GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ ESTÁ MIRANDO LLOVER EN
MACONDO
No sé si en este instante
está lloviendo en Macondo. Pero si no está lloviendo, significa que hace sol, y
el aire húmedo y abrasador cuelga cual velas por encima de las ramas de los
árboles viejos enfrente de la catedral. Y es lunes. Porque en Macondo siempre
es lunes. Desde su fundación, cuando no tenía más que veinte casas de adobe y
caña, y el mundo era tan joven que muchas cosas aún no tenían nombre y había
que señalarlas con el dedo, en Macondo siempre ha sido lunes, ha llovido o si
no, ha hecho sol, y el aire ha colgado cual velas por encima de las ramas de
los árboles viejos, primero acacias, luego almendros eternos, húmedo y
abrasador, tan húmedo que los peces hubieran podido flotar en él, tal como
flotan en alta mar.
Es que otra posibilidad no
hay. En Macondo nada importante ha ocurrido ni ocurrirá que no fuera por la
voluntad de Gabriel García Márquez, fundador legítimo de ese pueblo, cuyo
nombre, según algunos, proviene de un árbol que no sirve para nada o, según
otros, de una planta dotada de la milagrosa virtud de cerrar y curar muy pronto
toda herida, visible o no.
Si es que ha habido veces
cuando en Macondo el tiempo haya sido distinto, que haya soplado el viento,
como cuando la bella Remedios ha subido a los cielos, bajo las verdes miradas
confusas de Fernanda, sin haber sido lunes, sino jueves, como cuando ha nacido
Amaranta o ha muerto, también un jueves, Ursula Iguarán, todo esto se ha debido
a la misma voluntad del propio Gabriel García Márquez, quien necesitaba tal
cambio a medida de los eventos también por él mismo ideados.
Claro, no cualesquieras eventos.
Porque, al fundar Macondo, precisamente allá donde estaba hace mucho tiempo,
cerca de Aracataca, junto al río de su infancia, Gabriel García Márquez cuidó
de que los nuevos habitantes del pueblo fuesen portadores de hábitos y dones
particulares, de los que no se encuentran por todas partes, en otros sitios,
pero que sí son posibles cuando quiera y dondequiera.
Así me explico el que los
macondianos hayan llegado a ser conocidos tan pronto y hayan logrado,
igualmente pronto, su universal reconocimiento. Sólo así entiendo por qué, tan
pronto como los hemos conocido, todos nos sentimos, de cierto modo,
macondianos. Y, finalmente, también de la misma forma puedo comprender a
quienes, siempre que hayan tenido la impresión de que Gabriel García Márquez intentaba
partir de Macondo, se lo han reprochado sin vacilar, en cuanto menos palabras
posibles. Sin notar que, una vez llegado a Macondo, éste nunca lo ha
abandonado. Sin notar que, al fundarlo tal como lo había deseado, él ha sido el
primero en darse cuenta de que ya no podría partir de acá más que aparentemente
y que, para ello, la única posibilidad que le quedaba era siempre ensanchar el
perímetro fundamental del pueblo, describiendo cada vez mayores círculos
concéntricos en derredor suyo.
No sé si en este instante
está lloviendo en Macondo. Pero sí me doy cuenta de que estos círculos
concéntricos son los únicos que deberían interesarnos, puesto que se relacionan
con la creación futura del escritor. Y para comprenderlos, pienso que debemos
saber cómo ha llegado a hacerlo, por qué ha sentido la necesidad de hacerlo, y cómo
son, en definitiva, los macondianos.
Las respuestas parecen
sencillas - muchos sostienen que sobre Gabriel García Márquez ya se ha dicho
todo, y yo pienso que incluso se ha añadido algo más - y para ahorrar espacio,
las vamos a considerar en orden inverso a su mención.
