In memoriam
11 de marzo, de 2004
El último tren hacia Atocha
Hay
mafias que trafican con seres humanos.
Y hay políticos que lo hacen con los muertos.
Y hay políticos que lo hacen con los muertos.
"...En
España padecemos la patología del sectarismo crónico y de cuando en cuando
sufrimos brotes agudos de fiebres dogmáticas. Ahora estamos en uno de estos
picos de intolerancia y todos nos odiamos los unos a los otros con entusiasmo.
No hay más que ver a qué enrabietadas simas hemos caído con el rifirrafe en
torno al 11-M para comprobar que somos capaces de manosear incluso algo tan
puro y tan sagrado como el profundo sufrimiento." (Rosa Montero – Odio, El País, martes 20 de Marzo de
2012)
Descuartizados,
recompuestos en camisas de plomo y encerrados en ataúdes de serrín encolado,
calafateados con laca color caoba, cual canoas amarradas al suelo de la cueva
de aluminio de un avión militar al borde del desuso, diez de los dieciséis
rumanos perecidos en la matanza terrorista perpetrada en Madrid, el 11 de
Marzo, de 2004, regresaban así, cinco días más tarde, sin saberlo,
definitivamente, a la tierra patria. Luego, en vuelos regulares y sin ninguna
publicidad, llegaban a las mismas orillas tres canoas más, mientras las últimas
no llegarán jamás, ni siquiera con las cenizas: al cabo de 41 horas seguidas y
191 autopsias practicadas por 68 forenses, los cuerpos de los últimos tres
rumanos han quedado sin identificar; triturados en la argamasa de la muerte
depositada en el Pabellón 6 del recinto ferial de Ifema.
Detrás
de España, Rumanía ha sido el segundo país más golpeado por la masacre desatada
por los fanáticos islamistas, y conviene recordarlo. Al menos, para añadir al
monumento conmemorativo erguido en Atocha, lo que el vidrio – materia inerte,
útil para fabricar botellas - no puede expresar: el triunfo de la vida sobre la
muerte.
Una
ley no escrita me impedía hablar de mis muertos durante los primeros cuarenta
días, que es cuanto dura el pasar del alma por las nueve aduanas del cielo
hacia el mundo del más allá. Mientras tanto, la avalancha de noticias,
reportajes y, sobre todo, las secuencias televisivas digitalizadas desde
Atocha, donde los vagones del tren se abrían como orugas partidas en tres,
amasando la carne humana, me han aniquilado las palabras, vaciándolas de todo
sentido para colmarlas de horror y desesperanza.
He
seguido sí el ceremonial del regreso, observando las diligencias perentorias,
bien cumplidas por las autoridades de los dos países. Así, me he enterado de
que todos los difuntos volvían a Rumanía, por primera vez, con papeles de
inmigrantes en regla. Muchos de ellos, como la mayoría de los 96 heridos, eran
de los sin papeles; uno de ellos llegado tres días antes de morir, ya que la
muerte no hace discriminación ninguna, mientras que, frente a las leyes, los
ilegales no existen más que muertos. Como estos rumanos infelices que volvían
legalmente al país de origen, acompañados por los representantes del gobierno y
parientes cercanos. Muchos representantes – dietas oficiales por medio; pocos
parientes – dos por cada difunto, obligados a firmar un documento en el que
reconocían que no estaban asegurados y renunciaban a cualquier indemnización,
caso de que la nueva, ahora estrenada barca militar de Caronte, se hundiera en
los mares de las nubes, cruzando los Balcanes, hacia los mil y un valles de los
Cárpatos.
Que
los desalmados terroristas no entienden nada del dolor ajeno, está en su
insensata naturaleza destructiva. Pero la decisión de inscribir así, como ataúd
colectivo volador, el avión Antonov-26, ilustra el total sin cuidado de un
gobierno para con sus súbditos e infunde un miedo muy peculiar en los desgraciados
pasajeros, que no saben a quién llorar primero: a sus muertos o a ellos mismos,
sin posibilidad ninguna de apearse en el anden de la tierra firme.
