La Guerra Fría
calienta cabezas
1. Desde Kremlin a Londres
Durante toda la Guerra Fría, cuando se han fabricado armas capaces de
destruir el planeta, nadie había construido con dos palabras una herramienta
idónea para cambiar el mundo sin atentar a la vida. Una arma... inocua, para
decirlo de algún modo. Como la democracia, que es de donde nace. Sin la cual no
hubiera podido funcionar, ni soñaba prescindir de ella. Tan sólo querría
devolverle la luz primigenia, quitándole el bruñido ateniense, el cesarismo de por doquier y la
presuntuosidad parlamentaria, donde la cantidad aniquila la calidad y hace que
el idiota [voto en mano] se sienta al lado del genio y le pregunta ¿cómo te va,
hermano?... Palabras de Sócrates rumano.
Nadie, hasta Mijaíl Serguévich Gorbachov, había concebido semejante apero
político. Ni era concebible más que por un marxista que había vivido los
avatares de la doctrina, confiado en las virtudes de los pueblos y la necesaria
moralidad de la política.
Cuento
aparte, el hecho de que la perestroika no haya cuajado, no querrá decir que
haya fracasado, sino tan sólo que no ha vencido. Dar en el blanco sin bala y
vencer, es muy difícil, para muchos inimaginable. Para triunfar, la perestroika
necesitaba tiempo, mucho tiempo; a la medida del mucho espacio que se proponía
reformar. Tiempo sin pausa pero sin prisa, para hacer las cosas bien. Para
democratizar un estado inmenso dentro de un proceso gradual, siempre en el
ámbito de una opción socialista.
Estancado en la vastedad euro-asiática, el tiempo de los zares languidecía
bajo el espejismo leninista de una prosperidad aplazada cada quinquenio para el
siguiente, en un futuro lleno de
promesas, donde reinaba una única ley que, nunca escrita, se cumplía a
rajatabla: ahí todo está prohibido y lo que no está prohibido, es obligatorio.
Despertar del letargo un imperio con
154 nacionalidades – 57 con territorio propio –, 125 lenguas censadas, más
otras etnias perdidas en los lugares más inhóspitos de la tierra, exigía un
esfuerzo sobrehumano y, sobre todo, tiempo. Mucho tiempo para tanto estado que,
por encima, iba desgastado por una carrera armamentística extenuante.
Y como si no fuera bastante, su dominio político y económico se extendía
más allá de los pagos propios, en todo el Este y Sureste europeo. La geografía
más castigada del continente, desde las invasiones de los bárbaros hasta la
actual barbarie de la globalización. Territorio sojuzgado por Stalin con la
benevolencia irresponsable del Occidente que, por mucha comodidad y no poca
infamia, ha permitido la expansión del comunismo, con tal de detenerse en los
mojones de sus fronteras. Aseguradas luego por el Muro que, al contrario de lo
que se ha dicho y se sigue diciendo, no ha sido construido para impedir el paso
del capitalismo al mundo socialista, sino más bien para que el fantasma del
comunismo no recorra más Europa.
Nada
de protección contra el capitalismo. Simplemente, un dique de contención para
posibles crecidas humanas. Que no han sido posibles hasta que la perestroika
haya socavado sus cimientos, empezando desde los márgenes – es decir, los
países del Este –, las que mantenían su estabilidad. Con ello, la doctrina de
Breznev, de soberanía limitada, daba paso a la doctrina Sinatra, como, con
humor, explicará Ghenadi Gherasimov, portavoz de Gorbachov, recordando una
canción de éste, donde cada uno hace las cosas a su manera (to do things their
way).
Con la llegada de la perestroika, una intervención militar soviética en los
asuntos internos de los países del Este, como la de Budapest (1956) o Praga
(1968), era impensable. Y es así como, para pasar al Oeste, los alemanes del
Este, los redegistas, han descubierto caminos nuevos, eludiendo las alambradas
cargadas con voltios para freír elefantes. Es así como, desde mediados de
septiembre de 1989, hasta la caída del Muro, por Hungría, Checoslovaquia y
Polonia, habían pasado al “infierno capitalista”, exactamente, 185.693
personas. Lo que, en relación con los 4000 “huidos” en toda la existencia del
Muro, no necesita comentario: desde el ridículo 0,39 por ciento se había pasado
a 3094,88 por ciento personas por día. Sin arriesgarse la vida, donde las
estadísticas son exactas pero equivocadas: a los 79 muertos, junto a la valla,
hay que sumar los millones de perecidos en las colonias de trabajo, en todo el
bloque socialista, más los millones de desaparecidos en los archipiélagos de
cárceles, prisiones y campos de concentración de la Gran Patria Soviética.