Seres nacidos bajo el signo
de la soledad, los macondianos son antes que nada gentes capaces de ir hasta
las últimas consecuencias para ver cumplido o no un sueño o un pensamiento,
rechazando todo consejo que no encaje en su poder de comprensión. Cautos y
curiosos en extremo, han descubierto por ellos mismos, tras las noches de
insomnio de José Arcadio Buendía, que la tierra es redonda cual una naranja y
se han inventado toda clase de aparatos contra el dolor, inclusive una máquina
capaz de coser cualquier cosa, hasta flores, sólo con aplicarla con ayuda de
unas ventosas a las partes doloridas del cuerpo humano.
Por ser dotados de una
sutileza especial, pudiendo ver las imágenes soñadas por otros y pensar en sus
amores hasta muertos, tal como Arcadio en Amaranta, para los macondianos lo
sobrenatural es la cosa más real posible. Apenas caída la noche, por sus casas
los muertos andan a sus anchas, calentándose a la lumbre de la cocina,
desembarazadamente y sin importunar a los vivos. A los vivos que, algunas
veces, no se les ve. Isabel, una de las primeras macondianas, tiene un amante a
quien no ve, pero que le enturbia el agua en la palangana, le empaña el espejo,
le echa terrones a la comida e incluso le pega hasta dejarla verde.
La misma casa de Aracataca, hoy museo |
Un poco nostálgicos, los
macondianos logran salvarse de las insidiosas trampas de la tristeza, errando
interminablemente por los laberintos de las desilusiones o tardando impasibles
en los pasos de niebla y tiempos reservados al olvido. Y, por encima de todo,
ellos son capaces de desafiar la biología, viviendo siglos enteros, dejando de
contar los años. Por fin, si los conocemos más de cerca, descubrimos que al
principio los macondianos no supieron qué era la violencia y que ni siquiera
ahora la llevan en sí mismos, de modo que sus gestos y hechos, cuando han sido
duros, eran provocados desde fuera.
Por supuesto, los
macondianos no son sólo esto, pero los datos anteriores bastan para que todos
los quieran y, como personajes, para que sean codiciados por todo escritor. En
los trópicos y no sólo ahí, sino por doquiera en el mundo, tales seres humanos
llenos de candor e inocencia, deseosos de conocer y comprender, son infrecuentes.
Así las cosas, era natural que Gabriel García Márquez, él mismo macondiano, los
tomara cariño e hiciera de ellos sus permanentes interlocutores literarios.
Incluso si el llegar a ellos haya sido obra más complicada, el mecanismo no ha
podido ser otro.
La duración en llegar sólo se puede
calcular aproximadamente y se relaciona con toda la biografía del autor. Su
infancia en Aracataca, al lado del abuelo materno, don Nicolás Márquez, quien
lo abandonó a los ocho años de edad ("Desde aquel entonces -dice el
escritor- en mi vida nada interesante ha sucedido"), los años pasados como
alumno en Sucre y Zapaquira y como estudiante en Bogotá, los años vividos en
Cartagena y Barranquilla parecen piedras kilométricas en un camino largo que,
antes de llegar a Macondo, ha pasado por dos continentes.
A lo largo de este camino se
encuentran sus mejores amigos, Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda Samudio, Plinio
Apuleyo Mendoza, Germán Vargas, Álvaro Mutis, y el trabajo que cumplió
ejemplarmente como reportero en muchas redacciones de diarios y revistas.
No sé si en este instante
está lloviendo en Macondo. Pero siempre ha llovido en Macondo, incluso cuando
sólo existía como punto vago y movedizo en una geografía igualmente vaga. Esto
pasó por 1947, cuando Gabriel García Márquez había cumplido 19 años y escribió,
bastante furioso, su primer cuento -"La tercera resignación"-, donde el personaje, muerto por la tercera vez,
siente que la madera verde del ataúd quiere ser árbol y comprende que no está
muerto del todo, ya que por la ventana abierta oye el murmullo del agua en el
jardín.
Los cuentos posteriores (en
total diez, editados en libro apenas en 1974 -, bajo el título "Los ojos
del perro azul") son una clase de prehistoria - la expresión no me
pertenece - del mundo macondiano. En Barranquilla, con la fama literaria que le
habían proporcionado, Gabriel García Márquez se encerró en una pensión de los
más desamparados y escribió su primera novela, "La hojarasca". Era
por 1950 y el título inicial de la novela fue "La casa", tal vez bajo
la influencia de Álvaro Cepeda Samudio, quien había escrito una novela con
título parecido: "La casa grande".