Cierto, para testificar la identidad de sus muertos - ¿quién si no ellos?- se les había hecho el jamás deseado favor de viajar gratis en un avión militar que respeta sus leyes y reglas específicas. Pero también es cierto que el sufrido y brutalmente golpeado gobierno español se había hecho cargo de todos los gastos para estos difuntos, incluido el transporte. ¿Quién me asegura, así el caso, que, en su fructífero insomnio, la burocracia no se ha cobrado la prestación de estos servicios? El periodista Pablo X de Sandoval, quien narra con aplicación el regreso, no se detiene – ni era su obligación – en este pormenor. Apunta sí las seis horas de retraso de los dos aviones, en Torrejón de Ardoz, aprovechadas, en Bucarest, por los soldados de Guardia de Honor “para ensayar el traslado de los féretros”, e insiste sobre la presencia de las autoridades rumanas, que esperaban a los difuntos en el aeropuerto, los cubrían con la bandera tricolor y, con la voz del primer ministro, los reconocían como héroes de la patria, víctimas del terrorismo, afirmando que “ Rumanía y España nunca conocerán un nuevo horror como éste”
Cierto, para testificar la identidad de sus muertos - ¿quién si no ellos?- se les había hecho el jamás deseado favor de viajar gratis en un avión militar que respeta sus leyes y reglas específicas. Pero también es cierto que el sufrido y brutalmente golpeado gobierno español se había hecho cargo de todos los gastos para estos difuntos, incluido el transporte. ¿Quién me asegura, así el caso, que, en su fructífero insomnio, la burocracia no se ha cobrado la prestación de estos servicios? El periodista Pablo X de Sandoval, quien narra con aplicación el regreso, no se detiene – ni era su obligación – en este pormenor. Apunta sí las seis horas de retraso de los dos aviones, en Torrejón de Ardoz, aprovechadas, en Bucarest, por los soldados de Guardia de Honor “para ensayar el traslado de los féretros”, e insiste sobre la presencia de las autoridades rumanas, que esperaban a los difuntos en el aeropuerto, los cubrían con la bandera tricolor y, con la voz del primer ministro, los reconocían como héroes de la patria, víctimas del terrorismo, afirmando que “ Rumanía y España nunca conocerán un nuevo horror como éste”
A
su vez, el jerarca de la iglesia rumana abreviaba la misa de cuerpo presente,
asegurando a los vivos que al mundo de más allá van todos por igual, “tanto el
rico, como el pobre”, y consolando a los muertos con decirles que llegarán a
“un verde lugar, donde no hay dolor, ni tristeza, ni suspiros, sino tan sólo
paz y vida eterna”...Palabras sentidas, las de la misa, por estar dentro de
nuestras creencias; fuera de la verdad las que declaran héroes de la patria a
unos seres indefensos, que tú mismo, como gobierno, los habías dejado en el
desamparo, empujándolos fuera del país – victimas de la pobreza y del
terrorismo. Conducta que sobrepasa mi entender del mundo y tiempo.
No
esperaba, en estas circunstancias, un discurso exculpatorio, pero una breve
fórmula de perdón público hubiera disminuido la hipocresía política,
consolidando la fe de los presentes, que, compungidos, habían pedido tres veces
a Dios, siguiendo al patriarca de la iglesia, la absolución de los difuntos- Dumnezeu
sǎ-i ierte!- por los pecados cometidos con voluntad o sin voluntad, a
conciencia o sin conciencia...
Pasada la medianoche y absueltos por
el Cielo, los difuntos se despedían de este mundo y de entre ellos, llevados
por los soldados con las piernas entumecidas por el frío, hacia los coches
fúnebres. Reanudaban así, por separado, el último tramo del viaje hacia sus
aldeas de Transilvania – casi todos, y no por casualidad, eran de esta
provincia - que abandonarán luego y para siempre, para mudarse a la morada
eterna –locul de veci.
Durante
el traslado a los coches, una nieve repentina, con copos grandes cual mariposas
heladas, caía como mortaja sobre los féretros, precedido cada uno – apunta el
reportero – por “una cruz de madera [blanca] en la que se podía leerse el
nombre del fallecido y su fecha de nacimiento”, ya que la fecha de la muerte
era una sola, la misma para todos: 11 de Marzo de 2004, Madrid, España.
