Et in Balcania ego
Alejandro el
Magno en Oltenia
Compensando la escasez
de documentos con barruntos y suposiciones, algunos historiadores rumanos
sobreestiman las hazañas de nuestros ancestros. Darío no llegaba para
conquistar más tierras, sino para castigar a los escitas que amenazaban las
provincias norteñas de su dilatado imperio.
En camino, había doblegado todas
las poblaciones, menos a los traco-getas que, como buenos vecinos, se han
retirado dejándole el paso libre. A sabiendas que sin la impresionante flota –
más de 600 navíos de guerra – los persas no podrán vencer la vastedad de las
estepas caucáseas.
Ni Alejandro Magno
quería añadir más territorios a los que le dejaba su padre en las costas del
mar Negro. Pero en su caso, nuestros historiadores se descalifican a sí mismos,
considerando su incursión en las tierras de la futura Dacia casi como un honor,
cuando de lo que se trata es de un saqueo cruel y desmesurado, el primero
cometido por el más despierto y aplicado alumno de Aristóteles.
De hecho, apenas
proclamado rey, Alejandro había salido para estrenarse como tal, y lo había
hecho con toda la parafernalia, persiguiendo a los tracios de Tribalia. Siempre
desobedientes, más aún después de la muerte de Filipo, se habían sublevado,
junto con los ilirios y los celtas, amenazando su dominio en una de las más
ricas provincia del reino. Una expedición triunfal, puesto que frente al
despliegue de tantas tropas, se han rendido todos, sin resistencia. Menos los
tracios tribales, refugiados en los
muchos islotes que había en el Danubio.
Ha sido entonces
cuando, al llegar a las orillas del “más grande río de todos los ríos”, había
renunciado a la persecución, optando por un saqueo, provechoso para las
vituallas de sus muchas tropas. Una incursión relámpago. Demostración de fuerza
militar y ensayo para batallas en otras tierras. Ha cruzado el río durante la
noche, aprovechando hasta las embarcaciones de los lugareños, hechas de troncos
de árboles. Luego, en las albas, con los soldados por los trigales, y la caballería
por los lindes, sembrando muerte, ha entrado en a la ciudad, donde los
traco-getas, sopesando el desastre, le han dejado la presa, salvando lo que se
podía salvar, sobre todo sus familias.
No se conoce el lugar
de la localidad, pero sabemos de un testigo presencial que se hallaba a una parasanga (unos 6 km.) del Danubio, en las
riberas fértiles de un río caudaloso y que era muy rica, bien construida y bien
poblada. Una ciudad-municipio importante, puesto que estaban preparados para
defenderla 4000 jinetes y más de 10.000 soldados. Cómo se habían movilizado y
quién estaba al mando, no lo sabremos jamás.
Según los mapas de la
época y más fuentes (Estrabón y Arriano), el río no podría ser otro más que el Aluta (Olt), que baja desde Transilvania
y recorre 600 km.
hasta desembocar en el Danubio. Y, en este caso, la extinta localidad se
situaría entre Corabia y Turnul Mǎgurele, grandes productoras de trigo hasta
hoy, como en aquellos tiempos.
Incursión cumplida en
el lapso de 24 horas, recordada a lo largo de los siglos.
Insistimos en ello
porque es allí donde Alejandro, a sus 21 años, demuestra los dotes de guerrero
y político, heredados de su padre. Y la crueldad extrema, inculcada por una
madre despiadada. Así, después de saquear los hogares, uno por uno, y enviar el
botín a casa, ha dispuesto incendiar y arrasar la ciudad hasta los cimientos,
infundiendo pavor en todas las poblaciones danubianas e incluso más lejos.
Meses después, al
enterarse que los griegos preparaban un ataque contra la guarnición macedonia
de Tebas, no vacilará en disponer la demolición de la ciudad de Eteocles y
Edipo. Respetuosos con la cuna de tantas leyendas, sus biógrafos cuentan el
encuentro con Diógenes, quien le desafía con su cinismo – “¡Apártate, que me
quitas el sol!” -, ganándose el elogio de este: “Si no fuera Alejandro,
quisiera ser Diógenes.”