Durante la redacción de la
misma, en contra de la voluntad del autor, Isabel se desprendió del contexto
para ver por ella misma caer la lluvia sobre Macondo.
Tal vez esto haya sido el
momento único en que el escritor ha intuido que Macondo comenzaba ser su
tierra, su mundo y su destino; el universo en el cual estaba llamado a
construirlo todo, inclusive el tiempo. Y ha continuado escribiendo la novela,
haciendo de Macondo "la tierra prometida, la paz y el carnero de vellocino
de oro" de sus padres.
Por esto, igual que en su
primer cuento, la trama de la novela comienza con un velorio. Al lado del
féretro, se encuentra también un niño (era el autor mismo, el detalle siendo
autobiográfico.) Junto a él, los personajes, los primeros personajes
macondianos: el padre Cachorro, Meme, Aureliano Buendía, Rebeca, Tobías,
Abraham etc., muchos de los cuales han llegado a ser -¡y no fortuitamente!-
personajes permanentes de su obra.
La exclusión de Isabel del contexto se ha
convertido en cuento aparte - "Isabel está mirando llover en Macondo"
- y se ha publicado en 1955, en la revista "Mito", después de lo cual
el autor se he negado a que sea reproducido.
Aquel año, después de haber
sido reportero en "El Espectador", Gabriel García Márquez llegaba a
Europa. Su reportaje - "Cuento de un náufrago que navegó diez días sobre
las aguas, sin comer y sin beber, siendo proclamado héroe de la patria, besado
por las reinas de la belleza, enriquecido por la publicidad y luego odiado por
el gobierno y olvidado para siempre"- le obligaba salir del país. El
dictador colombiano, Rojas Pinilla, mandó cerrar incluso la redacción del
diario a causa del mismo reportaje.
En París, donde el autor iba
a instalarse por tres años, el apenas esbozado Macondo no podía ser olvidado,
pero para mirarlo mejor, en la novela que iba a escribir ahora "La mala
hora"- el autor se vale de cierta distancia, fijando la acción en un
"pueblo", localidad sin nombre, pero cerca de Macondo, ya que en un
momento dado, el padre Angel habla de Antonio Isabel, quien le había precedido
en la diócesis de Macondo, de donde había informado al obispo haber visto caer
sobre la parroquia una lluvia de pájaros muertos.
Por consiguiente, sobre
Macondo seguía lloviendo y en su recuerdo, García Márquez oía caer la lluvia.
Al igual que en aquel entonces, cuando estaba redactando su primera novela,
ahora, al elaborar "La mala hora", uno de los personajes ha comenzado
hacer gestos fuera de la voluntad de su forjador: ha llegado a ser el coronel,
de la tercera novela, escrita también en París, "El coronel no tiene quien
le escriba", en cuyas páginas aparecen nombres - Rebeca, Arcadio Angel,
etc - ya conocidos.
Todo el universo de estos
escritos es macondiano y todos sus elementos serán transferidos también a las
siguientes obras. Excepto un solo pormenor: en Macondo, el que iba a
transfigurarlo definitivamente en "Cien años de soledad", faltarán
las peleas de gallos, pasión última del coronel. No será una ausencia
accidental: José Arcadio Buendía se irá a fundar Macondo, porque no podía
aguantar más las discusiones con Prudencio Aguilar, al que había matado a raíz
de una pelea de gallos.
Apenas mucho más tarde, en
"El otoño del patriarca", un personaje, no casualmente llamado
Dionisio Iguarán, volverá a casa llevando seis gallos de raza, que le había
regalado el dictador decrépito a cambio del que él había tenido antes, pero a
quien, naturalmente, le hará ahorcarse.
