojas, flores, semillas – de aquel lejano antaño.
Ha
sido esta memoria colectiva la que ha conservado y transmitido por encima del
calendario estos conocimientos y el sin fin de creencias, costumbres,
tradiciones, rituales y ceremonias, que son las que definen los valores
peculiares de un pueblo y aseguran su permanencia en la historia.
En
muchas de las manifestaciones, la voz, el canto, la música, han desempeñado su
papel específico, imprescindible. Así, de Teopompo (378-322), historiador
griego, autor de Historias helénicas,
sabemos que los geta-dacios conocían el uso solemne de la lira, en las
procesiones político-religiosas, mientras en la vida cotidiana los instrumentos
musicales eran los del viento: el caramillo, la flauta, la zampoña, la ocarina
y el bucium, una trompa muy larga fabricada
inicialmente de corteza de abedul; instrumento de reducidas virtudes, pero
cuyos sonidos, penetrantes, servían a los pastores, y no solamente a ellos,
para comunicarse a grandes distancias. El bucium,
para decirlo con otras palabras, substituto del tambor africano, ha sido la
llama sonora del fuego frío que se encendía en las colinas de los Cárpatos,
sobre el espacio matriz, del cual habla Blaga, que, junto con otros factores,
ha determinado la vida espiritual de los rumanos.
Decisiva,
entre estos otros factores, ha sido sin duda alguna, la creencia de los dacios
en la inmortalidad del alma y, según hemos mencionado, en que la muerte no era
más que un cambio de morada y el camino para reunirse con sus dioses.
El
regreso de Zalmoxis a su pueblo aniquila cualquier debate sobre su origen y,
asimismo cualquier especulación sobre estas creencias. En ello, tenemos que
aceptar el juicio de Diodoro de Sicilia (Biblioteca
histórica), quien lo sitúa entre los fundadores de grandes religiones, al
lado de Zoroastro y Moisés.
En
los tres casos, no tenemos que fijarnos en las semejanzas, que no faltan, ni en
las diferencias, que son normales, sino en los logros y en alcance final de
cada uno.
A
Zoroastro, la tradición antigua le reconoce una existencia real repleta de
datos civiles. Así, sabemos que había nacido en el año 660 a.C., en Media, una
localidad del Irán Oriental, que ha tenido familia e hijas y parientes en la
corte del rey de Bactriana. Y que se ha retirado en el desierto, alimentándose
solamente de queso. La misma tradición sostiene que había escrito veinte
libros, cada uno con cien mil versículos, sobre doce mil cueros de vaca.
Pergaminos desaparecidos cuando Alejandro Magno ha dispuesto el incendio de los
archivos imperiales de Persépolis. Se ha salvado solamente un fragmento del
libro Zend-Avesta, escrito en el
idioma de la antigua Bactriana.
Su
enseñanza se basa en una teología dualista, del bien y del mal, cada uno con
sus dioses: Aura Mazda que se opone a Ariman; pugna donde el deber del hombre
es el de contribuir al aumento del poder del bien para que disminuya el del
mal.
Más
allá de Heródoto y de los escritos de los autores clásicos, sobre Zalmoxis no
conocemos absolutamente nada. Y es que las divinidades no tienen “biografía”
civil. No es lo mismo creer en un ser real que en uno divino, imaginado,
plasmado desde las propias aspiraciones de los creyentes. Proceso sutil,
cargado de muchas connotaciones. La imaginación es la facultad del espíritu
para crear y reproducir… imágenes, con plena libertad. Lo que supone la
capacidad de decidir “sin más causa que la propia voluntad”. No imaginamos
cosas en las que no creemos. Tenemos así, en brote, lo que luego habrá de
llamarse el libre albedrío. De este
modo, el poder de la fe no tiene otros límites que las que el alma individual
se impone y el espíritu de una comunidad sanciona.
Zalmoxis no ha dejado, como los demás
fundadores, ningún texto escrito. Ni le hacía falta: la fuerza de su doctrina
reside en la capacidad del creyente en leer lo que no está escrito, pero podría
ser imaginado. Su rostro no necesita más imagen que la imaginada por cada uno
de los creyentes.
