Olvidos escitas y recuerdos griegos
Tierra de Hamangia, la antigua Arganum, en las orillas occidentales
del Mar Negro, otrora Pontus Euxinios.
Que no es un simple topónimo, sino una de las pocas metáforas bilingües. Porque pons
viene del latín y significa puente; luego pontus
es el mar, “puente de agua”. Y euxinios
no es antónimo del griego axeinos
(inhóspito) puesto que viene del escita axshène,
y no significa acogedor, tampoco negro, sino azul; azul marino o, más
exactamente, azul religioso. Que es el
color del cielo y de los dioses.
Porque también los escitas tenían dioses y palabras para
nombrarlos. Y sus dioses, cuando no son espíritus
de las montañas, nacen del mar, como los dioses griegos. A veces del mismo mar.
Lo que prueba que vivían al lado, en orillas diferentes.
Hecho ignorado por los antropólogos
que recorren los territorios físicos o de la mitología sin la ayuda de la
lingüística y de la topografía, sin observar que la diferencia entre Elbrús
caucáseo (5642 m.)
y Elburz iraní (5670 m.)
consta en un rotacismo explicable y unos veintiocho metros más del segundo
hacia el Cielo.
Pormenor que no nos aleja del tema,
sino nos abre un camino nuevo, con sus dos sentidos como deben ser todos los
caminos: mientras los cimerios, los escitas y los sármatas, bajaban de las
estepas de Crimea o de más lejos hacia el Mar Negro, los griegos subían hacia
el Mar de Azov y el Cáspio.
Los primeros venían desde Elburz y
Nínive, desde el Tigres y Mosul - por donde se pasean hoy las orugas de los
tanques norteamericanos…-, mientras los otros llegaban desde el Mediterráneo,
desde Mileto y desde Hisarlik. Hisarlik,
no como lugar geográfico donde se halla
Troya, sino como unidad conceptual que mide distancias imaginarias entre
sitios concretos o ficticios. Encrucijadas entre leyendas e historia.
Sin estos encuentros, no tendríamos
explicación razonable ninguna para hechos y acontecimientos reconocidos por la
historia, pero no convalidados por la antropología y la etnología que siguen
tratando por separado las orillas de muchos mares, a veces de uno y el mismo,
como si pertenecieran a otro planeta.
Han sido las estirpes de las estepas que, en
su bajada, se han encontrado con las poblaciones autóctonas, y con los griegos,
llegados un poco antes; y así, juntos, han sembrado la vida en las orillas
occidentales del Mar Negro, tomando después camino, Danubio arriba. Demorándose
unos cuantos siglos en sus llanuras y en las vertientes de los Cárpatos, para
desvanecerse como nubes fértiles, definitivamente.
Los griegos, siempre remando. Así, mientras que los megarenses iban por el Mediterráneo, fundando
colonias en el sur de Italia y Sicilia, los milesios
subían hacia el mar Negro y Azov, haciendo lo mismo: Apollonia,
Dionysópolis, Tirzis, Callatis – obra de los dorios -, Sardes, Tomis, Histria,
Halmiryas, Harpis, Tyras y luego, en el Azov, Olbia, Tanais, Giorgippia,
Queroseno, Niconia, Heraclea, Cremnos y Panticapea, la más importante, como
capital del reino del Bósforo. Todo un rosario de ciudades – más de 90 dice
Plinio el Viejo -, algunas desaparecidas, por carecer de importancia económica
y comercial, o sumergidas bajo las olas del mar. Pero que dicen mucho sobre la
capacidad de expansión de los griegos, incluso en condiciones adversas del
clima y, más de las veces, a pesar de las hostilidades de los escitas.
Con
ocho meses de invierno, cuando la tierra y el aire se estaban llenando de
“plumas” que impedían la vista, podemos imaginarnos las muchas nevadas con
copos cual plumas de grandes, que nos cuenta Heródoto, y el frío que tenían que
sufrir los escitas y sus animales. Nómadas, moviéndose por las estepas como las
olas dentro del mismo mar. Gentes que no habían construido ciudades, ni
recintos amurallados, sino que tenían sus viviendas en carros – con su casa a
cuesta, dice el texto – y no vivían de la labranza, sino del ganado. Y evitaban a toda costa adoptar costumbres
extranjeras, sean del pueblo que sean, pero principalmente griegas…
Existe, evidentemente, una cierta
exageración en lo que cuenta Heródoto. Ni el invierno era tan largo, ni el
clima era tan cruel. Ni los escitas vivían tan aislados. Si es que desde
Targitao, su primer rey, hasta el año 514, cuando la campaña de Darío, habían
transcurrido mil años – no más, sino esa
cifra exacta-, tenemos que reconocer, por un lado, su gran resistencia
física (y psíquica) y, por otro lado, no podemos ignorar la normal y continua
entrada de otras estirpe en las estepas caucáseas. Basta escrutar la inmensidad
del espacio, dejar que la mirada se pierda en la infinidad de los ríos que
vierten sus aguas en los caudalosos Kuban, Volga, Don, Dniéper y Dniéster, para
tener así, con obligada aproximación, la imagen de la segunda más importante
plataforma del planeta – después de la del Tíbet -, donde se ha fraguado la
vida humana y habían empezado las migraciones indoeuropeas.
Una de las geografías más fértiles en
cunas y tumbas, donde la naturaleza en sí ha sido la forja, condicionando la
existencia, según recursos y clima, siempre en el mismo orden: primero, la flora; luego la fauna y detrás, el hombre.