Desde ahora, el universo
macondiano estaba ya bastante claro, mas no tan luminoso cuanto lo deseaba el
escritor, tal como nos lo demuestran los cuentos de "Los funerales de la
Mama Grande"(en total 8, editados en 1962, en México).
Tres de ellos ("La
tarde de martes", "Un día después del sábado" y "Los
funerales...") transcurren en Macondo, y la acción de los demás cinco en
un pueblo sin nombre, evidentemente macondiano, puesto que muchos de los sucesos
y los personajes, como Ursula, Aureliano Buendía, Rebeca, Argenida, pasarán a "Cien años de soledad",
conservando su nombre, mientras otros - Baltazar, José Montiel, Dámaso, Ana
etc.- perderán su identidad onomástica, convirtiéndo sus rasgos de carácter en
algunos personajes nuevos.
Conque, antes de establecerse
definitivamente en Macondo, antes de comenzar hacer los retratos definitivos de sus
personajes, Gabriel García Márquez ha sentido la necesidad de reiteradas aclaraciones
y búsquedas que han durado más de veinte años. Siempre reuniendo, dentro del mismo
círculo, todo lo que por lo menos le dejaba la sensación de que iba a
convertirse en materia para su futuro, su gran libro. Casi indiferente a la
cronología de los sucesos literarios, quebrantando la unidad de tiempo al
ordenarlos y confiriendo a la realidad literaria una nueva dimensión temporal.
El milagro parece haberse producido en enero de
1965, cuando, según su propio testimonio, al hallarse en una carretera de
México, donde se había establecido llamado por sus amigos, tuvo la impresión de
que la novela "Cien años de soledad" estaba ya escrita y lo único que
le faltaba era dictarla. Pero no fue del todo así: desde enero de 1965 hasta
junio de 1966, Gabriel García Márquez no fue visto siquiera por sus amigos.
Con Álvaro Mutis |
Siempre encerrado en su casa del barrio de San
Ángel, salió al cabo de dieciocho meses, con el manuscrito listo para
imprimirlo.
Como de costumbre, pequeños
sucesos, actitudes o ciertos pormenores narrativos de la novela que había
convertido a Macondo en universo literario universal, han inquietando a
continuación a Gabriel García Márquez, quien ha intuido en ellos el posible
núcleo de nuevos trabajos literarios.
Este es el momento en que el
autor comienza trazar cada vez mayores círculos concéntricos alrededor del eje
fundamental. Su extraordinaria capacidad de partir de datos sin sugestión,
para convertirlos en eventos épicos de profundo significado, le iba a ayudar,
incluso asaltado por un continuo flujo de reporteros, a escribir, en sólo un
par de meses (enero-julio de 1968) cuatro cuentos estupendos: "Un señor
muy viejo, con unas alas enormes", "El ahogado más bello del
mundo", "Blacamán, el buen vendedor de milagros" y "El
último viaje del buque fantasma".
Macondo no aparece en
ninguno de ellos. No aparece como toponimia, pero todos cuatro están, en fase
embrionaria, en "Cien años de soledad", por lo tanto en Macondo.
Siguiendo el orden de su nombramiento, el primero de ellos, por ejemplo, se
desarrolla a partir del suceso que acaece a las dos semanas después de muerta
Ursula Iguarán, cuando a Petra Cotes y Aureliano Segundo los despierta el
mugido de un ternero insólito, que no era nada más que un ángel enfermizo,
cuyos muñones cicatrizados de sus viejas alas aún eran evidentes.
Del mismo suceso surge también
el segundo cuento, cuya arquitectura tiene elementos parecidos: el cuerpo
viajero de un ahogado insólito rompe el equilibrio psíquico de los habitantes
de un pueblo costero lleno de apatía. En otras palabras, la ficción fuerza la
realidad, y la imaginación, respondiendo a lo fantástico, irrumpe en esta
realidad redimensionándola. Este cuento presenta empero, algunos puntos de
contacto con trabajos anteriores a la tan célebre novela. Al igual que en
"La hojarasca” o en "Los funerales de la Mama Grande".