La verdad última: no se trata de infiernos ni de paraísos, sino de
libertad. O sea, de “la condición del hombre no sujeto a esclavitud”. Sin
interés para los que la han tenido desde siempre. Añorada por los que han
nacido sin ella. Desear tenerla sin saltar alambradas y sin caer en las
almadrabas de la policía y demás órganos de vigilancia, ha sido el sufrido
sueño de los pueblos avasallados por las dictaduras comunistas del Este. Ganar
la libertad y vivirla en tu propia tierra, y no en otra parte, sin el miedo que
podrías perderla. Esta ha sido la indiscutible contribución de la perestroika
en el desarrollo de los valores fundamentales de la democracia a fines del
siglo pasado. También de la libertad, puesto que los dos conceptos van siempre
juntos. Ni el uno ni el otro puede actuar por sí solo. Que es desde donde,
según contenidos e intereses políticos, empiezan las diferencias que la
perestroika trataba de apaciguar, dejando al lado el decálogo del Manifiesto
Comunista para buscar caminos nuevos.
Y es de justicia reconocer que los
redegistas han sido los primeros en superar el miedo a tantos muros que los
rodeaban la vida, día y noche. Con más mérito si no nos olvidemos que estaban
cuidados por la Stasi, la policía política famosa por su rigor y disciplina,
mejor organizada y dotada que las de los demás países del Este. Aparte la
plantilla que, en el año 1989, tenía 174.000 oficiales y colaboradores,
especialistas en el cultivo intensivo de angustias, desconfianzas, dudas,
recelos, torturas y muertes. De insomnios y desesperación. Árboles invisibles,
devoradores de almas y cuerpos.
Con la perestroika, vencida la selva
del miedo, El Muro perdía su vigencia psíquica y quedaba la voluntad de los
alemanes para poner la fecha del desplome físico y el regreso a su historia:
jueves, 9 de noviembre de 1989,
a las 18 y 57 minutos.
Conocida por todo el planeta, la
película del evento arranca en la sala de prensa del gobierno, donde el reloj
marca la fecha, y sale a la calle donde El Muro
y la diosa de la Victoria, en su cuadriga de bronce, coronando La Puerta
de Brandenburgo.
Pero las
secuencias inmediatas – martillos y azadones, júbilos y abrazos – no son las
que sorprenden mejor la realidad. Faltan las imágenes del Palacio del príncipe
Rodzwill, de Varsovia, donde Helmut Kohl se levanta de la cena de gala y se
despide de sus anfitriones con un estampido – Es lo que esperábamos durante los
últimos 40 años.- para aparecer horas después en la balaustrada del
Ayuntamiento de Schoenberg, a dos pasos del Muro. Faltan, pasada la medianoche,
las ventanas iluminadas de la dacha donde Gorbachov, después de hablar por
teléfono con Kohl, sigue preocupado por las informaciones llegadas por otros
conductos y no puede conciliar el sueño.
Falta la soledad apacible de los jardines y la grava blanca del Elíseo,
mientras Mitterrand se pasea por los del Palacio de Rosenberg, en Copenhague.
Faltan las puertas de La Residencia de
Downing Street donde, contrariada, Margaret Thatcher está bajando las persianas.
Falta el césped cortado, tejido con
micrófonos y microcámaras, de La Casa Blanca, donde George.W. Bush piensa en una partida de pesca.
Y, por fin, pero en lo primero, faltan los tanques soviéticos consignados
por Gorbachov en los barracones de Berlín, mientras los carros norteamericanos,
listos para el combate, se acercan por la autopista Hof-Nürenberg a las
fronteras con la RDA.
No faltan los aparatosos relojes
empotrados en las torres de las catedrales y o en las fachadas de los palacios
– Todas [las horas] hieren, la última mata -, ni, en las plazas públicas, los
caballos a trote parado y los jinetes de la historia que, esta vez por puro
milagro, con millones de soldados listos por luchar, evita el estallido de la
guerra.