Es
verdad que los escitas han tardado en aceptar entre ellos a los griegos, sin
renunciar a su vida nómada. Siendo los que les imponían donde asentar sus
colonias y centros de comercio. Dentro de unas reglas estrictas, donde los pónticos
eran transportistas, artesanos, orfebres y gobernadores civiles, mientras los
gobernantes, los agricultores y los soldados eran ellos mismos, los tracios y
más tarde, los sármatas.
Como enviado de Pericles, Heródoto
había hecho una estancia bien larga, en el año 450, en Olbia. Fundada dos
siglos antes por los milesios, en el estuario del Dniéper, la ciudad había
llegado a 40 mil habitantes y se hallaba en pleno desarrollo y esplendor, en
rivalidad directa con Panticapea (Kerch).
Procesando con mucha erudición las
informaciones que le daban los olbienses, incluso sobre lugares muy lejanos,
Heródoto le ha proporcionado a Pericles tantos datos y pormenores, que en su
expedición hasta el Azov (445), no se ha detenido más que en los sitios de
interés especial, negociando con los lugareños para enviar a Atenas mucho más
trigo, miel, pescado, vino, pieles, lana, etc. Y el cáñamo, que los griegos no
lo conocían hasta entonces. Aparte el hiero, el oro, la plata y las piedras
preciosas.
Un ritmo de abastecimiento sostenido y
riguroso, asegurado por los griegos que vivían hace tiempo, en sus ciudades, en
buena relación con los pueblos bárbaros.
Nada tiene que extrañarnos en esta
convivencia, más que la asombrosa memoria mítica de aquellos pueblos que, al ponerse
en el camino, se llevaban a los dioses con ellos para venerarlos en otras
tierras. Y la costumbre de los griegos, quienes trataban de introducir en estas
tierras su propia mitología. Así, Heródoto apunta los nombres de los dioses
escitas y pone al lado a sus homólogos mediterráneos – Tabiti (Hestia), Papeo
(Zeus), Api (Gea), Getósiro (Apollo), Argímpasa (Urania), etc. Luego, en otro
lugar, recuerda: un día, buscando Hércules unas yeguas perdidas en los bosques
de Hilea, al entrar en una cueva, se ha encontrado con una criatura de
pesadilla – mitad mujer, mitad serpiente – que le obligará a un trato difícil
de eludir: le devolverá las yeguas, pero
no antes de que se uniera a ella. A este precio, pues, se unió Hércules a ese
ser.
De los tres hijos que alumbrará Mixopárzenos – como llamaban a esta
criatura - solamente el benjamín, Escita, será capaz de tensar el arco que le
había dejado Hércules.Los otros dos, Agatirso y Gelono, serán expulsados
por su madre, teniendo que abandonar la región. Mientras Escita será el rey,
gobernando bajo este nombre sobre las tres principales tribus de las estepas
caucáseas, llamadas genéricamente escólotas.
Que es cuando, apunta Heródoto, los
griegos les han impuesto el nombre de escitas.
Lo que si no es exagerado, es bastante
improbable, puesto que en los documentos asirios a los escitas ya se les
denominaban Ashkuzai…
Cuento
breve para mucha tela, narrando el origen de los escitas en una versión
helenizada. Espléndida contaminación mitológica, donde Hércules reitera en otro
espacio proezas de otros tiempos y, dentro de estas, corrige la leyenda,
resarciendo al héroe con una descendencia que Deyanira no le había dado. Todo
bien medido y astutamente bien colocado. El encuentro con Mixopárzenos recuerda
muy de cerca a Hércules-niño, hijo de Zeus y Alcmena, que estrangulará a las
dos serpientes metidas en su cama por Hera para vengar así el adulterio de su
esposo y la infidelidad de la esposa de Anfitrión, el rey de Argólida. Luego,
las yeguas son las que Diomede, rey de los tracios, las alimentaba con carne
humana. A la vez, la mujer-serpiente es memoria de Hipólita (y su cinturón),
reina de las amazonas que, por este camino de la imaginación vuelven a la real
Cólquida para encontrarse con los argonautas…
De las dos estatuas de Mixopárzenos,
que flanqueaban la entrada en Panticapea, ha quedado una sola, hoy en el museo
de Kerch, pero son muy pocos los estudiosos que han leído a Homero y al mismo
tiempo a Heródoto, para hacer de dos verdades una sola.
Leyendas tejidas con olvidos escitas y
recuerdos griegos. Una otra lectura de Homero, cuya obra, con los
diez siglos de historia griega que lleva en sus páginas, cubre más geografía de
la que podríamos imaginar. Reverberación cósmica de la herencia prehelénica
cretense que, después de los diez años de asedio de Troya, con todos sus
dioses, héroes y reyes, abre sus horizontes hacia los cuatro vientos. Tanto es
así, que, estudiando la vida de los indígenas del vasto espacio
cárpato-danubiano, la arqueología y la etnología han observado con sorpresa
fenómenos sociales y políticos muy parecidos a los del “medioevo”
aqueo-minoico. A raíz de de las
experiencias que he vivido sobre el terreno, en el medio arqueológico de la
respectiva época – confiesa Vasile Pârvan - tengo el convencimiento de que Iliada y Odisea podrían servir en el futuro para ilustrar algunos capítulos importantes de la protohistoria de los
aborígenes de los Cárpatos.
Madrid, 2005
………………………………………
© Darie Novăceanu
– Et in Balcania ego - 2016