Oltul întâlneşte Dunărea |
Los mismos, para
enaltecer la figura del personaje, olvidan que la ciudad de siete puertas ha
sido construida por Anfión, piedra por piedra, según tocaba las cuerdas de su
lira y mencionan que Tebas ha sido destruida, piedra tras piedra, menos la casa
de Píndaro. Que bien podría ser verdad, aunque el autor de las Odas triunfales había muerto cuatro años
antes y es improbable que su casa se hubiera convertido en museo.
El segundo motivo de
nuestra insistencia tiene que ver con la persona del testigo, partícipe en el
saqueo: Tolomeo de Lagos. El lugarteniente de Alejandro, del cual ya hemos
hablado, futuro sátrapa de Egipto, y artífice de Alejandría, dibujada por
Alejandro con el dedo sobre un mantel de harina. También, como hemos visto, el
fundador de la famosa biblioteca, del museo y de la fastuosa residencia
imperial.
Desde cuando acudían
juntos a la escuela de Aristóteles, en Mieza, Tolomeo era su mejor amigo. Así,
mientras Alejandro incendiaba y demolía ciudades de mucha historia y cultura,
como Tebas o Persépolis, Tolomeo edificaba la más grande metrópoli del
helenismo y se dedicaba a la búsqueda de manuscritos y obras de arte. Así,
mientras Alejandro, en sus expediciones hasta el Ganges, se dormía con la Iliada, anotada por El Estagirita, bajo
la almohada, Tolomeo compraba libros, los transcribía y vendía las copias para
tener dinero y seguir comprando, hasta llegar a más de 400.000 volúmenes.
Idea suya también, será
su hijo, Filadelfo, el que levantará en la isla de Faros, frente a la ciudad,
el célebre faro, una de las siete
maravillas del antiguo mundo. Luz para los barcos extraviados y luces para el
helenismo. Que es lo único que ha hecho perdurar el recuerdo de Alejandro, cuyo
destino es igual a la eternidad de las mariposas.
No intentamos minimizar
su figura, pero sus méritos no son los que se invocan sino los que se admiran
sin confesar. Su gloria es mucha, pero a la inversa. Se asienta sobre ruinas.
Es grande por lo que ha destruido y no por lo que ha construido. Es él el que
introduce el desorden en el vida de muchos pueblos, empezando con los griegos,
abriendo las puertas a los romanos, quienes, después de la segunda guerra
púnica, se instalan en Grecia, en todas sus colonias (205) y en los Balcanes,
convirtiendo Macedonia en provincia romana (148) y luego en los Cárpatos,
venciendo a los dacios.
Sin las tropas de su
padre y sus mejores generales, Alejandro no hubiera podido construir, en menos
de doce años, el más grande y efímero imperio. Contra su propia voluntad,
Filipo le dejaba una herencia fabulosa. Un legado sin par, en el cual iba
incluido, por anticipado, hasta el imperio que llevará su nombre. Que los
sabios intérpretes de la historia, al no tenerlo en las manos, no lo han
considerado así, es que no han sabido donde buscarlo. Pero estaba y sigue allí
hasta hoy, bellamente escrito, sin nunca leerse como debiera. Filipo no hubiera
podido escribirlo mejor, después de haberlo hecho Demóstenes: ¡Qué hombre hemos tenido que combatir en
Filipo! Para escalar el poder, perdió un ojo y se rompió las costillas y en
otras ocasiones, un brazo y una pierna resultaron lastimados. Cualquier miembro
que la necesidad le pidiese, estaba pronto a sacrificarlo para conseguir gloria
y honor. (Filípicas)
Así, afligido, se
despedía Demóstenes del rey macedonio, como de uno de la familia, como de hecho
lo era, pensando, tal vez, que al dejar el escenario por muerte violenta, las
rivalidades saldrán de entre bastidores, en actuaciones impredecibles. Malos
presagios incrementados con el fallecimiento (3 de junio de 323) de Alejandro,
cuyo desmesurado imperio se desmembraba detrás del cortejo fúnebre que le
llevaba desde Babilonia, en féretro de oro tirado por 74 mulas, hasta
Alejandría.
Le acompañaban Tolomeo,
su lugarteniente en Dacia, quien el había construido el mausoleo, y el soberbio
y desafiante regente Predicas; el primer aspirante al sitio del héroe. Nadie,
ni Predicas, ni Lisímaco, ni Seleuco Nicátor, conseguirán rehacer el imperio
fundado al margen de la vida, contra la lógica de la historia, sobre ruinas.
Bucarest,
mayo 2005
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© Darie Novăceanu – Et in Balcania ego.