Con
esta última imagen, la televisión rumana cerraba la retransmisión en directo,
conservándola como portada para un libro de desventuras rumanas, que nadie ha
vuelto abrir. Ni yo lo haría tampoco si no hubiese advertido que le faltaban
algunas páginas, imprescindibles para entender bien a las allí resumidas. Cosas
que se ven y no se conocen, porque son cultura, y otras que sí se conocen pero
no se dicen porque son política.
El
humilladero ausente
Así,
hablando de cultura, es instructivo saber que las diez cruces de madera blanca
no son cruces más que en la forma: son stâlpi, es decir, mástiles que
llevarán durante seis semanas las velas negras de los viajantes sin regreso.
Luego, se plantarán las cruces verdaderas y, al cumplirse un año, en un cruce
de camino, cerca de una fuente o en las faldas de una colina umbrosa, se
levantará una cruz para todos; una troiţă, un humilladero, que es como
honramos la memoria de los perecidos lejos de sus tierras. Sobra decir que,
hasta hoy en día, ocupados con sus continuas escaramuzas políticas, los
gobernantes rumanos no han encontrado el lugar idóneo para erguir este
monumento.
“A los muertos, decía un polígrafo nuestro, no los busquéis
en las tumbas, sino en los entierros”, que
es donde más se expresa la fe en la vida, por perecedera que sea. Un sinfín de
costumbres y ritos apotropáicos surgen, de improviso, en estas circunstancias,
prácticas que son el gesto supremo en defensa de la vida contra la muerte, la
que llega solamente una vez pero la sentimos en todos los instantes de nuestro
vivir.
Muchos
de los rumanos perecidos en Atocha eran jóvenes sin casar: un abeto, alto y
joven, junto a la cruz, transfigurará la boda póstuma, sustituyendo la no
encontrada pareja. Al tallarlo, los hombres, siempre de número impar, se
arrodillan a su lado, le dicen por qué le quitan la vida y le piden perdón.
Adornado con flores, espejos diminutos como corazones o lágrimas y pañuelos
bordados a mano, el abeto lleva en la corteza letras de un alfabeto perdido,
signos como las runas, testimoniando rituales ancestrales.
Ninguno
de los difuntos llevaba en la palma de la mano la moneda de plata, para pagar
el tránsito hacia el Paraíso, ya que en nuestra religión no existe el
Purgatorio, y así abaratamos costes hacia el mundo de más allá. Ninguno tenía a
su lado, en el ataúd de serrín encolado, la vara de mimbre, con la medida
exacta de su estatura, para que los ángeles sepan dónde darles el adecuado
cobijo en los nuevos parajes. Ninguno había tenido el cuidado de proveerse de
los 40 pañuelos blancos, cada uno con su monedita anudada en una de las puntas,
para cubrir los altos en el camino hacia el camposanto –cimitir -, haciendo
más larga la despedida.
Ninguno
se había confesado - spovedit; ninguno había comulgado-împărtăşit-
ninguno había recibido la extremaunción - sfântul
mir. Ninguno había tenido en sus manos el cabo de vela- lumânarea -
encendido, para que en el instante de la expiación, cuando al alma se despide
del cuerpo, haya lumbre en el camino hacia el más allá. En ningún rincón de la
cueva de aluminio se hallaba la bandeja con el bodigo de pan sin levadura - prescura-,
ni el pudín de trigo hervido sin moler - coliva -, ni el cirio amarillo,
de cera olorosa de abejas, ni la vasija de arcilla con incienso – tǎmâie-,
para ahuyentar los malos espíritus en el camino hacia el prometido Paraíso.
Panecillo en forma de cruz, de este bodigo se prepara la anafura para el
sacramento de la eucaristía – cuminecǎtura. Trozos de pan bendito y vino
consagrado que el sacerdote reparte a los que acuden a la misa sin haber comido
nada antes.