Faltan, en cambio, los documentos
que prueban el desconcierto de las potencias occidentales frente al repentino
derrumbe de la metáfora de piedra. Desprevenidas y tan confusas, que parecen
dispuestas a ofrecer andamios nuevos para recuperar el símbolo de sus fértiles
debilidades, siempre sin confesar. En apuros, frente al desenlace, las
confiesan a medias. Así, desde Copenhague, la voz de Mitterrand: La decisión de
la RDA abre vías mejores para Europa, pero más difíciles. Y, desde Londres, la
Thathcer insiste en que el derrumbamiento del Muro no debe implicar el del
sistema defensivo occidental y rehúsa hablar de una Alemania reunificada.
Porque sería demasiado de prisa. Estas cosas hay que hacerlas poco a poco, con
mucha precaución. Mientras que, desde la Casa Blanca, Bush celebra el evento
con una admirable ambigüedad: Me alegro, pero no soy un hombre demasiado
emocional.
Diez años más tarde, durante un coloquio conmemorativo, en Berlín, Bush se
enorgullecía por haber desoído, aquella noche, la sugerencia de sus
colaboradores de presentarse inmediatamente al lado de los escombros del Muro,
ofreciendo una explicación más que razonable, pero incompleta: No queríamos
complicar más la vida de Gorbachov, puesto que era inmoral ponerle el dedo en
el ojo. Motivación estupenda, guardando para sí el motivo fundamental: faltaban
menos de tres semanas para la Cumbre que se preparaba, entre él y Gorbachov, en
las aguas de Malta, lejos de las miradas del mundo. Los documentos previos
estaban elaborados y la presencia física de Bush, en Berlín imponía revisar
textos, corregir párrafos y añadir otros para que encajaran con las nuevas
circunstancias, sobre todo con el futuro que estas suponían.
Nada sorprendente por ello, que
apenas en el 2010, de los documentos desclasificados por Foriegn Office nos
hemos enterado que en sus conversaciones con Gorbachov, en el Kremlin, en
septiembre de 1989, cuando la muralla empezaba a resquebrarse, la Thatcher la
apuntalaba por todas partes: A Gran Bretaña y a Europa Occidental no les
interesan la unificación de Alemania. [...] le puedo asegurar que esta es
también la postura del presidente de Estados Unidos. Más claro, agua. Y nada
más arriesgado para un político que, sin mandato alguno, se auto delega,
hablando en el nombre de todo el Occidente, a sabiendas que no todo pensaba lo
mismo. Por ello, cautelosa, antes de
transmitirle esta decisión, la Thathcer había pedido que no fuera
transcrita ni registrada. Petición cumplida por los asistentes de Gorbachov,
pero luego, como buenos celadores de las palabras, las habían añadido,
mencionando: la siguiente parte de las conversaciones se transcribe de memoria.
No es un pormenor insignificante: en
este caso, el Occidente actuaba a espaldas de las dos Alemania, sobre todo la
Federal. No quería la unificación, pero tampoco quería que esto se sepa y
trataba de impedirla a expensas de Gorbachov, pasándole una responsabilidad que
éste ya no estaba dispuesto asumirla.
Después del efecto perestroika en los países del Este, y, sobre todo, tras
sus conversaciones con Kohl (Ludwigshafen, junio de 1989), cuando hemos llegado
a conocernos a nivel humano y a confiar el uno en el otro, como se acordará
algún día el canciller alemán, Gorbachov sabía que el futuro no habrá de ser el
que había sido, ni para el Este ni para el Oeste. Sus oportunas visitas en
varias capitales del mundo y, de manera especial, las conversaciones
mantenidas, en Kremlin, con altos dignatarios occidentales, le habían brindado
una otra visión sobre este otro porvenir. Los principios que, mal que bien,
habían gobernado las relaciones internacionales debían integrar conceptos
nuevos. La coexistencia pacífica, después de Helsinki (1975), ya no era
suficiente para la seguridad del continente, y los primeros pasos hacia la
cooperación y colaboración traían más exigencias.
Obviamente, los líderes occidentales tenían también sus visiones propias
del futuro. Retratos sobre la tela de otros retratos. Así, en una galería
imaginaria, Bush, Thathcer y Mitterrand eran legatarios de predecesores
famosos. Al menos dos para cada uno: Woodrow Wilson y Roosevelt; Disraeli y
Churchill; Napoleón y De Gaulle. Y a continuación, con más espacio por medio,
Helmut Kohl, heredero directo, entre otros, de Bismarck y Adenauer.