Incluso en su primer cuento, "La tercera resignación", la narración
se desenvuelve en torno a un cadáver.
Tengo la impresión de que
apenas ahora el autor está contento con la manera de tratar tal tema y le da la
definitiva redondez.En lo que concierne al tercer cuento, por el momento le
descubro tres núcleos anteriores: desde el punto de vista de su actitud,
Blacamán aparece primero en "Los funerales de la Mama Grande", sobre
todo en aquellos hombres que van y vienen por el hormigueo de la calle llevando
alrededor del cuello como sogas, unas víboras con veneno mortal y procuran
convencer a la gente que son dueños del bálsamo que cura la erisipela y
confiere vida eterna.
Los otros dos núcleos se
encuentran, naturalmente, en la siempre citada novela; en los ademanes de los
diecisiete hijos del coronel Aureliano Buendía y en "los milagros"
hechos por la farándula de Melquíades, la que acudía cada marzo a Macondo.
Por fin, "El último viaje del buque
fantasma" parece que ya no parte de un detalle narrativo, sino de uno
estético. Es difícil de suponer que en ese buque misterioso, llevado y anclado
al lado de las torres de la catedral, donde ocupa nada más que toda la plaza,
el autor hubiera visto por un instante al descubierto por José Arcadio Buendía,
aquel galeón español arribado desde el mar, a los bosques de entre Macondo y
Ríohacha.
Pero es fácil de aceptar que
la frase con la cual se abre el cuento -"Ahora van a ver quién soy
yo"- es la misma que pronunció Ursula Iguarán - exactamente las mismas
palabras - en el momento en que el coronel Aureliano Buendía se negaba a pensar
en las guerras, y ella decidía renovar la casa.
Otro cuento, "El mar
del tiempo perdido", fue escrito en 1961, pero no hace excepción del
universo macondiano ya que Herbert y Catarino aparecen en él con los atributos
que los conoceremos precisamente en Macondo.
Por consiguiente, dicho
cuento no sería un círculo concéntrico, sino un episodio recogido por el autor
en el anillo fundamental, antes de escribir "Cien años de soledad".
En las páginas de esta
novela hay otro episodio al cual es difícil de suponer que otro novelista
hubiera tenido la temeridad de volver: un martes, al salón de Catarino es
llevada a brazos, por cuatro indios, una venerable anciana, la cruel dueña de
una adolescente mulata, que en el transcurso de una sola noche había sido visitada
por sesenta y tres hombres, uno de los cuales era un Buendía.
No se trata de otras que de
Eréndira y su abuela, los personajes de "La fantástica y triste historia
de la cándida Eréndira y su desalmada abuela", cuento escrito en 1972,
primero como guión cinematográfico, luego en su actual forma, la definitiva,
que para mí ya no es un cuento, sino una micronovela, tal vez la más lograda
micronovela de la literatura universal.
Por fin, la intriga de otro
cuento - "Muerte constante más allá del amor"- transcurre en un
pueblo con nombre nuevo: Rosal del Virrey. Basta este detalle para que los
enamorados de Macondo reprochen al autor haber partido de Macondo. Pero la
prueba no puede ser admitida: cuando Eréndira esté enclaustrada entre los
inexpugnables muros de un convento, la abuela se dirigirá a todas las
autoridades para obtener su puesta en libertad, inclusive al senador Onésimo
Sánchez, protagonista derrotado del mencionado cuento. En otras palabras, por
doquier uno y el mismo mundo macondiano. En círculos cada vez más alejados de
Macondo. Nunca jamás - y parece que uno comienza a tenerle ojeriza -
fortuitamente.
Gabriel García Márquez iba
preparando así su nueva novela, "El otoño del patriarca" donde, aparentemente,
Macondo ya no existe. Pero esta afirmación es más que arriesgada, puesto que
casi todos los intérpretes de la obra Márquez, después de haber leído la
novela, concluyeron que Macondo había desaparecido. Aunque precisamente ahora,
estoy absolutamente convencido, cuando ya no existe con su nombre - paradójicamente,
primero fue nombre y luego pueblo-, es cuando Macondo está más presente que
nunca.