La
vida alrededor de Dios y de los muertos
De
una a otra orilla, los pueblos de los Balcanes y sus vecinos nombran con la
misma palabra eslava - colac- el último pan que los muertos ofrecen a
los vivos. Junto con coliva, el pudín de trigo sin moler. Porque en cada
grano, en el punto desde donde brota la vida, los creyentes vislumbran el
rostro de Cristo. Es el mismo pan que los parientes del difunto colocan sobre
una mesa fabricada adrede por el carpintero de la aldea. Durante siete días, al
anochecer, uno de los pobres de la aldea – siempre los hubo – se sentará en
esta mesa para tomar las cenas del ausente – serile mortului. Solo y sin
hablar, sin más presencia que el recuerdo del difunto.
En
el camino hacia el mundo del más allá, más importante que los alimentos es el
agua. La fuente del olvido, siempre a la sombra de un manzano en flor. Durante
cuarenta días, cada madrugada, una muchacha dejará en el umbral de una casa
vecina, un cántaro nuevo, con agua pura. Ningún lugareño irá a la fuente antes
que la muchacha, que llevará la cuenta marcando los días en una vara de mimbre
– rǎboj. La tarja que, al acabar su deber, la presentará delante del
altar, con otras ofrendas, para ser bendecida por el sacerdote, quien proclama
así el desatar del manantial – slobozirea izvorului.
Orillas
oriundas de los rumanos perecidos en Atocha, Transilvania ha conservado mejor
que otras provincias las costumbres y creencias como las aquí mencionadas.
Prácticas que vienen de un tiempo sin historia y se han convertido en preceptos
asumidos por nuestra religión. Cumplidos y transmitidos de una a otra
generación, en las dos vertientes de los Cárpatos, que es cómo los he conocido
y sigo viviéndolos. Un diálogo sin palabras, que los vivos siguen manteniendo
con sus difuntos, al asentar sus casas en torno a la iglesia y al cementerio.
La vida alrededor de Dios y de los muertos.
La
semántica cruel de la imagen
Que
el ex-minero asturiano no conociera cosas así, no se le puede reprochar nada.Pero
que no hubiera conocido la capacidad mortífera de la dinamita que había robado
para venderla, sabiendo que vendía muerte, no podrá decirlo a nadie. Que los
terroristas lo saben y la usan, queda probado, y no hacía falta la masacre de
Atocha para comprobarlo.
Comprobada
está también la terquedad de algunos políticos de aferrarse a los féretros para
sacar una tajada más de poder. Asunto y deber, en este caso, de una sociedad
que se deja castrar por el tartamudeo periodístico de algunos intelectuales
que, según más versatilidad moral muestran, más beneficios y prebendas reciben
de los medios de comunicación subvencionados con el dinero de todos.
Durante
muchos días, sojuzgados por la semántica de la imagen, los medios de comunicacion han seguido
triturando los cuerpos de los difuntos, torturando así el alma de los vivos,
sin pensar siquiera que, de este modo, abren los grifos para saciar el gozo de
los terroristas. A los muertos se les da sepultura y se les honra la memoria, pero
no se les saca a la calle cada rato, como otrora el Conde-Duque de Olivares,
quien acostumbraba pasear la boda, partiendo desde El Retiro, que era suyo,
hasta el cuartel militar, también suyo.
No
es éste el camino hacia una Europa de todos y para todos. Hablo de la ideal,
que no se halla en los mapas que decoran los despachos de la burocracia de
Bruselas, sino en Kosovo, Pristina, Mitrovica y Sarajevo; en las aguas del
Drina, Sava y Danubio sin puentes; destruidos por los misiles inteligentes de
la OTAN, a sabiendas que donde entra la guerra, llega la pobreza y la vida se
va.
En
los últimos quince años, desde los Balcanes se ha ido muchísima vida, dejando
que las armas vigilen los brotes nacionalistas y administren la miseria.
Considerar esta geografía como trastero de fracasos históricos, y no como uno
de los mejores puentes posibles hacia un Oriente próspero y pacífico, es una
gran ceguera política que el Occidente sigue sin curársela desde antes y, sobre
todo, después de la caída del Bizancio.