La doctrina de Zoroastro ha sido
religión oficial de Persia – Darío mismo estaba entre los fieles -,
consolidando el poder del estado y debilitándose a sí misma debido a la ayuda
recibida de este. Luego, perseguidos por los mahometanos, una parte de los
zoroastrinos se ha refugiado en India, cerca de Bombay, con su fuego sagrado,
recitando sus oraciones al borde del mar, bajo la puesta del sol. Siglos más
tarde, los misioneros cristianos han logrado convertir a muchos de ellos, sobre
todo a los jóvenes. Han quedado sólo los parsis,
minoría contaminada por los brahmanes y el cristianismo. Que son, aun así, los
que han dado grandes personalidades políticas e intelectuales. Una herencia
insignificante y una supervivencia en camino de la extinción.
La doctrina de Zalmoxis se ha formado
por sí misma, emanada desde la espiritualidad de los geta-dacios, identificados
con sus principios no escritos, amoldados a sus creencias. Sin imperar sobre un
pueblo numeroso, pero influyente sobre el espacio cárpato-danubiano, desde
Transilvania hasta el mar Negro, ha sido la religión que ha logrado reunir bajo
el mismo signo las familias de muchas tribus, que han llegado a ser un solo
pueblo. Son las familias que aparecen en las primeras paginas de nuestra
historia– carpios, apullios, tyragetas,
predovensios, biefos, albocensios, rotacensios, buridavencios, costobocios,
caucaencios, piefigios, agatirsos-, nombres sacados de todas las fuentes
posibles y localizados dentro de la geografía del país, junto con sus reyes y
reyezuelos. Muchos de ellos cumpliendo, al mismo tiempo, la dignidad de altos
sacerdotes de Zalmoxis – Zolmodegicos, Roles, Dapyx, Zyroxes, Duras,
Dromichetes, Burebista, Comosicus y Decébalo –. Frente a las invasiones de
otros pueblos que anhelaban las riquezas de su territorio, los cuatro últimos
han logrado unir estas familias para la defensa común, la que ha fomentado la
formación de un solo reino-estado.
La ausencia de templos donde venerarle
y el convencimiento de que Zalmoxis se hallaba en todas partes, las cimas de
las montañas siendo sus altares, ha hecho germinar en los dacios la conciencia
de comunidad arraigada al suelo-patria que les alimentaba y por cuya defensa,
entendían, era necesario actuar conjuntamente, siempre unidos. Una vez
materializada esta idea, el alcance final de la doctrina quedaba bien cumplido.
Compararla
con otras religiones, sopesando diferencias o medirla con principios y
preceptos muy posteriores, es un ejercicio que no abre caminos al conocimiento
de la época. Decir que también los celtas, los escandinavos y los griegos
mismos practicaban los sacrificios, no es una semejanza, sino una diferencia:
los dacios sacrificaba al mejor de entre ellos, mientras los otros lo hacían
con los criminales y prisioneros de guerra. Lo que significa que no era un
ritual religioso, sino la ejecución de una sentencia jurídica. Incluso el
sacrificio de Ifigenia, mencionado erróneamente por todas las enciclopedias, es
falso en su desenlace: es verdad, Agamenón promete a Artemisa el sacrificio de
su hija, para salvar su flota, pero en el instante de cumplirlo, Artemisa la
sustituye con una corza y se la lleva a Taurida, como sacerdotisa de su culto.
Más
provechoso, dentro de estas búsquedas, sería rastrear los elementos que el
mismo cristianismo, con buena memoria de los pasados, los había incorporado a
sus rituales y ceremonias. No sería exagerado asemejar los tres años pasados
por Zalmoxis en la cámara subterránea - cuando los dacios le lloraba por muerto
– con los tres días de Jesús, en el sepulcro. Luego, su reaparición en el
cuatro año, cuando asciende a la cima de las montañas, cerca del cielo, podría
ser recordada en la Resurrección y la Ascensión, cuarenta días después.
Por
fin, entre otras extrañezas, ¿cómo se explica el hecho que Zalmoxis,
adoctrinando a sus fieles, los aseguraba que ni ellos ni sus descendientes
morirían, sino que irían a cierto lugar
donde vivirían eternamente, gozando de toda suerte de bienes y luego, en la misa de cuerpo presente, el
sacerdote ortodoxa consuela a los vivos con que al mundo de más allá irían
todos, por igual, tanto el rico como el
pobre, y los alivia, diciéndoles que
los difuntos llegarán a un verde lugar,
donde no hay dolor, ni tristeza, ni suspiros, sin tan solo paz y vida eterna?
El mismo precepto, expresado con más sentimiento, que nuestras creencias lo
pormenorizan, pintan el paisaje primaveral por
donde va el último camino y le añaden el manzano y la fuente de la vida.
Madrid, 2005
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© Darie Novăceanu – Et in Balcania ego, 2016