Entre el
emocionado y prudente Bush y el taciturno y enigmático Mitterrand, la soltura y
la firmeza de la dama de hierro. Voz inalterable en sus discursos.
Introvertida, inteligente, no exenta de una oportuna franqueza. Sensible al
caminar de la historia, no desandaba a ojos cerrados los setenta años para
volver a Versalles, sino para llevar hacia el futuro un pasado imaginado según
sus deseos. Desafiaba casi siempre la
voluntad de los demás para imponer la suya, indiferente a los costos que esto
supone.
En este sentido, sus conversaciones con Gorbachov la definen a fondo y
valen más que las mejores páginas de las mejores novelas históricas del siglo
XX, alcanzando a veces una tensión casi shakesperiana. Halagüeña - Usted y yo
tenemos caracteres parecidos. Cada uno quiere que diga la última palabra -,
cumple con los imperativos de Helsinki, invocando la libre circulación de los
hombres y de las ideas, e intenta, pedagógicamente, inculcarle los valores al
día de la democracia, obligando al interlocutor a defenderse con sus estudios:
– Sepa usted que soy jurista. Que estudié a fondo la democracia, desde la de la
Roma antigua hasta la democracia burguesa inglesa, y mi tesina de fin de
carrera en la universidad tenía por tema la democracia.
Tan empeñada en defender pasados inexistentes y futuros hipotéticos, la Tathcer se olvidaba que tenía delante a
Gorbachov y un imperio con más historia que el colonial británico. Y no al
general Leopoldo Galtieri que, por acercarse a las orillas de las Malvinas
(abril del 1982), ha sucumbido frente a una fuerza expedicionaria inusual
después de la Segunda Guerra Mundial. A sus órdenes, con el apoyo de los
satélites de Estados Unidos, las cimitarras empuñadas por los mercenarios
nepaleses y el frío austral, la contienda había hundido a Argentina en la peor
crisis económica. Mientras en el archipiélago, los pastores que no sabían
ingles, cuidarán, sosegados, sus ovejas.
Conservadas, la mayoría, bajo siete sigilos, estas conversaciones son
solamente la punta de un iceberg difícil de apreciar, que no deja lugar a dudas sobre la
prepotencia victoriana de la primera ministra de Gran Bretaña de aquellos años.
Para ella, Europa del Este era un poco más grande que las Malvinas. Y le importaba
un rábano sus pueblos-rebaños. Tratamiento que para el futuro del mundo traerá
sus ineludibles consecuencias.
Madrid,
2001-2014
Posdata, abril de 2014. Consecuencias que apenas ahora
se asoman por las esquinas resquebradas de una historia mal-escrita. Urge
reescribirla; reescribirla transparentemente, con sensatez y responsabilidad
moral y política e incluso lingüística. Respetando el [buen]sentido y la
etimología de las palabras: ¡maidan no significa revolución! Herencia
turco-otomana, maidan representa un “terreno abierto, baldío, dentro o al borde
de una localidad.” Sitio vacío por donde pasa pero no vive nadie. Ni siquiera
los rebaños. Tal como lo recoge mi diccionario rumano. También los vocabularios
de los pueblos vecinos, países recorridos por las cimitarras de antaño.
Esta vez, el apego de los occidentales a
las rarezas orientales les ha traído por el callejón de la amargura.
Porque ni las expresiones lingüísticas guardan matices cercanas a los deseos o
sueños de los intrusos ajenos. En rumano, a bate maidanul significa perder el
tiempo, vagabundear; máximo, merodear. Hasta el británico George Orwell lo
sabía: en su gloriosa novela la rebelión se da en una granja. O sea, “finca
rústica con vivienda y dependencias para el ganado.” Que él confundía la granja
con el Kremlin, es asunto de otro costal. Y éste no estaba colgado de la Torre
de Londres.
Nota explicativa. Archivado en mis Carpetas para nunca jamás, este texto
viene a continuación de Parábola de las Murallas - véase este Blog, lunes 31 de
Marzo de 2014. Seguirán otros más, puesto que hablando se entiende la gente.
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