El
puente de libros
Uno
de estos puentes, por poner un ejemplo, el menos costoso y el más duradero, ha
sido obra de un príncipe rumano, a quien la ciudad de Alepo le debe la primera
imprenta de su historia. Un Misal (1701), un Evangelio y un Salterio
(1706), luego un Cantoral (1708), inauguran esta fábrica de libros,
cuando no existía otra ninguna en todo el mundo árabe, ni lo habrá hasta siglo
y medio más tarde. Homilías, himnos religiosos (Juan Damasceno), prédicas
(Efraim el Sirio, Cirilo de Alejandría), u obras para el cultivo y la elevación
del espíritu, siempre en griego y árabe, han salido de las prensas traídas por
los rumanos a lomo de camellos. Galeras, tablas con listones, componedores y
letras varias para los dos idiomas, todo en madera de peral; más el equipo de
artesanos-artistas que habían aprendido el oficio de los serbios y búlgaros,
quienes lo habían conocido de los impresores venecianos.
Estos
eran los Balcanes de aquel entonces: talegos y zurrones de piel de oveja,
llenos con letras móviles, cinceladas en madera de peral. Y no mochilas con
dinamita y teléfonos móviles, con los cuales terroristas han sembrado la muerte
en Atocha.
Una
imprenta no era una catedral, pero en aquel tiempo era la única solución para
conservar y cultivar la paz y el espíritu y los valores de la religión
cristiana. Por ello, el generoso, e ilustrado príncipe rumano, Constantin
Brâncoveanu, había regalado imprentas como la de Alepo a todos los pueblos
vecinos, sin nunca poner su nombre como donante. Solamente su sello, un águila,
con la cruz en el pico y alas desplegadas sobre los Cárpatos, que los
impresores seguirán reproduciendo - años después de su decapitación en
Estambul- como portada adornada con la geometría santa de las flores y ángeles,
que es como han llegado hasta nuestros días; verdaderas fachadas de templos
ortodoxos.
Las
pateras de ruedas
Volviendo
al cauce del tema, confieso que no he ido a despedirme de mis difuntos
compatriotas, fulminados por la masacre terrorista de Atocha. No he tenido el
valor de verlos llevados a las cuevas de los aviones militares convertidos en
coches fúnebres. Porque he sido yo quien, como embajador de Rumanía en Madrid,
ha negociado y suscrito, en 1994, el Acuerdo de readmisión entre Rumanía y
España. Lo he firmado porque era un acuerdo de readmisión de los vivos,
supuestamente culpables de algún que otro delito, y no para expulsión de los
muertos que, con o sin papeles, se levantaban a las primeras horas de la
madrugada para ir al trabajo.
A la altura del ‘94, en España había unos 4 mil
inmigrantes rumanos. En tan sólo ocho años, se habían multiplicado por cien,
llegando en la actualidad, según dicen, entre legales e irregulares, a rozar el
millón. Censo que, leído desde Bucarest, está muy por de bajo del que se
transcribe en Madrid. Me fío del primero, me quedo con el segundo y me
pregunto: ¿por qué tantos rumanos y tan de golpe? Y, ¿cómo es que tantos de los
tantos – según los caza-noticias - infringen las leyes y se convierten en
delincuentes?
No
soy yo quien tiene que contestar, ni es éste el lugar apropiado. Lo que sí
puedo decir, con el privilegio de que ya no soy el excelentísimo embajador, es
que las dos preguntas son una sola, en cuanto de inmigración se trata. De
inmigración y emigración, cara y cruz de la misma moneda que, a falta de una
voluntad política europea común, sigue siendo acuñada en los talleres de la
corrupción que las mafias regentan por doquier.
No
hace falta que uno sea un gran politólogo para darse cuenta que después de la
caída del comunismo, en algunos países del Este las reformas políticas y
económicas han sido inadecuadas, aplicadas adrede para hundirlos más, como
castigo inmerecido.
Desde
hace bastantes años, decenas de autocares – chatarra con video y aire
acondicionado – siguen enfilando hacia los Cárpatos, vaciándoles del más
importante y fructífero segmento demográfico. Aparentemente todo ha sido legal,
hasta podría decirse que es un gesto de solidaridad y humanitarismo, puesto que
los “transportistas” han llegado siempre donde faltaba el dinero y sobraba la
mano de obra.