No sé si en este instante
está lloviendo en Macondo. Al correr siempre de forma cíclica y siempre bajo el
signo de la fatalidad, el tiempo no ha destruido en Macondo sólo las veinte
primeras casas de adobe y caña, sino también el paisaje de su entorno, en el que ya no podían caber todos los sucesos
posteriores a su fundación.
Se han apagado también los
primeros destinos, personajes que pertenecían a la primera generación de
macondianos. La lluvia, la eterna lluvia lo ha llevado todo y, bajo su presión,
han desaparecido las casas, los ferrocarriles, el velocípedo, el teléfono de
manivela, el gramófono portátil, el primer aeroplano, los aparatos contra el
dolor, los que funcionaban accionados por la electricidad del sufrimiento.
Ya no se oye la sosegada canción del acordeón
de Aureliano Segundo camino de Petra Cotes, tampoco los pájaros - han muerto al
chocar contra la malla de alambre de las ventanas - o los relojes que en otros
tiempos daban la misma hora en todas las casas.
También se han pulverizado
las mariposas amarillas, las que siempre anunciaban la cercanía de Mauricio
Babilonia, el atolondrado enamorado de Meme. Se ha derrumbado el castaño debajo
del cual José Arcadio Buendía pasaba sus innumerables mañanas lúgubres. Tampoco
existe la planta eléctrica de Aureliano el triste, ni tampoco los almendros
eternos, los que sustituyeron las acacias enfrente de la catedral erigida por
el padre Nicanor, en aquellos tiempos en que se le habían llenado los huesos de
ruidos y flotaba un metro encima del suelo. Ha partido también Amaranta, la que
quería tener dos hijos y llamarlos Rodrigo y Gonzalo.
Tal vez por eso, mientras
los que piensan que Macondo ya no existe, Gabriel García Márquez está
arreglando la máquina del tiempo para demostrarles que no es verdad. Al
construirlo al lado del mundo real, él ha querido mostrar al mundo que pueden
existir territorios mejores, donde también los sufrimientos son mayores.
La última vez cuando le
encontré, en México, en verano de 1978, se me pareció que incluso había logrado
desbaratar la leyenda en que muchos le habían envuelto, amenazando su
existencia real. Es verdad que después de 1968, cuando nos hemos visto por vez
primera, ha aprendido toda clase de trucos para desembarazarse de visitantes. Al
llamarlo por el teléfono, me contestó muy hábilmente, tras una breve pausa:
"¿Cuál Darie? Que hoy me han llamado dos con este nombre". "El
tercero", le dije yo, contabilizándome por orden después de los demás.
"Esto significa que tenemos que vernos". Y nos encontramos la misma
tarde.
Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez y Darie Novaceanu, Mexico-1986 |
Vino acompañado por su
inseparable amigo Álvaro Mutis, posesor del único cuadro macondiano, una
pintura extraordinaria, en la cual el artista recogió en la misma superficie
de lienzo, respetando pausas, perspectivas y tonos, el fragmento de un arco de
triunfo, la cúpula de San Pedro, las torres de la catedral Nuestra Señora de
París, el boceto de un mihrab sacado
no se sabe de que geografía.
Gabriel García Márquez,
cuyos hijos se llaman Rodrigo y Gonzalo, era feliz, porque acababa de escribir
un nuevo cuento - para él, el cuento sigue siendo la piedra de toque de
cualquier gran prosista -, el primero de un nuevo ciclo, el cuarto, antes de
una nueva novela. La sexta, declarando que no iba a escribirla más.
Pero nadie debe creerle:
mientras aguanta el asalto de las nuevas generaciones de reporteros, él sabe
que en Macondo sigue siendo lunes y está mirando caer la lluvia, fertilizando
futuro sucesos.
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Prólogo a la versión rumana de Fantástica y triste historia de la cándida
Eréndira y su desalmada abuela – Editura Univers - Bucarest, 1978
© Darie Novaceanu, 2014. Reservados todos los
derechos