También,
se han hecho cargo de todas las formalidades y gastos de viaje. Bastaba con
firmar, entregar el pasaporte y subir al autobús para bajar justo donde sobraba
el dinero (negro) y faltaba la mano de obra. Y es así, en estas pateras de
ruedas, como los rumanos, navegando sobre todo de noche, han cruzado los
Pirineos, encadenados por deudas de las que difícilmente logran librarse.
Siempre juntas y nunca por separado, las mafias rumanas y españolas los tienen atados y controlados como los piratas de otrora a los forzados de galeras.
Siempre juntas y nunca por separado, las mafias rumanas y españolas los tienen atados y controlados como los piratas de otrora a los forzados de galeras.
Nada
de solidaridad y humanitarismo: tráfico de seres humanos, puro y duro, llevado
a cabo con pleno conocimiento de causa, al margen de las leyes que proclaman la
libre circulación de las personas y los derechos universales del hombre. Una
esclavitud diferente a la de otrora, puesto que, esta vez, las personas se
entregan por voluntad propia o inducida, ya que en los naufragios lo que
importa son las orillas.
Aparte,
la hipocresía – urge llamarla por su nombre - de las instituciones de estados,
que siempre invocan, como muestra de buena acogida, las famosas remesas,
ignorando el muchísimo dinero de la economía sumergida que desequilibra la
sociedad, las edades, los valores éticos y el futuro mismo. Porque donde abunda
el dinero negro falta la moralidad sana y transparente.
Que
una vez llegados al final del viaje, los inmigrantes se asientan en núcleos
compactos, es materia más bien para la antropología aplicada y menos para otras
disciplinas. Se agrupan para ayudarse entre sí y para no desnaturalizarse, casi
siempre según lugares de origen.
Así,
la mayoría de los 40 mil, que viven en Alcalá de Henares y poblados aledaños,
proviene de las mismas comarcas transilvanas. En ello, el efecto llamada ha
tenido su cierto papel, pero más importante sigue siendo la necesidad de
convivir, en otra geografía, bajo los horizontes espirituales del espacio
oriundo.
Es
el subconsciente colectivo, generador de arquetipos, el que determina la
estructura de estos horizontes y define la matriz estilística de la cultura de
un pueblo. Tanto es así que, algún tiempo – el desarraigo no tiene piedad - los
rumanos seguirán viviendo (y muriendo) bajo cielos cuyas estrellas solamente
ellos están viendo.
Por
esto, los que viven en Alcalá de Henares y lugares cercanos han pedido un trozo
modesto de barbecho para una iglesia y un cementerio. Porque son muchos, y
algunos se mueren y quieren saber que, incluso muertos, descansarán bajo el
mismo cielo, entre los suyos. Petición denegada, hasta ahora, por muchos
motivos y ninguna razón.
Y
es de Alcalá de Henares, de donde habían salido, en la madrugada del 11 de
Marzo, de 2004, los que no barruntaban que aquel viaje hacia Atocha habrá de
ser el último. También, del mismo Corredor habían salido los 96 heridos – entre
ellos, mutilados e inválidos de por vida. Lo que no quiere decir que no había
más rumanos en los trenes pulverizados, en los cuales viajaban con el
sentimiento que eran sus trenes. Siempre en los mismos vagones, elegidos para
bajar cerca de la boca del metro o frente las escaleras mecánicas. No para
acortar distancias, sino para abreviar el tiempo, que es lo que más importa en
las primeras horas del día.
Y
han sido éstos, exactamente éstos, los vagones donde los terroristas han
colocado sus mochilas para sembrar la muerte donde había más vida. Lo que
supone que ellos mismo habían hecho más de una vez estos recorridos,
calculando, reloj en mano, distancias y paradas. Antes de ser programados para
encender la mecha de la dinamita, los mismos teléfonos se han dejado oír más
veces en los trenes que iban a Atocha. Una masacre de tal magnitud no hubiera
sido posible sin comprobaciones previas. Ensayos que, extrañamente, han pasado
desapercibidos.
No
he ido a despedirme de mis compatriotas, pero desde entonces vuelvo siempre a
la cueva de aluminio del avión militar y sigo acompañando a los que regresan
así, definitivamente y sin saberlo, a la tierra patria. Porque no hay mafias
filantrópicas, ni terroristas generosos.
R. Del libro inédito - Elogio de un pueblo que desaparece